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El Infierno De Los Filosofos-hector Ponce


Enviado por   •  9 de Abril de 2013  •  2.953 Palabras (12 Páginas)  •  914 Visitas

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El Infierno de los filósofos

Héctor Ponce

Resumen. La filosofía puede verse, cuando menos, desde dos aspectos, y uno de ellos la presenta como un ejercicio argumentativo y crítico que se dispone a discutir acerca de conceptos generales y básicos como son los conceptos que conciernen a la verdad, a la ética y a la estética, y, al examinar los presupuestos de esos conceptos, el ejercicio crítico de la filosofía cuestiona las bases del sentido común. La filosofía, en un segundo aspecto, puede interpretarse como un ejercicio creativo que amplía las perspectivas y convicciones a las que estamos habituados.

Cuando se pregunta por cuál es el valor de la filosofía se podría hacer un recuento histórico de los autores y de sus tesis y de sus discusiones, y de cómo van siendo comprendidos en el presente, pero se tiene que señalar, de entrada, como lo hizo Bertrand Russell, que el valor de las controversias filosóficas no descansa en sus respuestas, muchas veces incompletas, en gran parte porque en una polémica filosófica al ser confrontadas tanto una tesis como su antítesis, ambas podrían poseer agudas razones para estar a favor de ellas o, como ocurre también en dichas discusiones, a menudo los contendientes muestran motivos perspicaces para no aceptar la posición del opositor. Según Bertrand Russell, el valor de leer los textos de Platón y Kant, de Sartre y Habermas, radicaría en que dichos textos critican y amplían las perspectivas que tenemos acerca de conceptos tan generales, pero básicos, como son la verdad, la justicia y la estética. Nuestras concepciones pueden adquirir un contrapunto al enterarnos, por ejemplo, que sobre el concepto de Dios los griegos y los cristianos tuvieron diferencias insalvables. Los griegos, orgullosos de ser racionales, consideraban como inaceptable que se violasen las leyes de la lógica y, por eso, cuando tuvieron noticias de la cosmovisión judeo-cristiana, los griegos sostuvieron que era un error lógico creer que Dios hubiese creado el cosmos, pues implicaba una absurda posibilidad y una pregunta imposible de resolver: si Dios fuese el creador, ¿qué motivaría al Todopoderoso a crear el universo? Y, más curioso aun, de ser cierta la visión cristiana, ¿a qué se dedicaba ese ser perfecto antes de la creación? San Agustín, mucho tiempo después, respondió, sarcástico, que lo que hacía Dios antes de crear el universo era preparar el Infierno para achicharrar a los que hacían tales preguntas.

Pero ¿qué puede afirmar la filosofía acerca de si Dios creó o no el universo? Puede, al menos, mostrar que en la discusión que mantuvieron griegos y cristianos sobre ese tema, unos fueron estrictamente lógicos y optimistas acerca del poder de la razón humana, y los otros, como San Agustín, fueron conscientes de las limitaciones del punto de vista estrictamente racional. ¿Cuál de los dos bandos se acerca más a la verdad? Dependerá de cuáles sean las nuevas razones que ofrezcan los interlocutores, pero, en lo que concierne a la filosofía, lo que se puede ver es que ha ampliado la perspectiva del que se acerca a ella y ha relativizado, en el mejor sentido de la palabra, su punto de vista inicial. Así puede quedar más claro que, por lo controvertido de sus temas, y la metáfora es de Waismann, “buscar pruebas rigurosas en filosofía es como andar tras la sombra de una voz”.

Conocer las reflexiones de los filósofos, entonces, no ofrece respuestas definitivas y últimas, y es en ese sentido en que Richard Rorty decía que la peculiaridad de las discusiones filosóficas es que, en el mejor de los casos, uno puede aspirar a poner el peso de la prueba en el oponente. Si al leer filosofía se comprende que la singularidad de la reflexión de los filósofos radica en que, por sus temas, siempre especulativos y conjeturales, no existe una única prueba última y definitiva, entonces el lector lograría desprenderse de aquél afán de andar tras la sombra de una voz. El lector de filosofía podría, eso sí, comenzar a ver de manera distinta las convicciones básicas de su sociedad, que, lejos de haber existido siempre, resultan ser el efecto del predominio de la cosmovisión de alguna cultura anterior. Quien lee filosofía así, comienza a ser consciente de la historia y de la contingencia que rodea a cada uno de los conceptos que hoy se consideran obvios e incuestionables, e incluso, ese lector, podría verse estimulado a superar el maniqueísmo con el que el establishment interpreta a la realidad y que, ya sea por complicidad o por complacencia -o por ambas-, el promedio de los ciudadanos, lamentablemente, sigue arrastrando desde la infancia. Si por establishment nos referimos al orden impuesto por las instituciones políticas y, en general, por las estructuras sociales, artísticas y económicas en las que nos encontramos inscritos, y, sobre todo, que favorecen a los sectores que detentan la dominación en la sociedad, se podrá reconocer el valor de rastrear los orígenes y modificaciones realizadas sobre la marcha de las prácticas sociales aplaudidas por tales estructuras de dominaciòn. Los ejemplos pueden desde analizar cómo surgió en el arte el concepto de lo sublime hasta el de perseguir, en la historia, la curiosas maneras en la que se ha comprendido la noción de enfermedad mental.

Con matices distintos a los anteriores casos, otro ejemplo acerca de cómo ampliar la perspectiva de una persona cristiana es el que ofreció un profesor de teología que, en plena clase, citó nada menos que al autor del Anticristo y señaló a sus alumnos: “El último cristiano murió en la cruz”. La frase tiene muchos sentidos, y algunos de ellos deben de haber quebrantado al sentido común de los alumnos y debieron de ser tan estimulante como cuando uno se encuentra con la recomendación Óscar Wilde acerca de qué manera fulminar a un adversario: “Perdona siempre a tu enemigo. No hay nada que le enfurezca más”.

Metas como las mencionadas líneas arriba pueden ser favorables para que las sociedades renueven sus conceptos y dejen de ser atrofiadas, y, sin embargo, en cada época y en cada sociedad, la filosofía, y en realidad todas las humanidades, es inhibida y aplastada sistemáticamente. ¿Cómo es posible que haya personas –no digamos grupos interesados, porque no es el punto de este artículo- que estén en contra de ser menos ingenuos y ser menos dependientes? Preguntar por el valor de la reflexión hace necesario explicar también el anti-valor de lo que Grenier llamó la ortodoxia.

Las mejores versiones de las humanidades y las ciencias propician, a partir de nuevas descripciones e investigaciones, que se reflexione y se critiquen varios aspectos de la realidad, y permiten, a su vez, ver matices y sutilezas que antes pasaron desapercibidas. Desde luego, quien esté atiborrado de sentido común, que en los tiempos actuales significa regirse bajo los parámetros de la sociedad de consumo, no encontrará, ni buscará, nada que lo confronte, y considerará como una pérdida increíble de tiempo comparar e investigar sobre diversos asuntos, ya sean sociales, éticos, artísticos o religiosos, porque él, desde la posición en la que no se duda de nada, acepta como correctas las respuestas prefabricadas de su entorno social inmediato. Sucede que el ortodoxo, al creer a pie juntillas en el puñado de categorías con las que el establishment ha registrado a la realidad, supone que todos los demás tienen que ver, ordenar e interpretar la realidad bajo las coordenadas con las que él, el ortodoxo, ha decidido hacerlo, o cree haberlo decidido.

Aquí la pregunta es por qué, si la ortodoxia limita la reflexión, decidiría alguien guiarse sólo por las categorías tradicionales. Una posible respuesta sería que el ortodoxo, en realidad, teme ser excluido de los ámbitos sociales, y, por ello, canta la partitura asignada, con lo que, además, se asegura la comodidad de no justificar sus opiniones de manera individual, aunque, por cierto, el precio a pagar sea el tener que mimetizarse con el statuo quo. Mientras no cuestione lo que me dicen que no deba cuestionar, mientras no lea a los autores que me dicen que no deba leer, seguiré siendo parte del grupo, del club, de la feligresía, del rebaño. Ése es el diagnóstico que arrojó Erich Fromm acerca de cómo mucha gente, contrariamente a lo que se piensa, no quiere ser libre y prefiere continuar arraigada a formas de existencia absurdas con tal de que le vendan la ilusión de pertenecer a una clase social, a un gremio o cualquier otra agrupación. La mayoría de la gente está tratando de asegurar su pertenecía al grupo y, para lograr esa meta, copiará, cueste lo que cueste, las creencias de los demás. Razón por la cual, cuando se les ve polemizando acerca de temas coyunturales, todavía el emperador Juliano puede decirles: ‘Limítense a creer, no intenten conocer’.

Sucede que, a diferencia de las creencias, los conocimientos sí cambian con el tiempo y, por ello, están dispuestos a ser refutados si se mostrasen mejores evidencias y mejores razones. Conocer es, además, atenerse a consecuencias con las que uno, al inicio, no está necesariamente de acuerdo, mientras que la opinión de la mayoría no busca –utilizando la perspectiva de Popper- ni crear conjeturas ni realizar refutaciones. Quizá el atractivo que ejerce el sentido común es que a la mayoría de personas no le resulta interesante elegir entre conceptos, ya no sólo porque no los conocen, sino también porque es más fácil ceder a lo que los sociólogos llaman ‘presión social difusa’, esa ola gigantesca que evita la tarea pesada de pensar y se la relega al Estado, a la Iglesia o a cualquier otra autoridad.

El punto anterior radica en algo muy semejante a lo que sugería Nietzsche cuando preguntaba ¿cuánta verdad eres capaz de soportar? Estaba advirtiendo que conocer implica ser responsable de las elecciones, sin posibilidad de esconderse en ninguna excusa, y, en esa apuesta por ser autónomo, se debe estar alerta de no adherirse ciegamente a las ideas dominantes de una época. Recordemos, por ejemplo, lo sucedido en la Alemania nazi, en donde la mayoría de cristianos del pueblo alemán puso de cabeza sus propios valores básicos de respeto universal hacia todo ser humano; y más significativo incluso fue que, después de la caída del Tercer Reich, el pueblo alemán ofreciera sus excusas por haber olvidado sus antiguos valores. Del cristianismo al nazismo y del nazismo al cristianismo, con la misma rapidez y facilidad el hombre promedio alemán regresaba a sus tradicionales valores ético-religiosos. ¿Les creemos? ¿Son de confianza, ahora sí? ¿Y esto sólo sucedió en esa época o es más consustancial al ser humano?

Podría plantearse por lo menos tres respuestas: o tenemos todos una inclinación al sadismo o los alemanes sufrieron un lavado de cerebro por la maquinaria nazi o el sujeto promedio no creyó nunca, en el fondo, en los valores de respeto universal. Desde luego, lo que sea que haya ocurrido con el hombre promedio alemán, el problema no radica en la nacionalidad, sino en el hombre promedio a secas. Siguiendo la tercera pista (sin descartar ni la posibilidad del sadismo innato ni el lavado de cerebro), podría decirse que, lamentablemente, tenemos una inclinación a obedecer y a no justificar nuestras opiniones y, como dice Hannah Arendt, en un diagnóstico casi necrológico para la humanidad, la mayor parte de las veces el mal lo hace la gente que nunca se ha preguntado en qué grado sus valores éticos están justificados racionalmente o si sólo son copias del sentido común.

¿Qué nos hace pensar?, plantea Hannah Arendt quizás con el propósito de ver cómo hacer para que nos preguntemos sobre nuestros propios valores éticos. Su respuesta es que con el pensamiento crítico, aquel que es estimulado por el estudio y ejercicio de las humanidades, es el que aguijonea los pensamientos congelados del sentido común, de la misma manera en que, mediante diálogos, Sócrates lo hacía con los atenienses al mostrarles los puntos ciegos acerca de sus propios presupuestos. Socavar y corroer son los efectos del pensamiento crítico sobre los estereotipos, hábitos, modas, prejuicios y otras convenciones sociales. Esta tarea empezó a ser promovida, pues, entre otras disciplinas, por la filosofía que, desde sus inicios en el siglo VI a. C., argumentaba crítica y radicalmente sobre los presupuestos conceptuales de distintas esferas de la cultura, tales como los de la ciencia y la moral hasta los de la estética y la religión. En el transcurso de su historia, si habría que señalar una característica clave de la filosofía en su función de sacar del hechizo con el que es paralizado el pensamiento, tal característica podría ser la de crear distinciones conceptuales como, por ejemplo, la separación que hicieron los sofistas sobre las leyes de la naturaleza y las leyes convencionales. Pero a la par de plantear distinciones, también es cierto que en otras situaciones lo inteligente es disolver las separaciones absurdas, como cuando, por ejemplo, fue disuelta la dicotomía conceptual, que dominó a Europa durante la Edad Media, entre un poder divino al que le era consustancial la virtud y un poder humano al que le era estigmatizado el error irremediable. Una vez disuelta esa dicotomía entre el poder divino y el humano, la mitra solemne y sus pedrerías con la que adquirían poderes los arzobispos, no pasó de ser, por ahora para los intelectuales, en el remanente visual de una institución monárquica.

La filosofía, en su versión de tomar distancia de las creencias de moda, como lo hace también, pero con medios más sutiles, el arte, busca, así pues, cuestionar e incomodar al sentido común mediante el rigor argumentativo, la claridad de sus distinciones conceptuales y su disposición a discutir con cualquier otra opinión. Autores muy diversos pueden entrar en la definición propuesta. Están los autores que subrayan el papel práctico de la filosofía, como por ejemplo un Marx, para quien la filosofía debía ser un instrumento que transforme a la sociedad, o un Wittgenstein que pensaba que al diván filosófico uno arrojaba, en lugar de los traumas personales, los conceptos enredados para que, una vez analizados, dejasen de provocar calambres mentales, o como un Rorty, quien buscaba metáforas alternativas y las prefería siempre antes que a las convencionales.

En otro grupo de autores, en el que también se interpreta el quehacer filosófico como un ejercicio crítico que confronta a las creencias y clisés, se encuentra tanto un Popper en busca de criterios para diferenciar entre la medicina y la nigromancia, como también un Dennett cuando organiza la evidencia para concluir la defunción del concepto de libre albedrío y propone resignificar la libertad. Y finalmente, otro grupo de filósofos podría estar interesado en enfocar sus reflexiones acerca de nuestra vidas privadas, a una especie de –como decía Nietzsche- creación de sí mismo, tarea en la que también habría que sacudirse de las creencias del sentido común, tal como fue la tarea lúdico-filosófica de Derrida, filósofo que transgredió el orden convencional cuando convirtió a las zonas marginales de la reflexión en su principal punto de interés.

Estos son algunos de los autores que se enfrentaron a las ideas vigentes -ideas de las que la mayoría de gente continúa atada desde el seno familiar y se llevarán al féretro- y son realizaron que –como ha dicho Isaiah Berlin- realizaron un parricidio conceptual. Un parricidio que permite, a quienes siguen las pistas de los argumentos de estos asesinos y destripadores de las convenciones, ampliar la perspectiva intelectual y reconocer el carácter contingente e histórico de los conceptos que hoy, en gran medida, la sociedad de consumo quiere mostrar como irreversibles. Para la persona plenamente adaptada a aquella sociedad, si la filosofía no ayuda a evadir el malestar ni divierte fácilmente, entonces no sirve para nada. Y es cierto, para eso no es. Quien quiera saber de qué trata, que abra una de sus páginas y ahí comenzará a encontrar el Infierno de los filósofos. La expresión es de Maquiavelo cuando, antes de morir, relató a sus amigos un sueño suyo en el que él, parado a la orilla de un camino, vio arrastrarse a una multitud de gente con muestras de sufrimiento brutalmente marcadas en el cuerpo. Maquiavelo les preguntó quiénes eran y le contestaron:

“somos los santos y beatos, y vamos camino al paraíso”. Poco después vio que se aproximaba un grupo de hombres [...] que caminaban [...] y debatían importantes problemas políticos. Al fijarse con más detenimiento reconoció a algunos de los grandes filósofos, historiadores y estadistas de la Antigüedad. Allí estaban Platón, Plutarco y Tácito; más allá se veía a Ciro el Grande y Alejandro Magno departiendo con su tutor, Aristóteles. Intrigado, se acercó al grupo y respetuosamente les preguntó quiénes eran y adónde iban. Su respuesta lo dejó estupefacto: “Somos los condenados del infierno”.

Una vez que hubo relatado su sueño comentó burlonamente que al ver lo que había visto prefería ir al infierno para conversar de política con las grandes figuras de la Antigüedad antes que ir al paraíso a morirse de aburrimiento con tantos santos y beatos.

Quizá quienes ejercen el pensamiento crítico sean condenados al Infierno por examinar los argumentos a favor y los argumentos en contra de aquello en que los libros sagrados y las autoridades sólo encuentran maniqueísmos y soluciones prefabricadas. Pero en un Infierno en donde se encontrasen Schopenhauer y Nietzsche, Heidegger y Sartre, re-interpretando al mismísimo Infierno como un lugar aburrido y no muy diferente de la Tierra; en un Infierno en donde también, sentados a la mesa, Carnap y Ryle, Russell y Schlick urdieran juegos lógicos para burlarse de Satanás; y más allá, cerca del sótano, Marx y Bakunin, Adorno y Horkheimer, planearan ya con lámparas y planos en las manos derrocar del poder al Príncipe de las Tinieblas; en un Infierno así –pleno de individuos con dignidad y geniales, autónomos y libres- Lucifer sería reducido a un pobre diablo.

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