Chullla Romero Y Flores
katherinepamela14 de Enero de 2013
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Recordemos la trama de la novela de Jorge Icaza: el director de la Oficina de Investigación Económica le encarga al mestizo Luis Alfonso Romero y Flores la fiscalización anual; éste llevaba una vida de calavera, soltero y sin más compromiso que dedicarse a los placeres de la vida. El apego de una mujer y el anuncio de que va a ser padre terminan por transformar al protagonista; consigue primero el puesto codiciado de oficinista y luego se convierte en el juez incorruptible que terminará por denunciar en un informe público, a las más altas esferas. Víctima del deber, será despedido en momentos en que va a nacer el hijo; por falta de dinero falsificará un cheque y será perseguido mientras agoniza Rosario, su querida, custodiada por policías secretos.
La palabra "chulla" presente desde el título es un ecuatorianismo explicado en el vocabulario colocado por Icaza a modo de colofón: "Solo. Impar. Hombre o mujer de clase media que trata de superarse por las apariencias"(1). El traductor francés de la novela, Claude Couffon, eligió como título "L'homme de Quito" considerando que el chulla es una antonomasia del quiteño.
En un primer momento, mi cultura literaria de hispanista me llevó a identificar en Romero y Flores a un pícaro ecuatoriano, pariente del lazarillo español afanado en medrar y tan despreocupado de la moral como el buscón de Quevedo.
Pero, ahora, prevalece la impresión final de un drama con la muerte de Rosario al dar a luz. ¿Cómo explicar tal inversión? ¿Qué lectura coincide con el propósito del autor? No es fácil saberlo pues casi no se ha publicado información sobre las intenciones del novelista, salvo una conversación de Icaza con Couffon en 1961, que corrobora el dualismo intrínseco de la obra. El escritor declaraba entonces:
El chulla es ese personaje que trata de ser alguien despreciando lo que es, y por eso da con lo grotesco y tropieza con la tragedia. [...] Con ese personaje creo que hallé la fórmula dual que lucha en la conciencia de los hispanoamericanos: la sombra de la madre india — personaje que habla e impulsa — y la sombra del padre español — Majestad y Pobreza, que contrapone, dificulta y, muchas veces, fecunda (2)—.
Efectivamente, el protagonista padece una suerte de esquizofrenia, desgarrado constantemente entre el modelo paterno de dominación y prepotencia, y la herencia materna que es todo terror, subordinación y cariño. Tal dualismo se transparenta en la variación de tonalidad de la novela, entre lo grotesco y la tragedia. Aproximando este artículo a la temática del grupo de investigación de Burdeos sobre el humorismo (3), daré aquí mayor relevancia a la función cómica y analizaré algunos retratos y escenas que distraen al lector de la tensión trágica tan fundamental para entender la obra.
Estilística del retrato icaciano
El primer retrato que descubre el lector se da en el comienzo de la novela con la presentación del director de la Oficina de Investigación Económica. El narrador omnisciente define primero la sicología del personaje e insiste: "Era don Ernesto un señor de carácter desigual. Completamente desigual" (3). El desequilibrio y la exageración caracterizan a Morejón y Galindo, ese inveterado donjuan que saca la cuenta de sus conquistas como si fueran copas de licor ("Me serví tres hembras", 3) y domina a los empleados atemorizándolos con la mayor arbitrariedad. En este alto cargo de la burocracia, todo está desmesurado y la apariencia física sólo refuerza la etopeya desastrosa:
En aquellos momentos —explosión de prosa gamonal— se subrayaba en él todo lo grotesco de su adiposa figura: mejillas como nalgas rubicundas, temblor de barro tierno en los labios, baba biliosa entre los dientes, candela de diablo en las pupilas. (3-4)
Estos no son detalles realistas con los que un pintor pueda representar al director-jefe. La dilatación del cuerpo se clasifica como uno de los procedimientos recurrentes en la estilística grotesca plagada de gigantes a lo Rabelais. En Icaza sólo asoman grandes rasgos y contrastes de colores. El rostro deforme delata la personalidad obscena; conforma un ensamblaje ridículo cuyo carácter provocador recuerda los atrevimientos surrealistas que deformaron el rostro de la Gioconda. Aquí se mezclan los contrarios, el material innoble que delata la ascendencia afroindia ("temblor de barro tierno en los labios") y el amargor de la bilis, seña de costumbres malsanas; asoma lo demoníaco en la misma mirada del personaje ("candela de diablo en las pupilas"). De antemano, el narrador define a Morejón y Galindo como grotesco ("todo lo grotesco de su adiposa figura"), remitiendo a una estética valorada desde el romanticismo pero ya existente en la práctica medieval y a la que Bajtin distingue como "una exageración premeditada, una reconstrucción desfigurada de la naturaleza, una unión de objetos imposible en principio tanto en la naturaleza como en nuestra experiencia cotidiana, con una gran insistencia en el aspecto material, perceptible de la forma creada"(4). De entrada, la apariencia de Morejón y Galindo orienta la construcción de la novela: reconcentra en sí los vicios que aquejan a Quito y dificultan el cambio social.
A diferencia de este retrato, el narrador no ofrece una representación física del protagonista sino que por su mirada desfilan una docena de oficinistas, tipificados con "un mote sarcástico" (7) que viene a rematar cada semblanza:
Al viejo Gerardo Proaño, vecino de escritorio, piel requemada, bigotes alicaídos, pómulos salientes, humilde comodín para encubrir faltas ajenas, 'longo del buen provecho'. [...] A Marcos Avendaño, nariz aplastada, boca hedionda, gangoso —estudiante de derecho a largo plazo—, 'cuatro reales de doctor' . [...] Al portero, José María Chango, pestañas y cejas cerdosas, lunares negros en la quijada, en la frente, taimado servilismo, 'cholo portero no más'. (7).
Si la onomástica no informa sobre los comparsas, luego aparece una expansión configurada por una serie de rasgos físicos que connotan de forma inequívoca la filiación étnica, mestiza, india o africana, trátese de los pómulos, la nariz o el pelo, una filiación despreciable desde la perspectiva racista del protagonista-observador. La fealdad distingue a tales figuras cuya degradación viene a reforzar las metáforas burlescas ("humilde comodín para encubrir faltas ajenas", "estudiante de derecho a largo plazo") o la definición irónica ("taimado servilismo"). La acumulación cumple un papel fundamental en la presentación del medio oficinesco; causa una impresión de saciedad gracias a la enumeración de más de cincuenta calificaciones yuxtapuestas y heteróclitas.
Tal exceso y desorden es propio de la estética grotesca; ofrece la visión de un mundo en decadencia donde la humanidad está animalizada o cosificada, vuelta "momia histórica", "momia política", "zorro del chisme y de la calumnia" o "pobre perrito".
La deshumanización grotesca culmina en las metáforas que asocian un sentimiento destructor con un objeto trivialísimo e insólito, moviendo a risa el lector con expresiones tan gráficas como "fracasos en funda de paraguas" o juegos de palabras como "pantano de rencores sin desagüe". Los quechuismos participan del discurso despectivo del protagonista respecto a sus compañeros de trabajo; éstos forman parte de un medio humano degradado, donde todos son "longos", "chullas futres", hijos de "guiñachishca", en resumidas cuentas, "cholos no más".
Lo deforme y horrible se suma a lo bufonesco haciendo de los personajes quimeras y monstruos como en el caso del Mono Araña. Con tal nominación, de entrada el aludido está ridiculizado; el lector espera una caricatura que viene enseguida:
deshuesada expresión de voces y actitudes, fácil excitabilidad tropical, líneas y facciones asimétricas —frente en acordeón de arrugas, nariz ganchuda, orejas en pantalla de murciélago, comisura izquierda de la boca rasgada por la presencia constante de un 'progreso de envolver' mal encendido, ojos en notorio desnivel—, parecía un santo de palo, un ratón tierno. (69)
Definido con el ecuatorianismo "mono", el personaje es por tanto un costeño, lo cual explica su "excitabilidad tropical". Dudamos si Araña es el nombre o sobrenombre de semejante figurón. Araña no tiene nada de armonioso, sino que al contrario presenta un rostro desproporcionado ("expresión deshuesada", "facciones asimétricas", "nariz ganchuda", "notorio desnivel"). La distorsión asocia en mezcla dispareja lo humano y lo geométrico produciendo un cuerpo híbrido de hombre, animal y objeto. Las metáforas hiperbólicas "acordeón de arrugas" y "pantalla de murciélago" fortalecen la deshumanización rematada por las comparaciones finales ("un santo de palo", "un ratón tierno"). El denominado Guachicola forma una pareja antagónica con Araña; éste es un "ex-guerillero alfarista", aquél un "ex-alumno del Seminario"; se aúnan el anticlericalismo de principios de siglo (5) y el clericalismo en una sociedad donde el interés individual importa más que el nacional. La gordura o dilatación anula las proporciones en Guachicola ("opulencia de carnes", "párpados hinchados", "labios
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