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El arte contemporáneo ensayo.


Enviado por   •  11 de Febrero de 2017  •  Ensayos  •  4.804 Palabras (20 Páginas)  •  183 Visitas

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Mi punto de vista es el del escritor que busca inspiración, estímulo, procedimientos y temas en la pintura. Es decir, un personaje clásico, casi convencional, y casi inevitable. Un comienzo posible de la historia de la literatura, en todo caso un mito de origen, sería el del primer poema, el primer relato, como descripción o interpretación fabulosa de un dibujo o una estatua. Contarles a los amigos o a los vecinos de caverna cómo cacé un bisonte es un simple acto de comunicación, al que la lengua es puramente funcional; pero contarles la historia que sugieren esos bisontes y cazadores pintados en la pared… eso bien podría ser un anticipo de literatura. La mediación de las imágenes impone una distancia, y la distancia crea un espacio, en el que las palabras pueden resonar y multiplicar su expresión más allá de lo utilitario. Como mito de origen es bastante dudoso, y de todos modos ya no estamos en el origen; quizás estamos en el final. Salvo que en nuestro oficio el final, o la finalidad, consiste en llegar al origen. Y cualquier origen es bueno, si sirve. Por mi parte, encabalgado en esta épica personal y dudosa de las mediaciones, he encontrado en las derivas del Arte Contemporáneo una fuente incomparable e inagotable de fantaseos productivos, y eso desde la primera infección, que tiene fecha. Fue en el año 1967, cuando compré en una librería de Buenos Aires el libro Marchand du Sel, primera compilación de los escritos de Marcel Duchamp hecha por Michel Sanouillet. Ese libro, publicado en 1959 por las ediciones Le Terrain Vague de Erik Losfeld, traía un desplegable transparente en el que estaba fotografiado el Gran Vidrio, y se ha vuelto un valioso objeto de colección — tanto que tuve que comprarme una reedición de bolsillo para no seguir manoseándolo y poder mantenerlo en buen estado por si alguna vez quiero venderlo. De la preciosa primera edición al descartable ejemplar barato, el contenido de un libro, con toda su carga de calidad e información, puede trasladarse sin pérdida. A diferencia de la imagen, la palabra escrita no necesitó de los avances técnicos para llegar a la reproducción perfecta de sí misma. Pero ahí interviene el fetichismo, que es la superación dialéctica de la reproducción. Y es por un fetichismo sentimental o autobiográfico que no pienso vender, por ahora, mi Marchand du Sel. A los dieciocho años que tenía cuando lo compré, yo quería ser escritor; quería escribir novelas como las que me habían acompañado desde la infancia, opinar sobre mis colegas, teclear la máquina de escribir hasta gastarme los dedos, decir cosas inteligentes, importantes, ser poeta, ensayista, ganar el Premio Nobel; además, y como si todo esto fuera poco, todavía me sentía a tiempo de llegar a ser Rimbaud. Pero el hechizo de Duchamp, esa especie de fascinación fría de la que él tenía el secreto, interrumpió para siempre estos planes. Fue una intuición sin formas definidas, pero imposible de ignorar. La indefinición que la rodeaba la hacía más irresistible. Me ha llevado estos cuarenta años empezar a vislumbrar lo que había detrás de esa ensoñación adolescente, y sigo sin saber si fue exactamente lo que me propuse, o si puede haber algo exacto en el asunto, o si importa entenderlo. Creo que lo que se me reveló, a través de aquel desplegable transparente, fue la inutilidad de escribir libros, aun amándolos como yo los amaba, o precisamente porque los amaba. Había llegado la hora de hacer otra cosa. Esa otra cosa (que por lo demás ya estaba hecha y la había hecho Duchamp) fue lo que hice en definitiva, usando el disfraz de escritor para no tener que explicarme: escribir las notas al pie, las instrucciones imaginarias o burlonas, pero coherentes y sistemáticas, para ciertos mecanismos inventados por mí, que hicieran funcionar a la realidad a mi favor. Este programa era anti discursivo sin dejar de ser locuaz. Satisfacía a la vez el gusto por el secreto y el disgusto por el silencio oportunista, me evitaba hablar, explicar, interpretar, opinar, instruir, comunicar, pero no escribir, en tanto sacaba a la escritura del campo de la cháchara del sabelotodo y la ponía en la longitud de onda de los juegos de la inteligencia y la invención, por donde había pasado Duchamp y donde pasaba su copiosa estela, que poco después empezaría a llamarse Arte Contemporáneo. Estos antecedentes seguramente permiten adivinar que soy lector asiduo y suscriptor de las revistas que transmiten las novedades del arte, Artforum, en primer lugar (mi colección de Artforum se remonta a los años setenta), Art in America, Flash Art, Frieze, Art Press… Y empiezo justamente por las revistas, por un hecho que he notado, que muchos habrán notado, y que se hace más notorio año tras año, cual es que estas revistas, cada vez mejor impresas, con reproducciones fotográficas siempre más perfectas, tienen una oferta visual cada vez más pobre y desalentadora. Llega Artforum, y la primera hojeada impaciente muestra fotos de salas oscuras con pantallas en las que hay algunas imágenes borrosas, galerías vacías, una señora sentada a una mesa, ropa colgada de percheros, tomas de videos en los que apenas se discierne algo que podría ser follaje o nubes o un charco, un cuarto con unos tablones tirados en el suelo o apoyados contra las paredes, una instantánea de una familia en la playa, un coctel, una oficina… Es posible llegar a la última página sin haber encontrado nada que hable visualmente por sí mismo. Se hace necesario volver al principio y leer con atención, para descubrir a qué estaban haciendo referencia esas fotos decepcionantes; y una vez informado, uno reconoce que eran la mejor documentación que había podido lograrse de obras de arte que bien pueden ser innovadoras, inteligentes, valiosas, pero que se empeñan en una obstinada voluntad de no dejarse fotografiar. Dejemos de lado por el momento la crítica usual del Enemigo del Arte Contemporáneo, que diría que estos farsantes que hoy se están haciendo pasar por artistas dependen de un discurso justificativo para hacer valer las tonterías que fabrican. Pensemos más bien en la lógica e historia de la reproducción —sin entrar en la cuestión filosófica del «aura», que a mí personalmente nunca me convenció mucho. La obra de arte siempre llevó implícita su propia reproducción. Al proponerse a la percepción y la memoria, es inevitable que desprendan fantasmas en el tiempo y el espacio. En ese sentido la obra de arte es apenas el modelo de sus reproducciones, y casi nada más (el resto es un objeto de prestigio, sujeto a todos los accidentes y manipulaciones de un objeto cualquiera). Pero además la reproducción concreta y tangible siempre ha acompañado a la obra de arte. Los griegos reproducían las estatuas (y recuerdo la sorpresa que me llevé al leer en el libro de Kenneth Clark que los originales eran en bronce, y el mármol se usaba para las copias; siempre había pensado que era al revés). La prehistoria de la reproducción fue la copia, que se hacían trabajosamente una a una. Pero ya en esa prehistoria estaban también los moldes y vaciados, de los que la impresión es una forma bidimensional. Con la fotografía la reproducción de la obra de arte llegó a un estadio que se diría definitivo, y ya sólo admitía perfeccionamientos. Aunque hay que observar que esos perfeccionamientos no siempre sirven. Federico Zeri decía que en sus estudios e investigaciones él no usaba sino fotografías en blanco y negro, y no sólo por la pobreza del color químico sino por cuestiones de estructura formal. Quizás habría que revisar la historia de la grisaille como mnemotécnica. A partir de cierto momento, el momento del Arte Contemporáneo precisamente, es como si se hubiera entablado una carrera entre la obra de arte y la posibilidad técnica de su reproducción. Y quizás esta carrera, esta huida hacia adelante, es la que está dictando la forma que toma la obra de arte. La obra de arte contemporánea se hurta a la reproducción técnica en la misma medida en que ésta avanza y se perfecciona. La obra se vuelve obra de arte, hoy, en tanto se adelanta un paso a la posibilidad de su reproducción… Un avatar elocuente de esta carrera fueron las instalaciones, hoy ya un tanto pasadas de moda pero cuya marca se extendió más allá de su formato propiamente dicho. La fotografía da una idea sólo parcial de la instalación, y hasta algo menos que parcial, ya que la pone en el mismo plano de las ilustraciones de una revista de decoración de interiores. En su mecanismo de entrada, recorrido y salida, las instalaciones burlan a la reproducción de una manera insidiosa, son una trampa no sólo para incautos. En su comentario a una instalación de Beuys, David Sylvester indicaba cuál era exactamente el sitio donde debía colocarse el espectador para sacar el mayor provecho de la apreciación estética y emocional de la obra. Un crítico tan perceptivo como Sylvester pero formado en el estudio y goce de la pintura, malentendía por completo el formato «instalación», al rescatar la posibilidad de su reproducción, marcando el sitio donde debía colocarse el objetivo de la cámara. Es cierto, en efecto, que lo que podría llamarse «tecnología de reproducción» (o de reproducción representación-documentación) se ha ido perfeccionando en estas últimas décadas, incorporando el movimiento, el sonido, y, con la digitalización, la posibilidad de comprimir enormes cantidades de información en un mínimo espacio. Pero ese perfeccionamiento responde, y quizás obedece, a pasos previos del Arte Contemporáneo que incorporan el movimiento, el sonido, el tiempo en todas sus alteraciones, la información enciclopédica. El Artista Contemporáneo sigue adelantándose, sigue un paso adelante, y pone su ingenio e inventiva en conseguir que su obra contenga un aspecto, un costado, una punta, que siga oculta aun a la más novedosa y exhaustiva técnica de reproducción. De modo que las revistas de arte, si quieran estar verdaderamente al día, tendrán que seguir siendo visualmente decepcionantes, pues sus ilustraciones tendrán que quedar justo un momento antes de poder dar una idea cabal de la obra. Ese faltante, pequeño o grande, en la reproducción (y sigo refiriéndome a las fotos que ilustran mis revistas de arte), esa reproducción programáticamente imperfecta, sugiere otra obra; el punto irreproducible está ahí para generar no exactamente una obra distinta, sino una historia distinta. Veo, en un artículo sobre la producción reciente de un joven artista, la foto de un montón de arena en el piso. ¿Cuál es la obra? Puede ser arena del Sinaí transportada a un museo de Alaska, o la idea es que los espectadores la desparramen, o se sienten encima, o se lleven un granito cada uno, o puede estar tapando una escultura de Brancusi… No se puede fotografiar un concepto. Pero al texto que lo explicara también le faltaría algo, y algo fundamental: le faltaría esa constelación de historias posibles que planea sobre la foto desnuda. Y a la combinación de foto y texto, en una desmultiplicación paradójica, le faltaría más todavía. Lo que quiero decir es que en esta carrera que han emprendido, la obra y su reproducción se persiguen tan de cerca que llegan a confundirse. La reproducción misma se vuelve obra de arte, o, más precisamente, arte sin obra. «Sueño no soñado», dijo De Chirico. Sueño no soñado todavía, latente, sin la prepotencia de lo realizado. El arte se vuelve un juego ligeramente fantástico con el tiempo: es la documentación de algo que fue, y a la vez promesa de algo que será. Nonato y póstumo. Quizás la obra de arte siempre fue eso, un ente de existencia precaria o ambigua, suspendido entre el antes y el después, subserviente de un guión que oculta como un secreto su belleza y su encanto. Después de todo, tenemos motivo para que nos parezca un tanto mezquina la existencia concreta de las obras de arte, con su prestigio para semicultos, anzuelo de turistas o millonarios, su inmovilidad desdeñosa, su arrogancia de objetos caros. Esa repetida pregunta, «Qué salvaría usted de un incendio en el Louvre», o en el Prado o en el Moma, ¿no está revelando, por repetida y clásica, el gusto que nos daría ver a esas venerables instituciones envueltas en llamas, y sacarnos de encima por fin ese cotillón de fruslerías? Si la carrera entre la obra de arte y la reproducción siempre la va a ganar la obra, y la va a ganar, merced al avance de las tecnologías de reproducción, por una ventaja cada vez menor, estamos ante una nueva versión de la competencia de Aquiles y la tortuga. Pero la reproducción se vuelve obra, y la obra reproducción, cuando ambas comprenden que lo que importa es la historia, el guión de la fábula, que mueve a ambas. Habría que hablar de «reproducción ampliada», ya no ampliada sobre la línea del perfeccionamiento técnico, sino ampliada en todas las direcciones, o mejor, en todas las dimensiones, aun las heterogéneas. Y eso vendría a ser la literatura, al menos como la entiendo yo, o la vengo entendiendo desde el año 1967. La literatura como «reproducción ampliada», en todas las direcciones de un continuo multidimensional, de una obra de arte en la que hubiera dejado de ser importante, o pertinente, que exista o no. Esta historia que he construido alrededor del Arte Contemporáneo podría aplicarse a cualquier época. Quizás siempre la obra de arte se las arregló para que ninguna reproducción la representara enteramente. Habría que pensar en un concepto ampliado del «aura», que incluyera el relato del que surge la obra. La realidad concreta de la obra estaría conformada por la obra misma y el tiempo que envolvió su concepción y ejecución, entendiendo por este tiempo el transcurrir histórico, en el que cada uno de sus puntos es único e irrepetible, y por ello irreproducible. De ahí que nadie le dé mucho crédito al consejo banal de apreciar la obra de arte sólo por sus valores plásticos, independientemente de los saberes o asociaciones que la envuelven. Ni el formalista más dogmático, el que cuelga el cuadro patas arriba para concentrarse en el juego de las formas y colores, puede desentenderse de un relato u otro. (Richard Wilhelm ha escrito de un modo muy iluminador sobre el tema.) Pero fue en las últimas décadas, con el advenimiento de medios técnicos de reproducción cada vez más perfeccionados, que salió a luz este secreto tan visiblemente guardado del arte. Mantener un quantum de irreproducibilidad se volvió la tarea que indicó la dirección en que se debía ir. Eso hizo que el Arte Contemporáneo fuera, sea, un arte de formatos, una épica de formatos en fuga. Un ejercicio con el que he fantaseado a veces es el de interpolar a artistas del pasado en la candente actualidad del Arte Contemporáneo. No como mero juego contrafactual sino para detectar ese plus de realidad oculta en su obra. En efecto, un artista de, digamos el Renacimiento, estaba limitado en sus formatos (la pintura, el dibujo, la escultura). Dentro de esta limitación, algunos pudieron dejar la huella de su Boite Verte, y es esa huella la que los mantiene vivos para nosotros. La erudición saca a luz estos mecanismos cuando adopta un cierto ritmo o impulso novelesco. En términos prácticos, cuando se puede escribir sobre ellos en tiempo pasado y no en el presente en el que se describen los cuadros. Doy un solo ejemplo, tomado de un artículo de Mario Praz sobre Poussin: [Poussin] recurría a un método por demás sorprendente. Primero hacía un esbozo en lápiz y bistre del cuadro que se proponía pintar, después modelaba en cera todas sus figuras, en sus actitudes exactas, primero desnudas, después vestidas tal como debían aparecer, los vestidos hechos de tela o papel; del mismo modo modelaba en cera los edificios y otros objetos; por fin, construía alrededor de esta especie de presepio una caja con aberturas tales que dejaran pasar la luz tal como debía haberla en el sitio donde sucedía la escena pintada. Este método no dejaba nada librado al azar. Pero servía no sólo al fin práctico de asegurarle unidad y coherencia al cuadro; con él Poussin satisfacía sus fuertes instintos táctiles al modelar realmente sus figuras, y al mismo tiempo, al tenerlas ante sí, a la vez tan claras y tan remotas, como sucede con los modelos en miniatura de tipo presepio, atesoraba en la vista una impresión que se trasladaba a la apariencia alucinatoria del cuadro terminado. El encanto de los cuadros de Poussin está en hallarse imbuidos con el recuerdo de una experiencia táctil, y en bañarse por siempre en la luz extraña, casi de acuario, de un presepio. Poussin había visto realmente, con los ojos de su cara, no sólo con los de la mente, la escena romana, griega o bíblica que estaba pintando; había visto todos sus detalles, como fueron en el momento en que el hecho histórico tuvo lugar; en cierto modo había tocado los cuerpos y los vestidos de los personajes. Este método era casi el de una reconstrucción arqueológica; pero la mente que lo diseñó, aunque estuviera creyendo que sólo satisfacía requerimiento de naturaleza erudita y científica, en realidad estaba cediendo a la más extraña de las nostalgias metafísicas: se drogaba con método y técnica para soñar mejor. (Mario Praz, «Milton and Poussin».) Esto huele intensamente a Arte Contemporáneo. No por el hecho de fabricar un diorama, cosa que se habrá hecho siempre, sino por esa migración de medios, entre escultura, pintura, juguete, miniatura, ceremonia, ritual. El cuadro pintado al fin no es sino el testimonio visible de una loca máquina soltera que se desplaza dentro de la actividad del artista. El cuadro de Poussin, en su factura exquisita, en su intemporalidad de museo, es el documento, escrito en clave, de una historia de experiencia, nostalgia, alucinación, en la que también actúan Mario Praz, Daniel Arasse y otros. Antes de todo esto habría que preguntarse si es realmente necesario reproducir las obras de arte, en esas revistas que yo espero con tanta avidez, o en cualquier otro medio. Porque durante siglos los cuadros y las estatuas esperaron en su sitio a que los fuéramos a ver. Se comportaban como los fantasmas, que sólo hablan cuando se les dirige la palabra, y son eminentemente sedentarios, sedentarios más allá de la muerte. Y lo hacían así porque contaban con el tiempo para el que habían sido hechos, y podían esperar. El Arte Contemporáneo, al quererse contemporáneo, ha anulado el tiempo comprimiéndolo al presente, y debe estar en todas partes al mismo tiempo. Así es como se echa a andar la máquina: se hace necesario reproducir, el artista responde con su propia necesidad de ocultarle algo a la reproducción, la reproducción se perfecciona para que no se le oculte nada… Y esa carrera, precipitándose sobre el instante presente, recibe con justicia el nombre de «Contemporáneo». En esta situación, la revista remplaza con ventaja al libro; el libro tenía su razón de ser en el tiempo, que imponía sus jerarquías. La revista medra en la des jerarquización de lo instantáneo. Los viejos libros de arte, hasta Berenson, eran guías del viajero, que prometían, por lo general en la retórica sugerente del prospecto turístico, visiones reales de monumentos anclados en el espacio-tiempo. Las revistas, hoy, lo mismo que los catálogos de exposiciones (que, sintomáticamente, no se reeditan), tienden en presente una red de transmisión de un mundo de arte desprendido del tiempo. Y es una transmisión exigente, que busca ser cada vez más completa; esta exigencia se vuelve en contra de sí misma, al transmitirse a los artistas, que se harán un deber de crear algo con una punta u otra que deje incompleta la reproducción. Y no sólo la reproducción fotográfica o en video, sino también su complemento escrito, firmado por la Rosalind Krauss o el Arthur Danto de turno. Estoy lejos de subestimar la capacidad de los Rosalind Krauss o Arthur Danto. Al contrario, estoy seguro de que si se lo proponen pueden desentrañar a fondo los secretos de una obra, de lo que han dado buenas pruebas. Pero ahí está justamente su limitación: entre los secretos de una obra hay uno, el más importante, que no está en la obra y es inaccesible desde el plano específico donde sucede la obra. Porque la obra está hecha, y entonces todo lo que se refiera a ella pertenecerá a alguna forma de pasado, a lo cierto y cerrado. Bastaría con eliminar los cuadros de Poussin, dejando a Poussin, para ver asomar la dimensión de lo no-hecho, en la que creo que está el secreto utópico del Arte Contemporáneo. Incorporar el no-hecho a lo hecho es la tarea que parece haberse asignado algunos artistas, desde el momento en que la saga del Modernismo se dio a sí misma por terminada. Lo hecho, los libros existentes, los cuadros, las esculturas, los videos, etcétera, por la razón de haber sido hechos, son productos, y como tales objetos del mercado. Lo malo de lo cual es que para funcionar en el mercado deben transportar valores ya establecidos y confirmados, traicionando la misión última del arte que es crear y poner en circulación valores nuevos. Pero lo hecho sigue y seguirá siendo el soporte necesario de lo no hecho, que se aloja en su materia como un relato secreto. La literatura, o la literatura como yo la entiendo y practico, podría ser el puente de plata tendido entre lo hecho y lo no hecho, que establecen entre sí una misteriosa y sugerente asimetría. Otro enfoque para este mismo asunto es el de los nombres. Alguna vez habría que hacer, si es que no está hecha ya, la historia, o la enciclopedia, de los nombres de los movimientos artísticos. Es una historia que en su forma explícita duró más o menos un siglo. Empezó con los impresionistas, nombre que, tal como pasaría con otros después, como el cubismo o el fauvismo, nació como crítica o burla. Otros fueron nombres programáticos, como el futurismo, otros provocadores, como dada, descriptivos como expresionismo. Abstractos, geográficos, como la Escuela de París, siglas, como Cobra. En la década de 1960 hubo una aceleración explosiva; los nombres, y lo que designaban los nombres, proliferaron: pop, op, minimalismo, conceptual, land art, foto realismo, arte povera, y cien más. Como toda explosión en forma, dejó la tierra arrasada; en adelante ya no hubo nombres; los pocos que se propusieron después, como pattern painting, o bad painting, o Die Neue Wilden (los nuevos fauves) (todos en los setenta), o la transvanguardia, fueron fugaces y limitados. Se había clausurado el carnaval de los nombres; apenas si quedaba como errata anteponerle un «neo» o «post» a algún viejo nombre. No debería haber sido un problema: el arte podía haber seguido funcionando sin nombres, como lo había hecho antes durante siglos. Salvo que las grandes casas de remates de obras de arte necesitaban un nombre para anunciar sus ventas y poner en la tapa de sus catálogos, y entonces, por un consenso entre ellas, se decidió darle un nombre convencional a todo lo que, sin entrar en alguna de las categorías remanentes, hubiera sido producido después de 1970. El nombre que eligieron, sin exprimirse mucho el cerebro y con escasa visión de futuro, fue el de Arte Contemporáneo. Un nombre perfectamente absurdo, ni descriptivo ni provocativo ni geográfico, de una neutralidad apabullante, casi paródica. Pero, curiosamente, el nombre prendió, y quedó, y por su permanencia misma, que ya de por sí es paradójica, ha empezado a tomar sentido; entre otras cosas, o principalmente, porque lo que designa, aun en su enorme variedad, tiene rasgos comunes, una cierta atmósfera común, que es la de la coincidencia en un momento histórico que reniega lúdicamente de la Historia para desplegarse como un presente permanente. Dicen que el concepto de «arte» nació en el siglo XVIII. Nadie ha terminado de ponerse de acuerdo en la descripción de ese concepto. A mi juicio, sería una restricción, mediante la cual se aísla la pequeña parte activa de lo que antes, o siempre, se ha llamado «arte», y a todo lo demás lo relega a la categoría de artesanía. Esta, la artesanía, debe hacerse bien (de modo que pueda aceptarse, apreciarse y venderse). Para hacerla bien es preciso hacerla como se la hizo siempre, ajustándose a un canon que sólo admite variaciones, y éstas dentro de márgenes aceptados. El arte en cambio no es arte si se lo hace bien (es decir si se somete a los valores ya establecidos). Al arte no es necesario hacerlo bien —y es una lamentable pérdida de tiempo, en la que suelen incurrir los jóvenes, esforzarse en ese sentido. Si es arte, o para que sea arte, debe crear valores nuevos; no necesita ser bueno, al contrario: si se lo puede calificar de bueno es porque está obedeciendo a parámetros de calidad ya fijados, y se lo puede poner entonces, según este novedoso concepto dieciochesco reinterpretado por mí, en el rubro de la «artesanía». Yo atrasaría la fecha del comienzo hasta el momento en que empezó a haber nombres para las escuelas o movimientos, es decir hasta el impresionismo, o sus «precursores», en el sentido borgeano. Es entonces, cuando toma conciencia de sí, que se vuelve creación de valores, o, en términos menos portentosos, creador de parámetros de gusto. El tiempo, el tiempo histórico, empieza a participar en el juego. Es lo que hemos acordado en llamar Modernismo o Modernidad: una teleología apuntada al futuro, que tuvo su figura más ruidosa en las vanguardias. Este proceso culminó en la década de 1960, y entonces cesó. El Arte Contemporáneo podría ser la realización de la teleología del modernismo. Ya no se asume como heraldo del futuro, del devenir futuro del tiempo, sino como realización lisa y llana en el presente. «Crear valores» es intervenir en la historia personal del espectador. Crearle un gusto, darle una nueva mirada… Eso tiene, o ha tenido, su equivalencia en el artista: desde el momento en que el arte deja de proponerse como producción de objetos artesanalmente bellos, pasa a la dimensión de lo no hecho, y los objetos del arte se vuelven apenas el soporte del mito biográfico del artista. En tanto se haga inteligible la idea original, puede prescindir de los objetos, y de hecho prescinde las más de las veces, o los degrada o rescata de la basura. El objeto se vuelve secundario respecto del relato del que emerge. Con lo cual el artista se muestra coherente con el concepto dieciochesco, pues crear valores es contar historias. La creación de valores que realiza el arte se da en la Historia; más aún, es un epifenómeno de la Historia. El historiador de arte debe hacer un fino trabajo arqueológico para discernir los valores (estéticos u otros) reinantes en un momento dado, para ver cuál fue exactamente la intervención que produjo un artista en la tabla de valores. Pero entonces… si el arte entra, como parece haber entrado, en una meseta de contemporaneidad definitiva, la creación de valores se hace contigua a su percepción en el gusto. De ahí que el Arte Contemporáneo no tenga negadores puntuales, al detalle, sino enemigos generales, masivos: no hay desfase histórico (temporal) como para que un gusto formado en un estadio se confronte con un gusto formado en el estadio siguiente, porque ya no hay estadios, sucesivos ni salteados, sino un solo y único plano de tiempo achatado, contemporáneo de sí mismo. El tiempo se ha vuelto espacio, y en el Arte Contemporáneo se entra o no se entra. Los personajes que giran alrededor del artista contemporáneo (curadores, críticos, etcétera) conformando en su conjunto el Arte Contemporáneo, se ven ante esa situación paradójica, de discernir el devenir histórico de los valores… fuera de la Historia. La Historia es una selección, y por ello un freno a la proliferación. Libre de ese freno, el Arte Contemporáneo prolifera, inabarcable, innumerable. En el más remoto pueblecito de Tailandia o la Argentina alguien está mirando en YouTube la última fantasía de Paul McCarthy o una performance de Marina Abramovic; miles de artistas están exponiendo en galerías pequeñas o grandes, en grandes museos o en el garaje de su casa. El saber común dice que el paso del tiempo hará su exigente selección y quedará sólo lo bueno, o mejor dicho lo que haya logrado crear un nuevo parámetro de calidad, con el que decidir en adelante qué es bueno y qué no. Pero, precisamente, en el Arte Contemporáneo no hay paso del tiempo, si realmente es «contemporáneo», o, en otras palabras, si es la contemporaneidad lo que lo hace arte. No hay que esperar el juicio de la Historia para establecer valores, porque esta nueva especie de arte que se llama Arte Contemporáneo es su propia documentación, está escribiendo su historia simultáneamente con su aparición, y no necesita que pase el tiempo.

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