EL TEATRO Y LA PESTE
Monserrat De Las CasasApuntes4 de Agosto de 2021
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EL TEATRO Y LA PESTE
Los archivos de la pequeña ciudad de Cagliari, en Cerdeña, guardan la relación de un hecho histórico y sorprendente.
Una noche de fines de abril o principios de mayo de 1720, alrededor de veinte días antes que el buque Grand Saint Antoine arribara a Marsella, coincidiendo con la más maravillosa explosión de peste de que haya memoria en la ciudad, Saint-Rémys, virrey de Cerdeña, a quien sus reducidas responsabilidades monárquicas habían sensibilizado quizá al más pernicioso de los virus, tuvo un sueño particularmente penoso: se vio apestado, y vio los estragos de la peste en su estado minúsculo.
Bajo la acción del flagelo las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba. El virrey asiste a todos los quebrantamientos de la moral, a todos los desastres psicológicos; oye el murmullo de sus propios humores; sus órganos, desgarrados, estropeados, en una vertiginosa pérdida de materia, se espesan y metamorfosean lentamente en carbón. ¿Es entonces demasiado tarde para conjurar el flagelo? Aun destruído, aun aniquilado y orgánicamente pulverizado, consumido hasta la médula, sabe que en sueños no se muere, que la voluntad opera aun en lo absurdo, aun en la negación de lo posible, aun en esa suerte de transmutación de la mentira donde puede recrearse la verdad.
Despierta. Sabrá mostrarse capaz de alejar esos rumores acerca de la plaga y las miasmas de un virus de Oriente.
Un navío que ha zarpado hace un mes de Beyruth, el GrandSaintAntoine, solicita permiso para desembarcar en Cagliari. El virrey imparte entonces la orden alocada, una orden que el pueblo y la corte consideran irresponsable, absurda, imbécil y despótica. Despacha en seguida hacia el navío que presume contaminado la barca del piloto y algunos hombres, con orden de que el GrandSaintAntoine vire inmediatamente y se aleje a toda vela de la ciudad, o será hundido a cañonazos. Guerra contra la peste. El autócrata no perderá el tiempo.
Cabe subrayar, de paso, la fuerza particular con que este sueño influyó en el virrey, y que pese a los sarcasmos de la multitud y al escepticismo de los cortesanos, le permitió perseverar en la ferocidad de sus órdenes, y dejar de lado no sólo el derecho de gentes, sino el más elemental respeto por la vida humana y toda suerte de convenciones nacionales o internacionales que no cuentan en verdad ante la muerte.
Sea como sea, el navío continuó su ruta, llegó a Liorna y entró en la rada de Marsella, donde se le autorizó el desembarco. Las autoridades del puerto de Marsella no registraron la suerte que corrió aquel cargamento de apestados. Sin embargo, algo se sabe de la tripulación: los que no murieron de peste, se dispersaron por distintas comarcas. El GrandSaint Antoine no llevó la peste a Marsella. Ya estaba allí. Y en un período de particular recrudecimiento, aunque se había logrado localizar sus focos.
La peste que había llevado el GrandSaintAntoine era la peste de Oriente, el virus original, y con la llegada de este virus y su difusión por la ciudad se inicia la fase particularmente atroz y generalizada de la epidemia.
Esto inspira algunas reflexiones.
Esta peste, que parece reactivar un virus, era capaz por sí sola de ejercer estragos de igual virulencia: de toda la tripulación sólo el capitán no atrapó la peste, y por otra parte no parece que los nuevos apestados hubiesen estado alguna vez en contacto con los otros, que vivían en barrios cerrados. El GrandSaintAntoine, que pasó muy cerca de Cagliari, en Cerdeña, no dejó allí la peste; pero el virrey recogió en sueños algunas emanaciones, pues no puede negarse que entre la peste y él no se haya establecido una comunicación ponderable, aunque sutil, y es demasiado fácil atribuir la propagación de semejante enfermedad al contagio por simple contacto.
Pero tales relaciones entre Saint-Rémys y la peste, bastante fuertes como para liberarse en imágenes de sueño, no alcanzaron sin embargo a infectarlo con la enfermedad.
De cualquier modo, la ciudad de Cagliari, al saber poco tiempo después que el navío alejado de sus costas por la voluntad despótica del príncipe, príncipe milagrosamente iluminado, había provocado la gran epidemia de Marsella, registró el hecho en sus archivos, donde cualquiera puede encontrarlo hoy.
La peste de 1720 en Marsella nos ha proporcionado las únicas descripciones del flagelo llamadas clínicas.
Pero cabe preguntarse si la peste descrita por los médicos de Marsella era realmente la misma de 1347 en Florencia, que inspiró el Decamerón. La historia, los libros sagrados, y entre ellos la Biblia, y algunos antiguos tratados médicos, describen exteriormente toda clase de pestes, prestando aparentemente menos atención a los síntomas mórbidos que a los efectos desmoralizadores y prodigiosos que causaron en el ánimo de las víctimas. Probablemente tenían razón. Pues la medicina tropezaría con grandes dificultades para establecer una diferencia de fondo entre el virus de que murió Pericles frente a Siracusa (suponiendo que la palabra virus sea algo más que una mera conveniencia verbal) y el que manifiesta su presencia en la peste descrita por Hipócrates, y que según tratados médicos recientes es una especie de falsa peste. De acuerdo con estos mismos tratados sólo sería auténtica la peste de Egipto, nacida en los cementerios que el Nilo descubre al volver a su cauce. La Biblia y Heródoto coinciden en señalar la aparición fulgurante de una peste que diezmó en una noche a los ciento ochenta mil hombres del ejército asirio, salvando así al imperio egipcio. Si el hecho es cierto, el flagelo sería entonces el instrumento directo o la materialización de una fuerza inteligente, íntimamente unida a lo que llamamos fatalidad.
Y esto con o sin el ejército de ratas que asaltó aquella noche a las tropas asirias, y cuyos arneses royó en pocas horas. Puede compararse este hecho con la epidemia que estalló en el año 660 a.c. en la ciudad sagrada de Mekao, en el Japón, en ocasión de un simple cambio de gobierno.
La peste en 1502 en Provenza, que proporcionó a Nostradamus la oportunidad de emplear por vez primera sus poderes curativos, coincidió también en el orden político con esos profundos trastornos (caída o muerte de reyes, desaparición y destrucción de provincias, sismos, fenómenos magnéticos de toda clase, éxodo de judíos) que preceden o siguen en el orden político o cósmico a los cataclismos y estragos provocados por gentes demasiado estúpidas para prever sus efectos, y no tan perversas como para desearlos realmente.
Cualesquiera sean los errores de los historiadores o los médicos acerca de la peste, creo posible aceptar la idea de una enfermedad que fuese una especie de entidad psíquica y que no dependiera de un vírus. Si se analizan minuciosamente todos los casos de contagio que nos proporcionan la historia o las memorias sería difícil aislar un solo ejemplo realmente comprobado de contagio por contacto, y el ejemplo de Boccaccio de unos cerdos que murieron por oler unas sábanas que habían envuelto a unos apestados apenas basta para mostrar una especie de afinidad misteriosa entre el cerdo y la naturaleza de la peste, afinidad que se debiera analizar más a fondo.
Aunque no exista el concepto de una verdadera entidad mórbida, hay formas que el espíritu podría aceptar provisoriamente como características de ciertos fenómenos, y parece que el espíritu pudiera aceptar también una peste descrita de la siguiente manera:
Con anterioridad a cualquier malestar físico o psíquico demasiado notable, el cuerpo aparece cubierto de manchas rojas, que el enfermo advierte de pronto cuando empiezan a ennegrecer. Apenas tiene tiempo para asustarse, y ya le hierve la cabeza, le pesa enormemente, y cae al suelo. Se apodera entonces de él una terrible fatiga, la fatiga de una succión magnética central, de moléculas divididas y arrastradas hacia su anonadamiento. Le parece que los humores enloquecidos, atropellados, en desorden, le atraviesan las carnes. Se le subleva el estómago, y siente como si las entrañas se le fueran a salir por la boca. El pulso, que unas veces amengua y es como una sombra de sí mismo, una virtualidad de pulso, otras galopa acompañando a los hervores de la fiebre interior, el torrente extraviado del espíritu. Ese pulso que acompaña los latidos apresurados del corazón, cada vez más intensos, más pesados, más ruinosos; esos ojos enrojecidos, inflamados, vidriosos luego; esa lengua hinchada que jadea, primero blanca, luego roja, más tarde negra, y como carbonizada y hendida, todo proclama una tempestad orgánica sin precedentes. Muy pronto los humores corporales, surcados como la tierra por el rayo, como lava amasada por tormentas subterráneas, buscan una salida. En el centro de las manchas aparecen puntos más ardientes, ya su alrededor la piel se levanta en ampollas, como burbujas de aire bajo la superficie de una lava, y esas burbujas se rodean de círculos, y el círculo exterior, como el anillo de un Saturno incandescente, señala el límite extremo de un bubón.
El cuerpo está surcado por bubones. Pero así como los volcanes tienen sus lugares preferidos en la tierra, los bubones prefieren ciertos sitios del cuerpo humano. Alrededor del ano, en las axilas, en los lugares preciosos donde las glándulas activas cumplen fielmente su función, aparecen los bubones; y el organismo descarga por ellos la podredumbre interior, y a veces la vida. En la mayoría de los casos una conflagración violenta y limitada indica que la vida central no ha perdido su fuerza y que cabe esperar una remisión del mal, y aun una cura. Como el cólera blanco, la peste más terrible es la que no revela sus síntomas.
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