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DOS PESOS DE AGUA


Enviado por   •  16 de Enero de 2014  •  1.144 Palabras (5 Páginas)  •  479 Visitas

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Juan Bosch

Tomado de: Obras Completas

Tomo I, Narrativa, Santo Domingo, Rep. Dom. 1989

DOS PESOS DE AGUA

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:

-Déle ese rial fuerte a las Animas pa que llueva, Felipa.

Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el

cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una

limpieza desesperante.

-Y no se ve ni an señal de nube -comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la

loma, un bohío. La gente que viva en él, y en los otros, y en los más remotos, estará

pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de

meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los

candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chipas vuelan como

pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que

ascienda el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.

-Nos vamos a acabar, Remigia –dice.

La vieja comenta:

-Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le

sacó todo el jugo a la tierra, les cayo encima a los arroyos; poco a poco los cauces le

fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lamas y los pececillos

emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse

lagunas, otros lodazales. Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los

conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos

áridos.

La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el

cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el árido techo de

yaguas.

*

* *

Desde que se quedo con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la

vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una

higüera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la

casa; sembraba maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y cerdos; los

frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba

a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y

de las capas extraía la grasa; con está y con los chicharrones se iba también al pueblo.

Cerraba el bohío, le encargaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba al nieto en el

potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.

Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado del corazón. -Pa ti trabajo, muchacho –le decía-. No quiero que pases calores, ni que te vayas a

malograr como tu taita.

El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba

una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol

le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.

La vieja Remigia tenia sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía

el gruñido de

...

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