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Discurso. Sobre la historia colombiana

carocespedesTrabajo30 de Agosto de 2020

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Discurso. Sobre la historia colombiana

Número 30. Junio de 1871. Tomo V

Por J.M Quijano Otero, Bibliotecario de la nacional de Bogotá y catedrático de Historia patria en la Universidad de Colombia.

A mis discípulos y amigos los señores Adolfo Pinillos, Carlos Sáenz y Ricardo Vargas.

     Hemos concluido el curso de Historia patria en la parte que comprende la conquista y el régimen colonial, hasta que se manifestaron los primeros síntomas del movimiento revolucionario que, temido en sus primeros pasos, lento en su desarrollo, inevitablemente en su final resultado, nos permite estudiar sucesos de los siglos pasados. Vosotros emprendéis ese estudio con el loable interés de quien pagando culto al amor por la Republica trata de investigar los fundamentos que le sirvieron de base, y halla en vosotros más que inmejorables discípulos, colaboradores consagrados para un estudio serio  y concienzudo.

     Concluido el examen de los pormenores, permitido es volver atrás la vista para abrazar en una sola mirada el conjunto de los sucesos, y una vez conocidos los hechos y el modo como se llevaron a cabo, apreciar las consecuencias que de ellos se desprenden. Hemos estudiado la parte cronológica, es decir, el orden en que los sucesos se fueron cumpliendo, y los pormenores de cada uno de ellos: nos resta examinar su enlace, las causas que los produjeron, y los efectos que de ellos derivaron: esa es la filosofía de la historia.

     Si bien pudiera de calificarse de temeraria la tarea de compendiar en una lección todas las que se desprenden de un periodo que abarca casi tres siglos, desde el día en que Colón tocaba a las puertas de América, hasta aquel en que la Patria juzgo llegada su mayor de edad, al menos es posible agrupar los hechos para que de ellos se desprenda naturalmente la enseñanza que haya de ser el resultado del largo estudio que hemos emprendido.

     Tocaba el siglo XV a su fin cuando Colon venciendo los obstáculos con que había tenido que luchar durante cerca de treinta años, lograba realizar el que se había reputado como un sueño. El alma se espacia al ver entre las nieblas del pasado ese momento solemne en el que la alborada del 3 de septiembre de 1492 el ilustre genovés desplegaba sus velas de sus embarcaciones para lanzarse en los mares desconocidos, llevando izada la bandera de Castilla que representa la fuerza, y la imagen de Cristo que era el emblema de la civilización.

     Estudiando esos primeros albores de nuestra historia, sufre uno la influencia del genio de Colon, y con él vigila, con él lucha, con él espera, durante esas interminables noches en que rectificaba sus cálculos y en que en su propio convencimiento buscaba y hallaba la fuerza de voluntad necesaria para luchar no solo con los elementos sino con sus mismos compañeros que flaqueaban. Por eso el ánimo que ha tomado parte en la lucha participaba también del triunfo en ese instante, único en la historia, en que, según la valiente expresión de un compatriota, Colon “zarpando del Puerto de Palos y perdido luego entre las brumas, apareciera al otro lado del océano con un mundo en los brazos”.

     La América estaba descubierta! El mundo de Ptolomeo y de Platón, perdido durante muchos siglos, estaba hallado: la ciencia y la perseverancia de un solo hombre habían triunfado de los obstáculos que oponían los hombres y las preocupaciones y la naturaleza, Esta es, pues, la primera lección filosófica que se desprende de nuestro estudio.

     Descubierta la vía, pronto las flotas más o menos considerables siguieron en los mares la estela que había dejado la nave de Colon. Las islas fueron ocupadas por numerosas expediciones, pero los expedicionarios, influenciados por las ideas dominantes en su época, hicieron que, como dice Lamartine, ʺEl abrazo de las dos razas fuera un abrazo de sangre.ʺ A tiempo que los que aprovechaban su descubrimiento se tornaban en enemigos suyos y hacían de la conquista un asunto de mera especulación, Colon el paso para los mares de Oriente, y otros conquistadores tocaban en las playas del continente americano.

     Paso a paso hemos seguido las huellas de Ojeada, y le hemos visto salvándose milagrosamente de Turbaco y pocos días después tomando una sangrienta venganza en los naturales que defendían su libertad y sus hogares. Con él hemos asistido a las fundaciones de San Sebastián de Urabá, le hemos visto naufrago y en desgracia abordar a las playas de Cuba, y por fin deponer las insignias de ʺcaballero del océanoʺ para vestir el sayal y dormir su ultimo sueño bajo el pórtico de los Padres Franciscanos de la Española.

     Hemos visto luego a Bastidas recorriendo el litoral colombiano, bien recibido en todas partes, y poniendo al servicio de su causa la moderación y la justicia que le proporcionaban más y mayores triunfos que la fuerza.

     Con Enciso hemos asistido a la fundación de Santa María la Antigua; y con Nicueza hemos aprendido que la ambición y la codicia desmesuradas solo son fecundas en desastres, y que de aquel que las alimenta no queda otra huella en el teatro de sus conquistas que el montón de cráneos que apilados blanqueaban años más tarde en Nombre de Dios.

     Entre aquellas figuras hay dos que resaltan y que dominan a todas las otras. La gloria que cada uno de los conquistadores alcanzaba iba a reflejar sobre Colon, a cuya lenta agonía asiste uno con ánimo contristado. En la imaginación no pueden separarse los dos momentos solemnes en que Colon, con el estandarte de la Castilla en la mano, veía a sus pies la tripulación de sus carabelas amotinada dos días antes, y al frente las tierras que le había revelado su genio; y el instante no menos solemne en que enfermo, achacoso, despojado de sus bienes, ordenaba colocar en su ataúd, al lado de su cadáver, las cadenas con las que Fernando el Pérfido pagaba sus merecimientos. ¡Conmovedor ejemplo de la gratitud de los reyes! Y sea esta la segunda lección filosófica que se deduzca de nuestro estudio.

     Al lado de Colon, agonizando en su gloria, se alcanzaba a divisar a Vasco Núñez de Balboa, con la frente alzada, los labios entreabiertos por la admiración, las pupilas dilatadas, hincada la rodilla, como la tuvo el 25 de septiembre de 1513, en pleno medio día, cuando por primera vez dominó desde la altura de los Andes las inmensas soledades del océano pacifico; y luego sombrío, pero nunca abatido, acercándose ya entre las sombras de la prima noche al tajo en donde Pedrarias preparaba poste de martirio para su envidiado rival, y en el eterno pedestal de la gloria para la víctima y de baldón para el victimario!

     Pronto la época del descubrimiento quedó cerrada para ceder su lugar al simulacro de gobierno en la colonia incipiente, es decir, a la arbitrariedad de los gobernantes en quienes el soberano delegaba las facultades que emanaban de la conquista y que, mediante una capitulación, debían expedicionar en búsqueda de las riquezas de las cuales una parte convencional correspondía la monarca. No culpemos, sin embargo, en absoluto a la madre Patria: culpemos a la época en que estos acontecimientos tenían lugar, porque hoy vistos a la luz del siglo XIX, constituyen actos de barbarie, cuando en 1520 hubieran podido y debido considerarse como adelantes de la civilización al compararlos con aquellos a que los años anteriores daba derecho a la conquista.

     En la tarea de colonizar las tierras descubiertas vemos la diversidad de caracteres de los gobernantes imprimiendo el sello a la época en que gobernaban; tanto así se identificaba, o mejor dicho, se personalizaba la época del mando en el gobernante que lo ejercía.

     Así, volvemos a encontrar la figura simpática de Rodrigo Bastidas, entrando de paz en Santa marta y dando a todos sus actos el sello de la moderación y de la justicia, y cayendo luego bajo los puñales de algunos de sus compañeros que no se conformaban con no ejercer los actos de depredación a que creían tener derecho, para ver de acumular riquezas y regresar a España.

     En pos de Bastidas viene Rodrigo Palomino defendiendo heroicamente a su jefe y amigo, reemplazándole en el mando, y dando luego suelta a los exigentes colonizadores, que entraban el país a fuego y sangre; Vadillo, que hizo notable su época por la crueldad de sus procedimientos, y su nombre por las manchas que lo cubren; García de Lerma, humano y caritativo con los suyos, pero sujeto a la influencia de su época que le hacía ver en los conquistados una mina explotable; Infante, que solo se hizo notar por su rapacidad; Lugo, de ánimo esforzado, que hallando las expediciones de la costa demasiado pequeñas para aquello de aquello se creía capaz, organizó la expedición conquistadora del Nuevo Reino, confiándola al Licenciado Jiménez de Quesada, que sufrió todas las fatigas y ganó para él todas las glorias.

     Para no extendernos demasiado en este resumen, reunid en un solo golpe de vista a los tres siglos de régimen colonial. En los primeros encontrareis la conducta heroica de algunos de los conquistadores contrastando singularmente con la rapacidad de los que solo venían en búsqueda de oro; pero entre ellos los que habían de descollar se sobreponen a la turbamulta, se imponen, y llevan al cabo la obra de la conquista: esa es siempre la misión del genio. Por eso, dos de los soldados oscuros con que Alonso de Ojeda abordaba al golfo de Urabá habían de hacer imperecedera la memoria de la expedición, más que por lo terrible del desastre porque fue la escuela de prueba de donde, a la vuelta de algunos meses, debían alzarse Núñez de Balboa a descubrir el nuevo mar apenas sospechado; Francisco Pizarro a recorrerle y ganar para su soberano imperio de los Incas. Del mismo modo vemos a Sebastián Moyano enganchándose en la expedición a Pedrarias para huir del castigo paterno que le aparejaba una leve falta, y ganando entre sus compañeros el puesto de honor que le correspondía hasta hacerse el inmortal Belalcázar, con cuyo nombre tropieza el historiador en todo siglo XVI, ya salvando como soldado una de las expediciones de Pedrarias, ya coadyuvando a la conquista de Guatemala,  ayudando a Pizarro en el Perú, siendo el brazo de la conquista de Quito, el émulo de Quesada en la del Nuevo Reino, asistiendo en auxilio del Virrey de la batalla de Xaquijaguana, cayendo en la de Añaquito, alcanzando de la Corte el título de Adelantado, y al fin sometido a juicio, condenado a muerte y poniéndose en viaje para España en condición de reo, y muriendo más de tristeza que de enfermedad en las playas de Cartagena, cargado de años, de pesares y de merecimientos.

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