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Convención De Ocaña

Dango892 de Julio de 2014

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DOCUMENTO 173. O.C.B. MENSAJE A LA CONVENCIÓN DE OCAÑA REDACTADO POR EL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR EN BOGOTÁ EL 29 DE FEBRERO DE 1828.*

Conciudadanos:

Os congratulo por la honra que habéis merecido de la Nación, confiándoos sus altos destinos. Al representar la legitimidad de Colombia os halláis revestidos de los poderes más sublimes. También participo yo de la mayor ventura devolviéndoos la autoridad que se había depositado en mis cansadas manos: tocan a los queridos del pueblo las atribuciones soberanas, los derechos supremos, como delegados del omnipotente augusto de quien soy súbdito y soldado. ¿En qué potestad más eminente depondría yo el bastón de presidente y la espada de general?

Disponed libremente de estos símbolos de mando y de gloria en beneficio de la causa popular, sin atender a consideraciones personales, que os impidieran una reforma perfecta.

Constituido por mis deberes a manifestaros la situación de la República, tendré el dolor de ofreceros el cuadro de sus aflicciones. No juzguéis, que los colores que empleo los ha encendido la exageración, ni que han salido de la tenebrosa mansión de los misterios: yo los he copiado a la luz del escándalo: su conjunto puede pareceros ideal; pero si lo fuera, ¿Colombia os llamará?

Los quebrantos de la patria han empezado, desde luego, a remediarse, ya que congregados los escogidos se disponen a examinarlos. Vuestra empresa, en verdad, es tan difícil como gloriosa; y aunque algo se han disminuido los obstáculos con la fortuna de poderos presentar a Colombia unida y dócil a vuestra voz; he de deciros, que no debemos esta inapreciable ventaja sino a las esperanzas libradas en la convención: esperanzas que os muestran la confianza nacional y el peso que os abruma.

Os bastará recorrer nuestra historia para descubrir las causas de nuestra decadencia. Colombia, que supo darse vida, se halla exánime.

Identificada antes con la causa pública, no estima ahora su deber como la única regla de salud. Los mismos que durante la lucha se contentaron con su pobreza, y que no adeudaban al extranjero tres millones, para mantener la paz han tenido que cargarse de deudas vergonzosas por sus consecuencias. Colombia, que al frente de las huestes opresoras respiraba sólo pundonor y virtud, padece como insensible el descrédito nacional. Colombia, que no pensaba sino en sacrificios dolorosos, en servicios eminentes, se ocupa de sus derechos, y no de sus deberes. Habría perecido la Nación si un resto de espíritu público no la hubiese impelido a clamar el remedio y detenido al borde del sepulcro.

Solamente un peligro horroroso nos haría intentar la alteración de las leyes fundamentales; sólo este peligro se habría hecho superior a la pasión que profesábamos a instituciones propias y legítimas, cuyas bases nos habían procurado la deseada emancipación.

Nada añadiría a este funesto bosquejo, si el puesto que ocupo no me forzara a dar cuenta a la Nación de los inconvenientes prácticos de sus leyes. Sé que no puedo hacerlo sin exponerme a siniestras interpretaciones, y que a través de mis palabras se leerán pensamientos ambiciosos; mas, yo que no he rehusado a Colombia consagrarle mi vida y mi reputación, me conceptúo obligado a este último sacrificio.

Debo decirlo: nuestro gobierno está esencialmente mal constituido. Sin considerar que acabamos de lanzar la coyunda, nos dejamos deslumbrar por aspiraciones superiores a las que la historia de todas las edades manifiesta incompatibles con la humana naturaleza. Otras veces hemos equivocado los medios y atribuido el mal suceso a no habernos acercado bástame a la engañosa guía que nos extraviaba, desoyendo a los que pretendían seguir el orden de las cosas, y comparar entre sí las diversas partes de nuestra constitución, y toda ella con nuestra educación, costumbres e inexperiencias para que no nos precipitáramos en un mar proceloso.

Nuestros diversos poderes no están distribuidos cual lo requiere su forma social y el bien de los ciudadanos. Hemos hecho del legislativo sólo el cuerpo soberano, en lugar de que no debía ser más que un miembro de este soberano; le hemos sometido al ejecutivo, y dado mucha más parte en la administración general, que la que el interés legítimo permite. Por colmo de desacierto se ha puesto toda la fuerza en la voluntad, y toda la flaqueza en el movimiento y la acción del cuerpo social.

El derecho de presentar proyectos de ley se ha dejado exclusivamente al legislativo, que por su naturaleza está lejos de conocer la realidad del gobierno y es puramente teórico.

El arbitrio de objetar las leyes concedido al ejecutivo, es tanto más ineficaz, cuanto que se ofende la delicadeza del Congreso con la contradicción. Este puede insistir victoriosamente, hasta con el voto de la quinta o menos parte de sus miembros; lo que no deja medio de eludir el mal.

Prohibida la libre entrada a los secretarios del despacho en nuestras cámaras, para explicar o dar cuenta de los motivos del Gobierno, no queda ni este recurso que adoptar para esclarecer al legislativo en los casos de objetarse algún acuerdo. Mucho habría podido evitarse, requiriendo determinado lapso de tiempo, o un número proporcional de votos, considerablemente mayor que el que ahora se exige para insistir en las leyes objetadas por el ejecutivo.

Obsérvese, que nuestro ya tan abultado código en vez de conducir a la felicidad ofrece obstáculos a sus progresos. Parecen nuestras leyes hechas al acaso: carecen de conjunto, de método, de clasificación y de idioma legal. Son opuestas entre sí, confusas, a veces innecesarias, y aun contrarias a sus fines. No falta ejemplo, de haberse hecho indispensable contener con disposiciones rigurosas vicios destructores y que se generalizaban: la ley, pues, hecha al intento ha resultado mucho menos adecuada que las antiguas, amparando indirectamente los vicios que se procuraban evitar. Por aproximarnos a lo perfecto, adoptamos por base de representación una escala que nuestra capacidad no admite todavía. Prodigándose esta augusta función se ha degradado y ha llegado a parecer, en algunas provincias, indiferente y hasta poco honroso representar al pueblo. De esto ha emanado en parte el descrédito en que han caído las leyes; y leyes despreciadas ¿qué felicidad producirán?

El Ejecutivo de Colombia no es el igual del Legislativo; ni el Jefe del Judicial: viene a ser un brazo débil del poder supremo, que no participa en la totalidad que le corresponde, porque el congreso se ingiere en sus funciones naturales sobre lo administrativo, judicial, eclesiástico y militar. El gobierno, que debería ser la fuente y el motor de la fuerza pública, tiene que buscarla fuera de sus propios recursos, y que apoyarse en otros que le debieran estar sometidos. Toca esencialmente al gobierno ser el centro y la mansión de la fuerza, sin que el origen del movimiento le corresponda. Habiéndosele privado de su propia naturaleza, sucumbe en un letargo que se hace funesto para los ciudadanos, y que arrastra consigo la ruina de las instituciones. No están reducidos a estos los vicios de la Constitución con respecto al ejecutivo. Rivaliza en entidad con los mencionados, la falta de responsabilidad de los secretarios del despacho. Haciéndola pesar exclusivamente sobre el jefe de la administración, se anula su efecto, sin consultar cuanto es posible la armonía y el sistema entre las partes; y se disminuyen igualmente los garantes de la observancia de la ley. Habrá más celo en su ejecución, cuando con la responsabilidad moral obre en los ministros, la que se les imponga. Habrá entonces más poderosos estímulos para propender al bien. El castigo que por desgracia se llegara a merecer, no sería el germen de mayores males, la causa de trastornos considerables y el origen de las revoluciones. La responsabilidad en el escogido del pueblo será siempre ilusoria, a no ser que voluntariamente se someta a ella, o que contra toda probabilidad carezca de medios para sobreponerse a la ley. Nunca, por otro lado, puede hacerse efectiva esta responsabilidad, no hallándose determinados los casos en que se incurre, ni definida la expiación.

Todos observan con asombro el contraste que presenta el ejecutivo, llevando en sí una superabundancia de fuerza al lado de una extrema flaqueza: no ha podido repeler la invasión exterior o contener los conatos sediciosos, sino revestido de la dictadura. La Constitución misma, convencida de su propia falta, se ha excedido en suplir con profusión las atribuciones que le había economizado con avaricia. De suerte que el Gobierno de Colombia es una fuente mezquina de salud, o un torrente devastador.

No se ha visto en nación alguna entronizada a tanta altura la facultad de juzgar como en Colombia. Considerándose el modo con que están constituidos entre nosotros los poderes, no puede decirse que las funciones del cuerpo político de una nación se reducen a querer y a ejecutar su voluntad. Se aumentó un tercer agente supremo, como si la facultad de decidir las leyes que convengan a los casos no fuese la principal incumbencia de la ejecución. Para que no influyese indebidamente en los encargados de decirlo, los dejaron del todo inconexos con el ejecutivo, que son por su naturaleza parte integrante; y a pesar de que se encargó a éste velar de continuo en la pronta y cumplida administración de justicia, se le cometió el encargo sin proveerle de medios para descubrir cuando fuese oportuna su intervención, ni declararle hasta qué punto pudiese extenderse. Aun la facultad de elegir, entre personas aptas, se le ha coartado.

No

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