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Arte contemporáneo y fabricación de lo inauténtico

hsalvenDocumentos de Investigación26 de Marzo de 2017

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Arte contemporáneo y fabricación de lo inauténtico

Nathalie Heinich[1]

No existe autenticidad sin un procedimiento de autentificación, prueba y, correlativamente, recelo en cuanto al carácter “fabricado” de esta autenticidad: ya sea que se trate de una “fabricación” a través de un engaño acerca del propio objeto, en sentido goffmaniano, o de una “construcción” del estatus del objeto por los actores sociales, en el sentido de la sociología constructivista.

Al exigir pruebas (pedigrí), indicios (pátina), actos (clasificación, atribuciones) y marcos (museos, relicarios), la autenticidad es, paradójicamente, tanto más sospechosa, frágil, dudosa, cuanto es probada, significada, expresada, organizada, enmarcada: todas ellas formas de “construcción social” que, aunque menos radicalmente destructivas que las “fabricaciones” en sentido fuerte, solamente pueden arrojar sospechas, debido a que para funcionar la noción de autenticidad exige cierta forma de inocencia, de transparencia y de inmediatez. Es decir que es un terreno ideal para el investigador en ciencias sociales que, desde una perspectiva constructivista, tenderá a establecer que no es una cualidad substancial, perteneciente al objeto, sino un efecto de la mirada que se posa sobre él.

        Las obras de arte son un excelente laboratorio para la cuestión de la autenticidad: son, en efecto, el lugar por excelencia de la prueba de la autenticidad de los objetos, que busca establecer, confirmar o invalidar la realidad y la continuidad del nexo entre el objeto creado y la persona de su creador.

        También el asunto de los falsos en el arte ha producido reflexiones fundamentales que proporcionan la matriz de una posible conceptualización de la autenticidad. Por ejemplo, en un artículo[2] sobre “Lo verdadero, lo auténtico y lo falso” Lucien Stephan desarrolla la idea de que “un diagnóstico de autenticidad es inseparable de una atribución. No hay obras auténticas o falsas en si, sino solamente bajo la condición de una atribución determinada”. Así pone en evidencia el nexo entre los dos sentidos de “autentificar”, es decir “volver autentico”, por una parte, y “reconocer como auténtico” por otra: nexo que expresa el verbo –poco usado- “autenticar”. La atribución es el acto que, al reconocer la autenticidad (en el plano cognitivo y descriptito), la produce (en el plano performativo y nominativo).

        Igualmente, en una obra colectiva[3] consagrada a los falsos en pintura –particularmente el caso Van Meegeren, el falsificador de Vermeer, se proponen reflexiones que remiten a problemáticas fundamentales no solamente para las ciencias sociales, sino también para las filosofía contemporánea: Nelson Goodman, en un artículo de Art and Authenticity desarrolla su ahora famosa distinción entre artes autográficas y artes alograficas, que se articula alrededor de la posibilidad del falso, mientras que Alfred Lessing demuestra, en What’s Wrong whit a Forgery?, que el valor estético no basta para rendir cuenta del falso, que depende ante todo de la moral y del derecho, y eso únicamente en cuanto a las actividades de creación, excluyendo las actividades de reproducción.

        Además, la reflexión de Luis J. Prieto[4] sobre “el mito del original” remite a la cuestión de la identidad, y a la necesaria distinción entre “identidad específica” e “identidad numérica”, al mostrar que el peritaje, que tiene el objetivo de establecer la identidad numérica (de un objeto), sólo puede hacerlo a partir de criterios que permiten cernir la identidad específica (el conjunto de sus características).

        A esta afinidad particular de las obras de arte con la cuestión de la autenticidad, el arte contemporáneo agrega una dimensión suplementaria: la experiencia inédita de un retorno positivo de la inautenticidad como criterio de calidad. Vamos a ver que ese juego con la autenticidad exige, de parte de los artistas, una habilidad muy particular, y de parte de los especialistas en arte, una igualmente inédita capacidad para desplazarse entre los nuevos criterios de excelencia artística y las exigencias de autenticidad propias del sentido común. Podremos verificar al mismo tiempo, una vez más, hasta qué punto el arte contemporáneo consiste en un verdadero laboratorio sociológico, que pone en evidencia, a través de la negativa, los criterios fundamentales de los valores que solicita, en este caso la autenticidad.

La autenticidad sometida a la prueba de la modernidad

Para comprender el reto que significa el arte contemporáneo ante la cuestión de la autenticidad, tenemos primero que volvernos hacia la situación de ésta en la modernidad: una modernidad que podemos fechar, en materia artística, a partir de la emergencia de una definición “vocacional” de la excelencia, ya sea después de la primera mitad del siglo XIX, por lo que toca a los actores a los que esto concierne directamente, y el transcurso del siglo XX en lo que se refiere al público.

        Los historiadores han demostrado el carácter tardío de la emergencia de una exigencia de autenticidad, verificable a través del desarrollo de diversas operaciones de autentificación: Francis Haskell[5] lo demostró a propósito de estatuas antiguas del siglo XVIII, Carlo Ginsburg[6] a propósito del auge del atribucionismo en arte en el transcurso del siglo XX. Pero paralelamente se desarrolla una exigencia de autenticidad no ya sobre los objetos y su atribución a un autor, sino sobre las personas, dicho de otro modo sobre las cualidades del propio autor: Charles Taylor[7] puso de relieve, a partir de autores del siglo XVIII, el ascenso de una “cultura de la autenticidad”, correlativa de una “crisis de la modernidad”, mientras que Roland Mortier[8] estableció, en un plano más específicamente estético, la genealogía de una exigencia de originalidad en el mundo culto, sin la cual no puede concebirse la noción de autenticidad en su doble dimensión de atribución de los objetos a un autor y de atribución al autor de cualidades susceptibles de hacer de él algo más que un simple fabricante –habiendo sido analisadas por Michel Foucault esas operaciones de construcción del autor como tal en un célebre artículo[9].

        Entonces vamos a ver desarrollarse, en el transcurso del siglo XIX, una nueva concepción de artista, marcada por altas expectativas acerca de la calidad de su persona y no nada más sobre su talento: calidad que garantizaría en su obra la presencia de esos tres grandes criterios de la autenticidad artística moderna que son la interioridad, la originalidad y la universalidad, sin las cuales no hay singularidad que se sostenga. Con esta condición hasta la más descalificante de las singularidades –como la locura- se vuelve positivamente un recurso último del creador auténticamente inspirado: figura rigurosamente moderna que se impuso poco a poco ante el gran público alrededor de la personalidad de Van Gogh.

        Pero paralelamente a esta construcción moderna de autenticidad de la persona del artista, asistimos a la deconstrucción progresiva de o los cánones de la representación pictórica a finales del siglo XIX, a partir del movimiento impresionista: reconstrucción que trae consigo, lo sabemos, muchas reacciones de rechazo. Sin embargo éstas no conciernen únicamente las obras, consideradas como inconvenientes o mal ejecutadas, sino también a la personalidad de sus autores, estigmatizados como insinceros, provocadores o perezosos, o sea “gandules”. Bajo esta perspectiva se puede comprender la aparición de inocentadas artísticas, como la que organizó Roland Dorgelès con aquel célebre lienzo expuesto en el Salón de los Independientes en 1910 firmado por “Boronali” –anagrama de “Aliboron”, el que cree saberlo todo-, y realizada por la cola empapada en pintura de un asno[10].

        Al unir la admiración estética a un objeto carente de un verdadero autor, es decir de toda intencionalidad artística y de toda sinceridad, la inocentada, real o ficticia (este último caso aparece en la hipótesis de la inocentada, que permite anticiparla al invertir el papel del engañado), arroja una duda sobre la autenticidad de las intenciones del autor de la obra, sospechosas de no respetuosas de los valores artísticos, e incluso hostiles al público. Así constituye una defensa –agresiva- contra la agresión ejercida por una proposición cuyo estatus es aún demasiado singular para que sea integrada a la categoría de las obras de arte sin menoscabo de la definición consensual de esta categoría. La inocentada es, pues, un juego –serio- acerca de la autenticidad artística, destinada a mantener la integridad de las fronteras mentales o materiales del arte: fronteras de sentido común que las obras de arte moderno y contemporáneo tienen por característica poner a prueba, permitiendo así al público poner en práctica, en revancha, esas sorprendentes capacidades inventivas que forman la cultura moderna de la inocentada.

        Esta  imputación de la autenticidad de una obra de arte moderno, en el sentido ya no de su atribución a un autor sino de su pertenencia al arte –dicho de otro modo, de su calidad de obra “auténticamente” artística- también se manifestó, más o menos por la misma época, bajo una forma no lúdica sino más bien muy seria, puesto que se trató de un impuesto aduanal que acabó en un juicio: aquel que el escultor Constantin Brancusi interpuso en 1927 contra el Estado Norteamericano, que había querido gravar la importación de su escultura El Pájaro como objeto industrial y no como obra de arte. Ese juicio evidencia ejemplarmente los criterios de sentido común que prevalecían en aquella época para definir lo que debía ser una “auténtica” obra de arte: criterios que podía parecer contradecir la forma inédita de una escultura abstracta, que escapaba a las expectativas tradicionales de la figuración. Esos criterios mezclaban estrechamente las características del objeto creado y las de la persona del creador, ya que los puntos de litigio tocaban no solamente al parecido del objeto con su presunto referente, sino también el estatus profesional de su creador y su reconocimiento por parte de autoridades competentes, su sinceridad al momento de la creación de la obra, así como la cuestión de saber si el objeto era un original o una réplica, y si había sido concebido y ejecutado por el propio artista en sus fases de realización y fundido.

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