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Los Intelectuales

cristianpmorales13 de Agosto de 2013

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El individualismo y los intelectuales (1898)

Autor: Émile Durkheim

La cuestión que desde hace seis meses divide tan dolorosamente al país está en camino de transformarse: simple cuestión de hecho en el origen, se ha generalizado poco a poco. La intervención reciente de un literato conocido ha ayudado mucho a este resultado. Parece que ha llegado el momento de renovar con un golpe de claridad una polémica que estaba entreteniéndose en repeticiones ociosas. Es por esto que, en lugar de retomar nuevamente la discusión de los hechos, hemos querido dar un salto y elevarnos hasta el plano de los principios: es a la idiosincrasia de los "intelectuales" , a las ideas fundamentales que ellos reclaman, y no más al detalle de su argumentación que se ha atacado. Si ellos se niegan obstinadamente "a inclinar su lógica delante de un general del ejército", es evidente que se arrogan el derecho de juzgar por sí mismos la cuestión; es que ponen su razón por encima de la autoridad, es que los derechos del individuo les parecen imprescriptibles. Es entonces su individualismo el que ha determinado su sisma. Pero entonces, se ha dicho, si se quiere volver a traer la paz a los espíritus y prevenir el retorno de discordias semejantes, es este individualismo al que es necesario enfrentar decididamente. Es necesario poner fin de una vez por todas a esta inagotable fuente de divisiones intestinas. Y una verdadera cruzada ha comenzado contra esta plaga pública, contra "esta gran enfermedad de nuestro tiempo."

Aceptamos con mucho gusto el debate en estos términos. También creemos que las controversias de ayer no hacen más que expresar superficialmente un disenso más profundo: que los espíritus se han enfrentado mucho más sobre una cuestión de principio que sobre una cuestión de hecho. Dejemos pues de lado los argumentos circunstanciales que son intercambiados de una parte y de otra; olvidémonos del affaire mismo y de los tristes espectáculos de los que hemos sido testigos. El problema que se levanta delante de nosotros sobrepasa infinitamente los incidentes actuales y debe ser abstraído de ellos.

I

Hay un primer equívoco del que es necesario desembarazarse antes de todo.

Para hacer menos dificultoso el enjuiciamiento del individualismo, se le confunde con el utilitarismo estrecho y el egoísmo utilitario de Spencer y los economistas. Esto es facilitarse la tarea y convertir la crítica en un partido sencillo. Es fácil, en efecto, denunciar como un ideal sin grandeza ese comercialismo mezquino que reduce la sociedad a no ser más que un vasto aparato de producción y de intercambio, y es demasiado claro que toda vida común es imposible si no existen intereses superiores a los intereses individuales. Que tales doctrinas sean tratadas de anárquicas es sumamente merecido y nosotros participamos de este juicio. Pero lo que es inadmisible es que se razone como si este individualismo fuera el único que existe o incluso el único posible. Por el contrario, este individualismo deviene cada vez más una rareza y una excepción. La filosofía práctica de Spencer es de tal miseria moral que ya no cuenta prácticamente con partidarios. En cuanto a los economistas, si se han dejado antaño seducir por el simplismo de esta teoría, desde hace ya mucho tiempo han sentido la necesidad de atemperar el rigor de su ortodoxia primitiva y abrirse a sentimientos más generosos. El señor de Molinari es casi el único, en Francia, que ha permanecido intratable en su obstinación y no es de mi conocimiento que haya ejercido una gran influencia sobre las ideas de nuestra época. En verdad, si el individualismo no tuviera otros representantes sería completamente inútil mover cielo y tierra de este modo para combatir a un enemigo que está en tren de perecer tranquilamente de muerte natural.

Pero existe otro individualismo sobre el que es menos fácil vencer. Ha sido profesado desde hace un siglo por la más amplia generalidad de pensadores: es aquel de Kant y de Rousseau, el de los espiritualistas, el que la "Declaración de los derechos del hombre" ha intentado, más o menos satisfactoriamente, traducir en fórmulas, el que se enseña corrientemente en nuestras escuelas y que ha devenido la base de nuestro catequismo moral. Se cree, en verdad, afectarlo bajo el manto del primero, pero las diferencias con él son profundas, y los críticos que dirigen su atención hacia uno no sabrán ponerse de acuerdo en el otro. Lejos de hacer al interés personal el objetivo de la conducta, ve en todo aquello que es móvil personal la fuente misma del mal. Según Kant, no tengo la certeza de actuar correctamente sino cuando los motivos que me determinan están ligados no a las circunstancias particulares en las que estoy situado sino a mi calidad de hombre in abstracto. A la inversa, mi acción es mala cuando no puede justificarse lógicamente más que por mi situación económica o por mi condición social, por mis intereses de clase o de casta, por mis pasiones, etc. Es por esto que la conducta inmoral se reconoce por estar ligada estrechamente a la individualidad del agente y no puede ser generalizada sin caer en un absurdo evidente. Del mismo modo, si -según Rousseau- la voluntad general, que es la base del contrato social, es infalible, si es la expresión auténtica de la justicia perfecta, es que ella es la resultante de todas las voluntades particulares; por consiguiente, ella constituye una suerte de medio impersonal del que todas las consideraciones individuales son eliminadas porque, siendo divergentes e incluso antagónicas, se neutralizan y suprimen mutuamente. Entonces, para uno y para el otro, las únicas maneras de hacer que son morales son aquellas que pueden convenir a todos los hombres indistintamente, es decir que están implicadas en la noción del hombre en general.

Henos aquí bien lejos de esta apoteosis del bienestar y el interés privados, de este culto egoísta del sí mismo que se ha podido con justicia reprochar al individualismo utilitario. Por el contrario, según estos moralistas, el deber consiste en desviar nuestras miradas de aquello que nos concierne personalmente, de todo aquello ligado a nuestra individualidad empírica, para buscar únicamente lo que reclama nuestra condición de hombres, aquello que tenemos en común con todos nuestros semejantes. Asimismo, este ideal desborda de tal modo el nivel de los fines utilitarios que aparece a las conciencias que aspiran a él como completamente marcado de religiosidad. Esta persona humana, cuya definición es como la piedra de toque a partir de la cual el bien se debe distinguir del mal, es considerada como sagrada, en el sentido ritual de la palabra por así decirlo. Ella tiene algo de esa majestad trascendente que las iglesias de todos los tiempos asignan a sus dioses; se la concibe como investida de esa propiedad misteriosa que crea un espacio vacío alrededor de las cosas santas, que las sustrae de los contactos vulgares y las retira de la circulación ordinaria. Y es precisamente de allí que viene el respeto del cual ella es objeto. Todo el que atente contra una vida humana, contra el honor de un hombre, nos inspira un sentimiento de horror, análogo desde todo punto de vista al que experimenta el creyente que ve profanar su ídolo. Una moral de este tipo no es simplemente una disciplina higiénica o una sabia economía de la existencia; es una religión en la que el hombre es, al mismo tiempo, el fiel y el Dios.

Pero esta religión es individualista, puesto que tiene al hombre por objeto y dado que el hombre es un individuo por definición. Incluso no hay sistema en el que el individualismo sea más intransigente. En ningún lugar los derechos del individuo son afirmados con más energía, puesto que el individuo es aquí colocado en el rango de las cosas sacrosantas; en ninguna parte el individuo es más celosamente protegido contra las usurpaciones provenientes del exterior, de donde quiera que vengan. La doctrina de lo útil puede fácilmente aceptar toda suerte de compromisos y transacciones sin renegar de su axioma fundamental; puede admitir que las libertades individuales sean suspendidas todas las veces que el interés del mayor número exija este sacrificio. Pero no hay acuerdo posible con un principio que es así puesto fuera y por encima de todos los intereses temporales. No hay razón de Estado que pueda justificar un atentado contra la persona cuando los derechos de la persona están por encima del Estado. Si el individualismo es por sí mismo un fermento de disolución moral, he aquí que se manifiesta más cabalmente su esencia antisocial. Se observa esta vez cuál es la gravedad de la cuestión. Porque este liberalismo del siglo XVIII que es, en el fondo, el objeto de todo el litigio, no es simplemente una teoría de gabinete, una construcción filosófica; se ha transferido a los hechos, ha penetrado nuestras instituciones y nuestras costumbres, se ha mezclado con toda nuestra vida, y si verdaderamente fuera necesario deshacernos de él, sería a toda nuestra organización moral a la que habría que reformar en el mismo movimiento.

II

Ahora bien, es ya un hecho remarcable que todos estos teóricos del individualismo no sean menos sensibles a los derechos de la colectividad que a los del individuo. Nadie ha insistido más enérgicamente que Kant sobre el carácter supraindividual de la moral y del derecho; hace de esto una suerte de consigna a la cual el hombre debe obedecer por el hecho mismo de que sea una consigna y sin tener que discutirla; y si se le ha reprochado a veces el haber exagerado la autonomía de la razón, se ha podido decir igualmente, no sin fundamentos, que él ha puesto en la base de su moral un acto de fe y de sumisión irracionales.

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