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El Gato. Negro


Enviado por   •  17 de Julio de 2015  •  3.788 Palabras (16 Páginas)  •  191 Visitas

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Edgar Allan Poe

(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)

El gato negro

No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero, por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar ante el mundo, clara, suscintamente y sin comentarios, una serie de sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de efectos naturales.

La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez. Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de mis camaradas.

Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de proporcionarme los de las especies más agradables. Teniamos pájaros, un pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato. Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permititirle que me acompañase por las calles. Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente, sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba, sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de ginebra, penetró en cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté una sensacion mitad horror mitad remordimiento, por el crimen que había cometido; pero fue sólo un débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las heridas.

Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi criminal acción.

El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror.

Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritación. Y entonces desarrollóse en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo, tan seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano; una de las facultades o sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas, experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que haciendolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía

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