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Fray Pedro

kattymontes326 de Noviembre de 2013

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DIALOGO SEXTO

Maquiavelo- Me gustaría llegar a consecuencias concretas. ¿Hasta dónde

la mano de Dios se extiende sobre la humanidad? ¿Quién hace a los

soberanos?

Montesquieu- Los pueblos.

Maquiavelo- Está escrito: Per me reges regnant. Lo cual significa al pie

de la letra: Dios hace a los reyes.

Montesquieu- Es una traducción para uso del Príncipe, oh Maquiavelo, y

de vos la ha tomado en este siglo uno de vuestros más ilustres partidarios

(Montesquieu alude aquí sin duda a Joseph de Maistre, cuyo nombre vuelve a aparecer más adelante.

Nota del editor), mas no es la de las Santas Escrituras. Dios ha instituido la

soberanía, no instituye los soberanos. Allí se detiene su mano

omnipotente, porque allí comienza el libre albedrío humano. Los reyes

reinan de acuerdo con mis mandamientos, deben reinar según mi ley, tal

es el sentido del libro divino. Si fuese de otra manera, habría que admitir

que tanto los príncipes buenos como los malos son elegidos por la

Providencia; habría que inclinarse ante Nerón como ante Tito, ante

Calígula como ante Vespasiano. No, Dios no ha querido que las más

sacrílegas denominaciones puedan invocar su protección, que las más

infames de las tiranías reclamen para sí su investidura. A los pueblos

como a los reyes, Dios les ha impuesto la responsabilidad de sus actos.

Maquiavelo- Abrigo serias dudas en cuanto a la ortodoxia de lo que

afirmáis. De todos modos, según vos, ¿son los pueblos los que disponen

de la autoridad suprema?

Montesquieu- Tened cuidado, pues al impugnarlo corréis el riesgo de

alzaros en contra de una verdad del más puro sentido común. No es

ningún hecho nuevo en la historia. En los tiempos antiguos, en el

medioevo, en todos aquellos lugares donde la dominación se estableció

por otros medios que los de la invasión o la conquista, el poder soberano

nació por obra de la libre voluntad de los pueblos, bajo la forma original de

la elección. Para citar tan solo un ejemplo, así

fue como en Francia el jefe

de la dinastía carlovingia sucedió a los descendientes de Clodoveo, y la de

los Hugo Capeto a la de Carlomagno (El espíritu de las leyes, libro XXXI, capítulo

IV). No cabe duda de que el carácter electivo de los monarcas ha sido

sustituido por el carácter hereditario. La excelencia de los servicios

prestados, el reconocimiento público, las tradiciones terminaron por

asentar la soberanía en las principales familias de Europa, y nada podía

ser más legítimo. Pero el principio de la omnipotencia nacional está

siempre en el fondo de las revoluciones, siempre ha estado llamado a

consagrar poderes nuevos. Es un principio anterior y preexistente, que las

Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu

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diversas constituciones de los Estados modernos no pueden menos que

confirmar de manera más cabal.

Maquiavelo- Pero entonces, si son los pueblos quienes eligen a sus

amos, también pueden derrocarlos. Si tienen el derecho de establecer la

forma de gobierno que les conviene, ¿quién podrá impedir que la cambien

al capricho de su voluntad? El fruto de vuestras doctrinas no será un

régimen de orden y libertad, será una interminable era de revoluciones.

Montesquieu- Confundís el derec ho con el abuso a que puede conducir

su ejercicio, los principios con su aplicación; hay en ello diferencias

fundamentales, sin las cuales resulta imposible entenderse.

Maquiavelo- Os he pedido consecuencias lógicas; no os hagáis la ilusión

de aludirlas; negádmelas, si lo queréis. Deseo saber si, de acuerdo con

vuestros principios, los pueblos tienen el derecho de derrocar a sus

soberanos.

Montesquieu- Sí, en situaciones extremas y por causas justas.

Maquiavelo- ¿Quién será el juez de esos casos extremos y de la justicia

de esas causas?

Montesquieu- ¿Y quién pretendéis que lo sea, sino los pueblos mismos?

¿Acaso las cosas han acontecido de otro modo desde que el mundo es

mundo? Una sanción temible, sin duda, pero saludable y a la vez

inevitable. ¿Cómo es posible que no os percatéis de que la doctrina

contraria, la que ordenase a los hombres el respeto de los gobiernos más

aborrecibles, los sometería una vez más al yugo del fatalismo

monárquico?

Maquiavelo- Vuestro sistema tiene un único inconveniente, el de suponer

en los pueblos la infalibilidad de la razón. ¿No tienen ellos, por ventura, al

igual que los hombres, sus pasiones, sus errores, sus injusticias?

Montesquieu- Cuando los pueblos cometan faltas, serán castigados como

hombres que pecaran contra la ley moral.

Maquiavelo- ¿De que manera?

Montesquieu- Sus castigos serán las plagas de la discordia, la anarquía y

aun el despotismo. Hasta el día de la justicia divina, no existe en esta

tierra ninguna otra justicia.

Maquiavelo- Acabáis de pronunciar la palabre despotismo, ya veis que

volvemos a lo mismo.

Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu

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Montesquieu- Esta objeción, Maquiavelo, no es digna de vuestro excelso

espíritu; he consentido en llegar hasta las más extremas consecuencias de

los principios que vos combatís, falseando así la noción de lo verdadero.

Dios no ha concedido a los pueblos ni el poder, ni la voluntad de cambiar

de este modo las formas de gobierno sobre las que descansa la existencia

misma. En las sociedades políticas, como en los seres organizados, la

naturaleza misma de las cosas limita la expansión de las fuerzas libres. Es

preciso que el alcance de vuestro argumento se ciña a lo que es aceptable

para la razón.

Suponéis que, al influjo de las ideas modernas, las revoluciones serán

más frecuentes; no serán más frecuentes, quizá lo sean menos. Las

naciones, como bien decíais hace un momento, viven en la actualidad de

la industria, y lo que a vos os parecía una causa se servidumbre es a un

mismo tiempo el principio del orden de la libertad. No desconozco las

plagas que aquejan a las civilizaciones industriales, más no debemos

negarles sus méritos, ni desnaturalizar sus tendencias. Esas sociedades

que viven del trabajo, del crédito , del intercambio son, por más que se

diga, sociedades esencialmente cristianas, pues todas esas formas tan

pujantes y variadas de la industria no son en el fondo más que la

aplicación de ciertas elevadas ideas morales tomadas del cristianismo,

fuente de toda fuerza, de toda verdad.

Tan importante papel desempeña la industria en el movimiento de las

sociedades modernas que, desde el punto de mira en que os colocáis, no

es posible hacer ningún cálculo exacto sin considerar su influencia;

influencia que no es en modo alguno la que vos creéis poder asignarle.

Nada puede ser más contrario al principio de la concentración de poderes

que la ciencia, que procura hallar las relaciones de la vida industrial, u las

máximas que de ella se desprenden. La economía política tiende a no ver

en el organismo más que un mecanismo necesario, si bien en extremo

costoso, cuyos resortes es preciso simplificar, y reduce el cometido del

gobierno a funciones tan elementales que su mayor inconveniente es

quizás el de destruir su prestigio. La industria es la enemiga nata de las

revoluciones, porque sin un orden social perece, y sin ella el movimiento

vital de los pueblos modernos se detiene. No puede prescindir de la

libertad, dado que solo vive de las manifestaciones de la libertad y, tenedlo

bien presente, las libertades en materia de industria engendran

necesariamente las libertades políticas; por ello se ha dicho que los

pueblos más avanzados en materia de industria son también los más

avanzados en materia de libertad. Olvidaos de la India y de la China, que

viven bajo el destino ciego de la monarquía absoluta; volved la mirada a

Europa, y veréis.

Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu

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Acabáis de pronunciar una vez más la palabra despotismo; pues bien,

Maquiavelo, vos, cuyo genio sombrío tan profundamente conoce todas las

vías subterráneas, todas las combinaciones ocultas, todos los artificios

legales y gubernamentales con cuya ayuda es posible encadenar en los

pueblos el movimiento de los brazos y de las ideas; vos, que despreciáis a

los hombres, que soñáis para ellos con las terribles dominaciones del

Oriente; vos, cuyas doctrinas políticas responden a las pavorosas teorías

de la mitología india, queréis decirme, os conjuro a ello, cómo os

ingeniaríais para organizar el despotismo en aquellos pueblos en los que

el derecho público reposa esencialmente sobre la libertad, donde la moral

y la religión despliegan todos los movimientos en el mismo sentido; en

naciones cristianas que viven del comercio y de la industria; en Estados

cuyos cuerpos políticos están expuestos a la publicidad de la prensa que

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