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Distinguir argumentaciones de otros tipos de interacciones lingüísticas.

simbad06Apuntes19 de Abril de 2018

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Aprendizaje   1.   Distinguir   argumentaciones   de   otros   tipos   de   interacciones lingüísticas.

El sabio de China


Hugo Enrique Sánchez

Las clases del día habían terminado. Algunos estudiantes se quedaron en el bachillerato para jugar futbol. Otros más, para practicar con el maestro de música. Agustín estaba sentado bajo la sombra de un árbol, leyendo. Sus amigos se aproximaron a él con mucho cuidado, como si trataran de no despertarlo, pues leía con tanta atención que parecía estar soñando.

Román ―¿Y ahora?

Agustín  levantó  la  cabeza  y  reconoció  a  Román.  Con  él  iban  Tomás,  Dámaso, Natividad y su hermana Sagrario. Agustín cerró su libro, levantó un poco la cara y se quedó pensativo, mirando hacia las canchas de futbol.

Tomás ―¿No me digas que tenemos que leer eso para la clase de LEOyE?

Dámaso  ―No  se  espante,  Tomás.  La  maestra  dijo  que  nos  iba  a  encargar  que leyéramos un libro a mitad del semestre. Apenas llevamos dos semanas de clases.

Tomás ―¡Qué alivio! Pero entonces no entiendo por qué lee Agustín. Natividad ―Bueno, Tomás, ¿está prohibido leer por puro gusto?

Román ―A mí nada más me gusta leer la primera plana del periódico: las letras están bien grandotas y tiene muchas fotos. Acaba uno bien rápido.

Agustín puso el libro a un lado y miró a sus amigos.

Román ―¿Entonces qué? ¿Nos dirás qué lees y por qué?, ¿o no?

Agustín ―Encontré este libro en el montón de papeles que mi tío llevaba a reciclar. Se me hizo feo que lo echaran, así nada más, entre tantos papeles.

Natividad ―¿Y de qué es? ¿Está bueno?

Agustín ―Sí, me está gustando mucho. Es un libro de fábulas chinas. Además, son bien cortitas y hay sobre muchas cosas.

Sagrario ―¡Anda, Agustín, cuéntanos una!

Agustín ―Había un señor al que le robaron su hacha. Él sospechaba del vecino. Se le hacía que caminaba, hablaba, comía y todo como lo hace un ladrón. Luego encontró el hacha y ya vio a su vecino normal otra vez. Después ya no le parecía que caminaba ni hacía cosas como un ratero.


¿Eso qué? ¿A eso llamas una historia interesante? ―dijo Román con un tono de sorpresa y hasta de enojo―. No sabía que te gustaran los chismes.

Sagrario ―¡A mí sí me gustó!

Román ―Pues claro, lo que sea que diga Agustín te va a gustar. Aunque te leyera el recibo de la luz estarías sonriente.

Sagrario respondió ―Román, te voy a ignorar―. Volteó hacia Agustín y dijo ―Dime,

¿qué te hizo pensar la lectura?

Román no supo qué decir y se quedó callado, esperando el momento para decirle algo a

Sagrario.

Agustín ―Me hizo pensar en que es verdad que cuando uno está convencido de algo le parece que todo lo confirma.

Román ―Es como Sagrario, como está convencida de que estás enamorado de ella, piensa que todo lo que haces es para que te corresponda. Seguro ahora piensa que estás diciendo todo esto para impresionarla.

Sagrario se ruborizó y bajó la mirada. Ahora era ella quien no sabía qué decir. Quería poner en su lugar a Román pero no quería negar lo que él había dicho.

Dámaso ―¿Y qué más estaba usted pensando, Agustín? ¡No me diga que eso es todo! Cuando nosotros llegamos, usted ya llevaba rato aquí sentado, leyendo y pensando.

Agustín ―Pues me acordé de mi hermana. Quería tanto que le regalaran un caballo en su cumpleaños que creyó que sí se lo iban a dar. Vio que había algunas varitas de alfalfa frente al jardín y pensó que eran para darle de comer a su caballo. Luego escuchó unos golpes como de metales y pensó que ya le estaban haciendo sus herraduras.

Sagrario ―¿Y qué le regalaron? Agustín ―Un caballito de peluche.

Tomás ―¡Vaya decepción! ¿Y la alfalfa?, ¿y los ruidos de metales?

Agustín ―Ya luego se enteró de que estaban construyendo una casa cerca del hospitalito, y a veces se oían los ruidos hasta su cuarto. Y lo de la alfalfa era porque el vecino tiene unos conejos.

Román ―¿Y qué más?

Agustín ―Pues esa es la historia.

Dámaso ―Pero si es una fábula, ¿no debe tener una moraleja?


Agustín ―Esta no tiene. Lo que les dije es todo lo que está escrito.

Dámaso ―A mí me gustan las moralejas y como aquí no hay, ahí les va una. Señoras y señores, escuchen: «Cuídate de no creer algo sin fundamento».

Natividad ―¡Ándale! Y así, con la voz de Dámaso, siempre hablándonos de «usted» y con su porte de profe, hasta se me hace que sí le creo.

Román ―No, pues, vamos doblemente mal. Natividad ―¿Por qué?

Román ―Pues, Dámaso dice que no hay que creer sin fundamento. Y tú, en cambio, Nati, tú le crees nada más porque parece un profe en chiquito y porque nos habla de «usted». Si lo hubiera dicho yo, quizá no lo creerías.

Agustín ―Pero sería una buena moraleja, ¿no? ¡Imagínense lo que pasaría si creyéramos cosas nada más porque sí!

Tomás ―No sé, Agustín. Yo hubiera sacado otra conclusión de esa historia. ¿Qué tal que el vecino sí se robó el hacha pero la regresó porque ya no tenía de otra?

Sagrario ―¿Qué dirías tú, entonces?

Tomás ―Que la moraleja es: debemos cuidar nuestras cosas y desconfiar hasta del

vecino.


Román ―Pero no puedes vivir desconfiando de todos.

Natividad ―Eso dice mi mamá: «Hombre precavido vale por dos».

Sagrario ―Pero eso te lo dice mi mamá para que pongas atención en lo que haces y

para que no te confíes, porque eres muy descuidada.

Natividad ―Yo pienso que la fábula sirve para advertirnos que cuidemos nuestras creencias como cuidamos nuestras cosas.

Agustín ―¿Cómo se le hace para cuidar una creencia?

Dámaso ―Ya lo dije hace un rato: evitando creer cosas sin razones.

Agustín ―Y revisando que la información que tenemos sea buena. Si mi hermana hubiera revisado de dónde venían los ruidos y la alfalfa, no hubiera creído que le regalarían un caballo. Y, pues, también debemos guiarnos por los hechos y no por lo que uno quiere que pase, así esté ya convencido o lo quiera mucho.

Sagrario festejó que hubiera salvado el libro de la trituradora. Natividad preguntó cuántas fábulas tenía el libro. Agustín dijo que más de cien.


Román habló de nuevo ―¡Podríamos estar todo el semestre hablando de ellos! El hombre que escribió el libro es un gran sabio chino. Yo sé que tiene una barbita y una bata anaranjada, y es muy pacífico.

Sagrario ―¿Lo sabes o te lo imaginas? Román ―Lo sé, por supuesto.

Sagrario ―¿Cómo lo sabes?

Román ―Lo sé y ya, no tengo por qué decir cómo es que lo sé.

Los demás hicieron una expresión de desacuerdo, pero solo Sagrario dijo algo ―Ya ves, yo digo que sólo te imaginas.

Dámaso ―¿Y por qué piensa usted que la misma persona escribió todas las historias? Román ―Porque todas las historias están en el mismo libro.

Natividad ―No creo. Yo tengo un libro de poesía y tiene poemas de muchos autores.

Román ―Pero esos poemas son diferentes y aquí todas las historias son del mismo

tipo.


Natividad ―¿Y cómo sabes qué libro tengo?

Román ―Pues, me imagino. Así son todos los libros. Tomás ―¿Y a poco ya leíste el libro de Agustín? Román ―Nada más que él lo acabe y que me lo preste.

Sagrario ―¿O sea que todo lo que dices es pura suposición?

Agustín ―Y además es falso. Las fábulas son de muchos autores. Aquí vienen sus

nombres.

Román ―Pues, es que ese sabio chino era muy conocido en muchos lugares y le cambiaban de nombre.

Tomás ―¿De dónde sacas tanta cosa? Román ―Pues, son cosas que sé.

Agustín ―Pero, mira, las historias son de distintos siglos. ¿A poco ese sabio chino vivió tantísimo?

Román ―Pues, ahora sí, no sé qué decir…

Dámaso ―Diga que se equivocó y que por andar a las carreras no cuida lo que cree ni lo que dice. Si existiera ese sabio que usted admira, estaría avergonzado de usted: sus enseñanzas le entraron por una oreja y le salieron por la otra.

...

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