Metamorfosis
Kri5thelit416 de Junio de 2015
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La metamorfosis
Franz Kafka4
(Versión con f ines pedagóg icos)
AL DESPERTAR GREGORIO SAMSA UNA MAÑANA, tras un
sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un
monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón
de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa
de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya
prominencia apenas si podía aguantar la cobija, que estaba
visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables
patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el
grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo
de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No
soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque
excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus
cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre
la cual estaba esparcido un muestrario de telas —Samsa era
viajante de comercio—, colgaba una estampa ha poco recortada
de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado.
Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de
pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador una
amplia manga, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía
todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo
nublado (sentíase repiquetear en el zinc del alféizar las gotas de
lluvia) le infundió una gran melancolía. —Bueno—pensó—; ¿qué
4 Kafka, Franz (1974). La metamorfosis. Madrid: Ediciones Castella.
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pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías? —Pero, era esto algo
de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho,
y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer
sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta
operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta
que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento,
comenzó a aquejarle en el costado.
—¡Ay, Dios! —Se dijo entonces.— ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y
otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja
fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esa plaga de los viajes:
cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de
continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en
que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo! Sintió en el vientre una ligera
picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda, alargándose en dirección a la cabecera, a fin
de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos putitos
blancos, que no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna;
pero hubo de retirar ésta inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.
—Estos madrugones —se dijo— le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir
lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso al
hotel para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados, tomándose el desayuno.
Sí yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de patitas
en la calle. Y ¿Quién sabe si esto no sería para mí lo más conveniente? Si no fuese
por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese despedido. Me hubiera presentado
ante el jefe y, con toda mi alma, la habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae
del escritorio! Que también tiene lo suyo eso de sentarse encima del escritorio para,
desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele
mucho. Pero, lo que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto
tenga reunida la cantidad necesaria para pagarles la deuda a mis padres —unos cinco
o seis años todavía—, vaya si lo hago. Y entonces, si que me redondeo. Bueno, pero,
por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.
—Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía tictac encima del baúl —¡Santo Dios! —exclamó
para sus adentros. Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente.
Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. Desde la cama podía verse
que estaba puesto efectivamente en las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero,
¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta los
mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente un
tanto más profundo. Y ¿qué hacia él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era
preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo
no se sentía nada dispuesto. Además aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la filípica del
gerente, pues el muchacho del almacén, que habría bajado, debía de haber dado ya cuenta de
su falta. Era el tal muchacho una hechura del gerente, sin dignidad ni consideración. Y si dijese
que estaba enfermo, ¿Qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas,
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pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado no había estado malo ni una sola vez.
Vendría de seguro el jefe con el médico del sindicato. Se desataría en reproches, delante de los
padres, respecto a la holgazanería del hijo.
[...]
Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse
decidir abandonar el lecho, y justo en el momento en que el
despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta
que estaba junto a la cabecera de la cama. —Gregorio —dijo una voz,
la de la madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte
de viaje? ¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio
la suya propia, que era la de siempre, si, pero que salía mezclada con
un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio
claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba
uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar
dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a
decir: —Si, sí. Gracias madre. Ya me levanto. A través de la puerta de
madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues
la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró [...] Llegó el
padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: “Gregorio,
¡Gregorio! ¿Qué pasa?” Esperó un momento y volvió a insistir,
alzando algo la voz: “Gregorio, ¡Gregorio!” Mientras tanto, detrás de
la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no
estás bien? ¿Necesitas algo?” “Ya estoy listo”, respondió Gregorio a
ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran
lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz.
[...]
Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo,
desayunar. Sólo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra comprendía
que en la cama no podía pensar bien [...] Arrojar la cobija lejos de sí era cosa muy sencilla. Bastaría
con abombarse un poco: la cobija caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria
anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse ayudado de los brazos y las manos; pero
en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible hacerse
dueño de ellas. Y el caso es que él quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de
sus patas; pero mientras tanto, las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. “No conviene
hacerse el zángano en la cama”, pensó Gregorio.
Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior —que
por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible representarse
...