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Albert Castillo

yxF3NIXxy3 de Diciembre de 2012

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Mar de Historias

El águila prisionera

CRISTINA PACHECO

Desde muy chico mi hermano Porfirio tuvo un sueño: irse de la casa, vivir lejos de nosotros, de la gente del pueblo que poco a poco, con la esperanza de alguna mejoría, fue llegando a lo que era un asentamiento desordenado y ahora es colonia. El día en que nos notificaron del cambio todos salimos a la calle con la esperanza de que algo a nuestro alrededor se hubiera mejorado, pero no, todo seguía igual que antes: construcciones a medio hacer, banquetas fracturadas, desperdicios regados por todas partes, baches y ese olor agridulce que emana de la basura cuando se pudre bajo los rayos del sol.Nuestra casa era idéntica a las otras de la cuadra pero se distinguía porque en el terraplén que aspirábamos a convertir en jardín crecía un pirú. A su sombra, bajo la lluvia intermitente de semillitas rojas, trabajaron la piedra mi abuelo, mi padre y luego mi hermano. De ellos, Porfirio heredó el nombre, las facciones, la estatura baja, las manos anchas y nudosas y el oficio de cantero. Lo único suyo era el sueño de irse. ¿Adónde?, le preguntaba yo asustada, presintiendo el abandono en que me quedaría cuando él se fuera. Lejos.Esa respuesta vaga, ilimitada, era para mí tan misteriosa como el mar que decoraba el calendario puesto en la pared de la cocina. Permaneció inmóvil, fuera del tiempo, el año en que Porfirio se fue. Por cortesía del carnicero o del responsable de la farmacia, cada año recibíamos nuevos almanaques, pero el adornado con un mar entre negro y azul jamás fue desplazado. Conservó para siempre las tres hojas correspondientes a los últimos meses de 1958 y en la de octubre una marca sobre el número 23, día en que acompañamos a mi hermano a la central camionera.Ajena a la presencia de otros viajeros y sus acompañantes, mi madre no ocultó su angustia, mi padre expresó en voz muy alta su contrariedad mientras que yo me refugié en un silencio que Porfirio interpretó como indiferencia propia de una niña 11 años menor que él.IIAquel 23 de octubre regresamos a la casa en silencio, bajo un cielo que amenazaba lluvia. Era domingo. Las reuniones familiares se desbordaban hasta la calle. Al olor agridulce de la basura se imponía el de los recaudos fritos y los tasajos puestos sobre las brasas. Los vecinos, al vernos pasar, nos saludaban con cierta timidez, avergonzados de su alegría dominical ante nuestra evidente tristeza. Los conocidos más cercanos les decían a mis padres a modo de consuelo: Al menos les queda la niña. A ver hasta cuándo. La respuesta de mi madre me resultaba tan misteriosa como el mar visto en el calendario.Al entrar en la casa mi padre se acercó al sitio en donde Porfirio acostumbraba trabajar. Aún me parece verlo deslizando la mano sobre el trozo de piedra que Porfirio apenas había empezado a desbastar. Debido al apresuramiento con que decidió su viaje, su intención de darle a esa piedra forma de águila quedó apenas en una sucesión de marcas que eran como heridas sobre el bloque negrís.Desde la cocina mi madre nos gritó que la comida estaba lista. Indiferente al llamado, mi padre siguió ordenando los cinceles, los marros, los punzones, los buriles y los pernos utilizados por mi hermano desde que comenzó su aprendizaje de cantero hasta que, al cabo de los años, alcanzó el dominio de un oficio que, al menos por el momento, no había quién heredara en mi familia.Después de ordenar la herramienta mi padre se puso a acariciarla con la ternura que no supo expresarle a mi hermano Porfirio antes de que él saltara al estribo del camión que iba a conducirlo al norte. Allí se detuvo un momento, con un pie en el aire. En ese breve tiempo tuve la esperanza de que él hubiera recapacitado y renunciara a su sueño de irse lejos. No lo hizo. Se impulsó y desapareció entre las filas de viajeros como si se lo hubiera tragado el mar del calendario.IIICon la ida de mi hermano se interrumpió el diálogo sostenido durante generaciones entre los hombres de la familia. Me resultaba incomprensible el que las mujeres tuviéramos prohibido ese oficio. Para explicarme la razón mi padre hablaba de las dificultades y los accidentes que Porfirio había tenido durante sus primeros años de cantero. El oficio es duro, no permite distracciones y quien las comete las paga con dolor y hasta con mutilaciones.Para demostrarme que no exageraba, mi padre me contó muchas veces la mañana en que Porfirio se golpeó el índice de la mano derecha con el marro. Para contener la sangre y evitar la infección lo único sensato era arrancar la uña de cuajo. El grito de Porfirio desgarró el aire en ese momento y después, cuando le envolvieron el índice indefenso con un capullo hecho a base de telarañas. A la mañana siguiente Porfirio pudo retomar su trabajo, pero jamás recuperó la uña completa. En su sitio brotó una especie de bordo, una ondulación que en la oscuridad de su piel asocio a las líneas que marcó sobre la piedra a la que pensaba darle forma de águila. Interrumpió su proyecto el viaje al norte.Porfirio cumplió su promesa de comunicarse con nosotros sólo a partir de que se estableció en Mission. Nos llamaba de vez en cuando los domingos. Apenas sonaba el teléfono mis padres corrían a contestar. Las conversaciones, de aquí para allá eran breves interrogatorios (¿Estás comiendo bien? ¿Cómo se portan tus patrones? ¿No piensas en volver?) y de allá para acá respuestas entrecortadas, rápidas que luego me transmitía mi madre.Al final de la comunicación me pasaban el auricular con la advertencia de que fuera breve. Los pocos segundos eran apenas suficientes para decirnos, él a mí: no dejes la escuela y yo a él: ¿cuándo vienes a tallar el águila? En cuanto colgábamos, la casa se llenaba de silencio hasta que al fin mi padre, a pesar de la contrariedad de mi madre, se iba al patio. Enseguida oíamos, cada vez más lento, el golpe del metal sobre la piedra. Sobre la extraña melodía iban cayendo, silenciosas, las semillitas rojas desprendidas del pirú.IVCon el tiempo perdimos la huella de mi hermano. No se enteró de la enfermedad de mi madre ni de la muerte repentina de mi padre. Tampoco llegó a saber de mi matrimonio ni de que vivo en la casa en donde los dos crecimos. No pierdo la esperanza de que algún día Porfirio vuelva a comunicarse. Le diré que tiene que volver. En la familia sólo él puede liberar el águila que dejó prisionera en la piedra negrís sobre la que sigue derramándose puntual el llanto rojo del pirú.

Mar de Historias.Para sobrevivir

CRISTINA PACHECO

Hará como 10 años que a mi hermano y a mí empezaron a llamarnos Correcaminos y Buitre. Hasta la fecha, si usted viene por acá y pregunta por Salvador y Pedro Vélez Santiago le van a decir que en esta vecindad no viven personas con esos nombres. Estamos aquí desde el 94, dos años después de que murió mi madre. Siempre hemos ocupado esta vivienda. En aquel tiempo no estaba terminada. A mi padre, y mucho menos a Chava y a mí, nos tuvo sin cuidado que faltaran los vidrios en las ventanas, que el wáter estuviera nada más sobrepuesto en el piso y en vez de apagadores y focos hubiera cables pelones.Como animales perseguidos, sólo buscábamos un refugio en donde nadie se sintiera obligado a mostrarnos lástima por la viudez de mi padre, por nuestra orfandad y aun menos con derecho a decirnos qué hacer. El día en que entramos aquí Chava y yo nos tiramos a dormir en el patio y mi padre se fue derecho al baño. Allí permaneció horas. Nada de eso hubiéramos podido hacerlo en la casa de mi abuela paterna: Regina. Estuvimos viviendo con ella algún tiempo. Le agradecemos el favor, pero no se lo deseo a nadie. Se la pasaba diciéndole a mi padre que el lugar de mi mamá no debía ocuparlo ninguna otra mujer. Para mi abuela, sola desde los cuarenta y tantos años, la viudez significa una prueba divina para llegar a la santidad.A mi hermano y a mí a cada rato nos leía la cartilla. Ya estudiarán después. Ahorita lo que importa es que aprendan a trabajar para que el día en que Dios llame a cuentas a su padre ustedes sepan cómo sostenerse y no dependan de nadie. Los peores momentos eran cuando nos decía: Todas las noches hagan su examen de conciencia y pídanle perdón a su madre por las faltas que le hayan cometido. Ella desde el cielo sabrá perdonarlos.¿No le parece increíble que alguien pueda decirle eso a dos chamacos sin darse cuenta del daño que les hace? En cuanto empezaba a oscurecer, mi hermano Chava y yo sentíamos miedo y veíamos la noche como el camino hacia una sala de interrogatorios. Asustados, procurábamos acordarnos de cuantas cosas malas le habíamos hecho a mi mamá. Casi siempre terminábamos riendo, como ella lo hacía después de fingir enojo por alguna travesura nuestra. Pero aún así nos hincábamos a pedirle perdón. ¿De qué? De haber hecho todas las cosas que hacen los niños: escaparse de la escuela, sacarse los mocos con el dedo, jalarse el pipí.IIMi padre estaba completamente dominado por mi abuela Regina, y cuando sentía que él iba a rebelarse, lo frenaba mencionándole lo mucho que ella había sufrido cuando él –su único hijo– se casó y decidió instalarse con mi madre en los dos cuartos que alquiló en Cuautepec el Alto. Allí nacimos y crecimos mi hermano y yo; allí habríamos seguido si mi madre no hubiera muerto. Enseguida mi abuela convenció a mi padre de que nos fuéramos a vivir con ella para compensarla por sus años de soledad.En su casa mi abuela le facilitó a mi padre un cuartito para que montara su taller de zapatero. Quedaba frente a la cocina, de modo que mi abuela podía inspeccionar a los clientes.Cuando era alguna mujer joven, de inmediato iba al taller con el pretexto de ordenar las hormas y los tintes.A Chava y a mí no podía vigilarnos igual. Desde temprano nos íbamos a los

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