Literatura
paotrior29 de Marzo de 2013
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CAPÍTULO XXXII
A la mañana siguiente estaba Elizabeth sola escri¬biendo a Jane, mientras la señora Collins y María habían ido de compras al pueblo, cuando se sobresaltó al sonar la campanilla de la puerta, señal inequívoca de alguna visita. Aunque no había oído ningún carruaje, pensó que a lo mejor era lady Catherine, y se apresuró a esconder la carta que tenía a medio escribir a fin de evitar preguntas impertinentes. Pero con gran sorpresa suya se abrió la puerta y entró en la habitación el señor Darcy. Darcy solo.
Pareció asombrarse al hallarla sola y pidió disculpas por su intromisión diciéndole que creía que estaban en la casa todas las señoras.
Se sentaron los dos y, después de las preguntas de rigor sobre Rosings, pareció que se iban a quedar callados. Por lo tanto, era absolutamente necesario pensar en algo, y Elizabeth, ante esta necesidad, recor¬dó la última vez que se habían visto en Hertfordshire y sintió curiosidad por ver lo que diría acerca de su precipitada partida.
––¡Qué repentinamente se fueron ustedes de Net¬herfield el pasado noviembre, señor Darcy! ––le di¬jo––. Debió de ser una sorpresa muy grata para el señor Bingley verles a ustedes tan pronto a su lado, porque, si mal no recuerdo, él se había ido una día antes. Supongo que tanto él como sus hermanas esta¬ban bien cuando salió usted de Londres.
––Perfectamente. Gracias.
Elizabeth advirtió que no iba a contestarle nada más y, tras un breve silencio, añadió:
––Tengo entendido que el señor Bingley no piensa volver a Netherfield.
––Nunca le he oído decir tal cosa; pero es probable que no pase mucho tiempo allí en el futuro. Tiene muchos amigos y está en una época de la vida en que los amigos y los compromisos aumentan continua¬mente.
––Si tiene la intención de estar poco tiempo en Netherfield, sería mejor para la vecindad que lo dejase completamente, y así posiblemente podría instalarse otra familia allí. Pero quizá el señor Bingley no haya tomado la casa tanto por la conveniencia de la vecin¬dad como por la suya propia, y es de esperar que la conserve o la deje en virtud de ese mismo principio.
––No me sorprendería ––añadió Darcy–– que se desprendiese de ella en cuanto se le ofreciera una compra aceptable.
Elizabeth no contestó. Temía hablar demasiado de su amigo, y como no tenía nada más que decir, deter¬minó dejar a Darcy que buscase otro tema de conver¬sación.
Él lo comprendió y dijo en seguida:
––Esta casa parece muy confortable. Creo que lady Catherine la arregló mucho cuando el señor Collins vino a Hunsford por primera vez.
––Así parece, y estoy segura de que no podía haber dado una prueba mejor de su bondad.
––El señor Collins parece haber sido muy afortuna¬do con la elección de su esposa.
––Así es. Sus amigos pueden alegrarse de que haya dado con una de las pocas mujeres inteligentes que le habrían aceptado o que le habrían hecho feliz después de aceptarle. Mi amiga es muy sensata, aunque su casamiento con Collins me parezca a mí el menos cuerdo de sus actos. Sin embargo, parece completa¬mente feliz: desde un punto de vista prudente, éste era un buen partido para ella.
–Tiene que ser muy agradable para la señora Co¬llins vivir a tan poca distancia de su familia y amigos.
––¿Poca distancia le llama usted? Hay cerca de cin¬cuenta millas.
––¿Y qué son cincuenta millas de buen camino? Poco más de media jornada de viaje. Sí, yo a eso lo llamo una distancia corta.
––Nunca habría considerado que la distancia fuese una de las ventajas del partido exclamó Elizabeth , y jamás se me habría ocurrido que la señora Collins viviese cerca de su familia.
––Eso demuestra el apego que le tiene usted a Hertfordshire. Todo lo que esté más allá de Longbourn debe parecerle ya lejos.
Mientras hablaba se sonreía de un modo que Eliza¬beth creía interpretar: Darcy debía suponer que estaba pensando en Jane y en Netherfield; y contestó algo sonrojada:
––No quiero decir que una mujer no pueda vivir lejos de su familia. Lejos y cerca son cosas relativas y dependen de muy distintas circunstancias. Si se tiene fortuna para no dar importancia a los gastos de los viajes, la distancia es lo de menos. Pero éste no es el caso. Los señores Collins no viven con estrecheces, pero no son tan ricos como para permitirse viajar con frecuencia; estoy segura de que mi amiga no diría que vive cerca de su familia más que si estuviera a la mitad de esta distancia.
Darcy acercó su asiento un poco más al de Eliza¬beth, y dijo:
––No tiene usted derecho a estar tan apegada a su residencia. No siempre va a estar en Longbourn. Elizabeth pareció quedarse sorprendida, y el caballe¬ro creyó que debía cambiar de conversación. Volvió a colocar su silla donde estaba, tomó un diario de la mesa y mirándolo por encima, preguntó con frialdad:
––¿Le gusta a usted Kent?
A esto siguió un corto diálogo sobre el tema de la campiña, conciso y moderado por ambas partes, que pronto terminó, pues entraron Charlotte y su hermana que acababan de regresar de su paseo. El tête–à–tête las dejó pasmadas. Darcy les explicó la equivocación que había ocasionado su visita a la casa; permaneció senta¬do unos minutos más, sin hablar mucho con nadie, y luego se marchó.
––¿Qué significa esto? ––preguntó Charlotte en cuanto se fue––. Querida Elizabeth, debe de estar enamorado de ti, pues si no, nunca habría venido a vernos con esta familiaridad.
Pero cuando Elizabeth contó lo callado que había estado, no pareció muy probable, a pesar de los bue¬nos deseos de Charlotte; y después de varias conjetu¬ras se limitaron a suponer que su visita había obedeci¬do a la dificultad de encontrar algo que hacer, cosa muy natural en aquella época del año. Todos los de¬portes se habían terminado. En casa de lady Catheri¬ne había libros y una mesa de billar, pero a los caballe¬ros les desesperaba estar siempre metidos en casa, y sea por lo cerca que estaba la residencia de los Collins, sea por lo placentero del paseo, o sea por la gente que vi¬vía allí, los dos primos sentían la tentación de visi¬tarles todos los días. Se presentaban en distintas horas de la mañana, unas veces separados y otras veces juntos, y algunas acompañados de su tía. Era evidente que el coronel Fitzwilliam venía porque se encontraba a gusto con ellos, cosa que, naturalmente, le hacía aún más agradable. El placer que le causaba a Elizabeth su compañía y la manifiesta admiración de Fitzwilliam por ella, le hacían acordarse de su primer favorito George Wickham. Comparándolos, Elizabeth encon¬traba que los modales del coronel eran menos atracti¬vos y dulces que los de Wickham, pero Fitzwilliam le parecía un hombre más culto.
Pero comprender por qué Darcy venía tan a menu¬do a la casa, ya era más difícil. No debía ser por buscar compañía, pues se estaba sentado diez minutos sin abrir la boca, y cuando hablaba más bien parecía que lo hacía por fuerza que por gusto, como si más que un placer fuese aquello un sacrificio. Pocas veces estaba realmente animado. La señora Collins no sabía qué pensar de él. Como el coronel Fitzwilliam se reía a veces de aquella estupidez de Darcy, Charlotte enten¬día que éste no debía de estar siempre así, cosa que su escaso conocimiento del caballero no le habría permiti¬do adivinar; y como deseaba creer que aquel cambio era obra del amor y el objeto de aquel amor era Elizabeth, se empeñó en descubrirlo. Cuando estaban en Rosings y siempre que Darcy venía a su casa, Charlotte le observaba atentamente, pero no sacaba nada en limpio. Verdad es que miraba mucho a su amiga, pero la expresión de tales miradas era equívoca. Era un modo de mirar fijo y profundo, pero Charlotte dudaba a veces de que fuese entusiasta, y en ocasiones parecía sencillamente que estaba distraído.
Dos o tres veces le dijo a Elizabeth que tal vez estaba enamorado de ella, pero Elizabeth se echaba a reír, y la señora Collins creyó más prudente no insistir en ello para evitar el peligro de engendrar esperanzas imposibles, pues no dudaba que toda la manía que Elizabeth le tenía a Darcy se disiparía con la creencia de que él la quería.
En los buenos y afectuosos proyectos que Charlotte formaba con respecto a Elizabeth, entraba a veces el casarla con el coronel Fitzwilliam. Era, sin compara¬ción, el más agradable de todos. Sentía verdadera admiración por Elizabeth y su posición era estupenda. Pero Darcy tenía un considerable patronato en la Iglesia, y su primo no tenía ninguno.
CAPÍTULO XXXIII
En sus paseos por la alameda dentro de la finca más de una vez se había encontrado Elizabeth inesperadamente con Darcy. La primera vez no le hizo ninguna gracia que la mala fortuna fuese a traerlo precisamente a él a un sitio donde nadie más solía ir, y para que no volviese a repetirse se cuidó mucho de indicarle que aquél era su lugar favorito. Por consiguiente, era raro que el encuentro volviese a producirse, y, sin embargo, se produjo incluso una tercera vez. Parecía que lo hacía con una maldad intencionada o por penitencia, porque la cosa no se reducía a las preguntas de rigor o a una simple y molesta detención; Darcy volvía atrás y paseaba con ella. Nunca hablaba mucho ni la importunaba hacién¬dole hablar o escuchar demasiado. Pero al tercer en¬cuentro Elizabeth se quedó asombrada ante la rareza de las preguntas que le hizo: si le gustaba estar en Hunsford, si le agradaban los paseos solitarios y qué opinión tenía de la felicidad del matrimonio
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