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ENSAYO FILOSÓFICO SOBRE NUESTRA REVOLUCIÓN CONSTITUCIONAL


Enviado por   •  28 de Mayo de 2014  •  4.268 Palabras (18 Páginas)  •  254 Visitas

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José María Luis

Mora

"ENSAYO FILOSÓFICO SOBRE NUESTRA

REVOLUCIÓN CONSTITUCIONAL"

Cunctas notiones et urbes, populus aut priores,

aut singulis regunt. Delecta ex his, et constituta

reipublicae forma, laudari facilius quam evenire.

Tacit., Ann., lib. IV.

El arreglo de los poderes públicos y la combinación de estos mismos en una constitución más o menos detallada, ha sido en todos tiempos el asunto más importante que ha fatigado el ingenio de los hombres. Hace más de dieciocho siglos que Tácito se ocupaba de esta materia y ya en su tiempo se sospechaba que la forma más perfecta de gobierno, sería aquella que reuniese la unidad, la popularidad y la aristocracia; aunque entonces se tenía casi por imposible este feliz resultado. La observación que con paso seguro aunque lento todo lo alcanza; la constancia que todo lo vence y el tiempo a quien nadie resiste, hicieron conocer a los hombres que está feliz combinación, lejos de ser una quimera que deba relegarse a los países imaginarios, es una cosa muy posible y realizable; y que aquél famoso político de la antigüedad no se había engañado cuando presumió seria el invento más feliz que hubiese podido producir el ingenio de los hombres.

En efecto, el sistema representativo debido a una serie casi infinita de casualidades imprevistas, apareció ya casi en toda su perfección en las islas británicas a fines del siglo diecisiete y desde entonces ha desterrado de mucha y aun acaso de la mayor parte del mundo civilizado, las antiguas clasificaciones y formas de gobierno, fundiéndolas todas, por decirlo así, en una tercera, que libre de los inconvenientes a que estaba sujeta cada una de ellas, reunió todas sus ventajas. Cuando estas ideas se hicieron populares en el continente de Europa por la revolución francesa, las voces de aristocracia, democracia y monarquía perdieron toda su fuerza; nadie se fatigó en sostenerlas ni atacarlas; los gobiernos se clasificaron en absolutos y representativos y sólo se peleó ya por erigir los segundos sobre las ruinas de los primeros. Que el mundo haya adelantado hasta un grado que no parece concebible con esta clase de gobiernos, sólo podrá dudarlo quien se halle muy poco versado en la historia de los tiempos que precedieron a su establecimiento. Esta es ya una verdad que ha pasado a ser axioma entre los filósofos y políticos y no entra en nuestro plan el demostrarla. Baste decir, que si las naciones que han pretendido adoptar este sistema no han reportado desde luego todos los saludables efectos que eran de esperarse, esto no ha dependido del sistema mismo, sino de las alteraciones substanciales que en él se han hecho por el prurito de mejorarla.

Francia fue la primera que dio este paso indiscreto y los resultados fueron lo que deberían temerse: el trastorno de todo el orden social y la más furibunda y sanguinaria anarquía. Los desengaños que esto produjo la hicieron retroceder sucesiva y gradualmente hasta fijarse en las verdaderas bases del sistema y ahora camina a pasos agigantados, avanzándose rápidamente en la carrera hasta hoy indefinida de la grandeza y prosperidad social. España, que jamás ha hecho otra cosa que imitar en todo a Francia, a pesar de los desengaños que la revolución debía producir en ella, adoptó todos sus principios antisociales, copiando casi a la letra la Constitución de la Asamblea Constituyente y empeorándola en todo aquello que las Cortes pusieron de suyo. Sucedió lo que debía suceder y estaba en la naturaleza de las cosas; en las dos distintas épocas que se ha intentado hacer ley fundamental este código perfectísimo, la anarquía más desenfrenada ha hostigado de tal manera a los pueblos, que se han arrojado como por un impulso maquinal en los brazos del más absoluto despotismo.

Por desgracia de las antiguas colonias de América, su revolución de Independencia coincidió con el reinado de la Constitución en la metrópoli y como era consiguiente, imitaron los errores de sus padres por más que detestasen su dominio. Diez años han pasado en las que menos, y veinte en las que más, que se hallan en revolución constitucional todas las nuevas Repúblicas de América. Ninguna ha podido establecer un gobierno sólido; hacen hoy una Constitución para que muera mañana y sea reemplazada por otra tercera y ésta desaparece como un fantasma que apenas se ha dejado ver; se han reconocido y ensayado todas las combinaciones conocidas de los poderes públicos; se han imaginado y procurado realizar muchas nuevas, exóticas y extravagantes; todas han dado el mismo resultado, despotismo y anarquía. ¿En qué pues consiste esto? ¿Y cuál es el origen de la inestabilidad e insubsistencia de los gobiernos creados y sistemas recientemente establecidos en las nuevas repúblicas? La respuesta es demasiado fácil: en que no han adoptado del sistema representativo otra cosa que sus formas y su aparato exterior; en que han pretendido combinar y unir estrechamente las leyes y hábitos despóticos y mezquinos del viejo absolutismo con los principios de un sistema que todo debe ser libertad y franqueza; en una palabra, consiste en que abandonando los principios acreditados por la razón y la experiencia, han querido ser inventores, amalgamar cosas que dicen entre si una mutua oposición y son por su naturaleza discordantes.

No es de nuestro propósito el tejer la historia de los desaciertos en que han incurrido los pueblos de la lengua castellana que han pretendido constituirse republicanamente en América; nuestras reflexiones serán contraídas a México, de cuya revolución constitucional tenemos algún conocimiento, por haber tenido en ella una parte muy activa y haber estado en muchos de sus secretos. En honor de la verdad, es preciso confesar que México ha marchado con más regularidad y constancia en la carrera constitucional que una vez emprendió; y desde luego ha tenido la imponderable ventaja de que jamás se ha pensado seriamente en un cambio de sistema de gobierno. Decimos seriamente, para no excluir algunos proyectos de patriotas exaltados, bisoños y poco reflexivos, que con el mayor candor se persuaden ser esto cosa muy fácil y aun lo anuncian por escrito; pero el proyecto es tan irrealizable que no merece la pena de ocuparnos. México, pues, que ha contado con la estabilidad de sus instituciones, ha adoptado muy pocos principios del sistema representativo y aun en ellos no ha sido siempre constante.

Los autores políticos de más crédito y las instituciones públicas de los pueblos regidos por el sistema representativo, abrazan bajo este nombre la limitación del poder público y su distribución en los tres principales ramos, las elecciones periódicas y populares, la libertad de opiniones, la de la imprenta y la de la industria, la inviolabilidad de

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