El Hombre Que Calculaba
berenice26958 de Septiembre de 2013
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EL HOMBRE QUE CALCULBA.
Introducción.
Es un texto muy bueno que todos deberían leer, está basado en un viaje donde el personaje principal era capaz de calcular a simple vista.
Es una obra muy buena en cada capítulo deja una gran enseñanza de sabiduría, matemática, lógica.
El protagonista –Beremiz Samir- es un joven calculista persa que reúne y practica todas esas condiciones juntas; que no deja de sorprendernos por la ingeniosa manera de resolver los problemas con una sabiduría lógica y muy racional a la que es sometido tantas veces.
Desde que iniciamos nuestra formación académica, la mayoría hacemos resistencia al aprendizaje de las matemáticas, argumentando que son difíciles de aprender e innecesarias para nuestro desarrollo; en las historias vividas por Beremiz nos muestra la importancia de esta ciencia para todas las demás y como en nuestra vida diaria las utilizamos, las matemáticas nos enseña a razonar de manera lógica, segura, sin posibilidad de error, el razonamiento lógico conduce nuestro pensamiento de manera correcta, aspecto necesario en cualquier actividad de la vida diaria.
CONTENIDO.
Las historias del hombre que calculaba nos enseñan que el ser humano por muy sabio que sea debe ser sencillo, compartido y solidario con sus semejantes, el hombre debe entender que la resolución de un problema no debe llevarnos a conflictos y que la superación de conflictos no debe distanciarnos entre seres humanos. Beremiz en sus relatos nos enseña que en la vida todo es posible, para ello demos desarrollar y utilizar nuestras propias habilidades, si bien es cierto Beremiz es muy hábil con las matemáticas, eso no es ningún obstáculo para que pueda resolver problemas que no son matemáticos.
Comienza cuando un señor regresaba de una excursión de Samarra con su camello, y de repente se encontró con un hombre llamado Beremis Samir, que resulto ser un gran calculista, él le conto que, por su esfuerzo en el trabajo, le dio unos cuantos meses para que descansara. Él Bagdalí, estaba sorprendido ya que el hombre que calculaba le contó con una sola mirada las ramas y hojas de un frondoso árbol, Bagdalí, asombrado le dijo que así podría ganar mucho dinero y que se fuera con él hacia Bagdad, así lo hicieron, montaron en el único camello que tenían y se fueron; en el camino de Bagdad, Beremis resolvió un problema de tres hermanos que discutían la herencia de su padre; tenían 35 camellos, al mayor le tocaba la mitad, al segundo un tercio de los camellos y al menor un noveno, como las divisiones no eran exactas, sucedía la pelea, el hombre que calculaba soluciono el problema, el utilizo el camello de su amigo y como serían ya 36 camellos sean más fácil, al mayor le tocaba 17 y medio, entonces recibió 18 camellos, al segundo un tercio, o sea 11 camellos y pico, y como eran 36 camellos recibiría 12 camellos, y al tercero le tocaba un noveno, o sea 3 camellos, pero ahora recibiría 4 camellos, nadie podía quejarse, pero como 17 + 11 + 4 es 34 sobraba un camello, que tomaría el por derecho de haber solucionado el problema y también tomaría el camello que le prestó su amigo Bagdalí, pasa que la suma de 1/2 + 1/3 +1/9 = 17/18, o sea que sobraba 1/18 que vendría ser un camello más, más el que le prestó su amigo completaban los 36. Los hermanos asombrados admitieron la solución y el Bagdalí también estaba asombrado, pudiendo continuar el viaje cada uno en su camello más cómodamente.
Me llamo Beremís Samir y nací en la pequeña aldea de Khoy, en Persia, a la sombra de la gran pirámide formada por el monte Ararat. Siendo muy joven todavía, me empleé como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.
Todos los días, al salir el Sol, llevaba el gran rebaño al campo, debiendo ponerlo al abrigo, al atardecer. Por temor de extraviar alguna oveja y ser por tal negligencia castigado, contaba las varias veces durante el día. Fui, así, adquiriendo, poco a poco, tal habilidad para contar que, a veces, instantáneamente, calculaba sin error el rebaño entero. No contento con eso, pasé a ejercitarme contando además los pájaros cuando, en bandadas, volaban por el cielo. Me volví habilísimo en ese arte. Al cabo de algunos meses –gracias a nuevos y constantes ejercicios-, contando hormigas y otros pequeños insectos, llegué a practicar la increíble proeza de contar todas las abejas de un enjambre. Esa hazaña de calculista nada valdría frente a las otras que más tarde practiqué. Mi generoso amo, que poseía, en dos o tres oasis distantes, grandes plantaciones de dátiles, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó de dirigir su venta, contándolos yo uno por uno en los cachos. Trabajé asía al pie de los datileros cerca de diez años. Contento con las ganancias que obtuvo, mi bondadoso patrón acaba de concederme algunos meses de descanso, y por eso voy ahora a Bagdad pues deseo visitar a algunos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de esa bella ciudad. Y para no perder el tiempo, me ejército durante el viaje, contando los árboles que dan sombra a la región, las flores que la perfuman y los pájaros que vuelan en el cielo, entre las nubes.
De ahí en adelante, ligados por ese encuentro casual en medio del agreste camino, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.
Beremís era de genio alegre y comunicativo. Joven aún –pues no tendría veintiséis años-, estaba dotado de gran inteligencia y notable aptitud para la ciencia de los números.
Formulaba, a veces, sobre los acontecimientos más banales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban gran agudeza de espíritu y verdadero talento matemático. Beremís también sabía contar historias y narrar episodios que ilustraban sus conversaciones, de por sí atrayentes y curiosas.
A veces pasábase varias horas, en hosco silencio, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas oportunidades me esforzaba por no perturbarlo, quedándome quieto, a fin de que pudiera hacer, con los recursos de su memoria privilegiada, nuevos descubrimientos en los misteriosos arcanos de la Matemática, ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.
Hacía pocas horas que viajábamos sin interrupción, cuando nos ocurrió una aventura digna de ser referida, en la cual mi compañero Beremís puso en práctica, con gran talento, sus habilidades de eximio algebrista.
Encontramos, cerca de una antigua posada medio abandonada, tres hombres que discutían acaloradamente al lado de un lote de camellos.
Furiosos se gritaban improperios y deseaban plagas:
- ¡No puede ser!
- ¡Esto es un robo!
- ¡No acepto!
El inteligente Beremís trató de informarse de que se trataba.
- Somos hermanos –dijo el más viejo- y recibimos, como herencia, esos 35 camellos. Según la expresa voluntad de nuestro padre, debo yo recibir la mitad, mi hermano Hamed Namir una tercera parte, y Harim, el más joven, una novena parte. No sabemos sin embargo, como dividir de esa manera 35 camellos, y a cada división que uno propone protestan los otros dos, pues la mitad de 35 es 17 y medio. ¿Cómo hallar la tercera parte y la novena parte de 35, si tampoco son exactas las divisiones?
- Es muy simple –respondió el “Hombre que calculaba”-. Me encargaré de hacer con justicia esa división si me permitís que junte a los 35 camellos de la herencia, este hermoso animal que hasta aquí nos trajo en buena hora.
Luego continuó diciendo:
- Por esta ventajosa división que ha favorecido a todos vosotros, tocarán 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado (18 + 12 + 4) de 34 camellos. De los 36 camellos sobran, por lo tanto, dos. Uno pertenece, como saben, a mi amigo el “bagdalí” y el otro me toca a mí, por derecho, y por haber resuelto a satisfacción de todos, el difícil problema de la herencia.
- ¡Sois inteligente, extranjero! –exclamó el más viejo de los tres hermanos-. Aceptamos vuestro reparto en la seguridad de que fue hecho con justicia y equidad.
El astuto beremís –el “Hombre que calculaba”- tomó luego posesión de uno de los más hermosos “jamales” del grupo y me dijo, entregándome por la rienda el animal que me pertenecía:
- Podrás ahora, amigo, continuar tu viaje en tu manso y seguro camello. Tengo ahora yo, uno solamente para mí.
Y continuamos nuestra jornada hacia Bagdad.
Tres días después, nos aproximábamos a una pequeña aldea –llamada Lazakka- cuando encontramos, caído en el camino, a un pobre viajero herido.
Socorrímosle y de su labios oímos el relato de su aventura.
Llamábase Salem Nasair, y era uno de los más ricos negociantes de Bagdad. Al regresar, pocos días antes, de Basora, con una gran caravana, fue atacado por una turba de persas, nómades del desierto. La caravana fue saqueada, pereciendo casi todos sus componentes a manos de los beduinos. Sólo se había salvado él, que era el jefe, ocultándose en la arena, entre los cadáveres de sus esclavos.
Al terminar el relato de sus desgracias, nos preguntó con voz
- ¿Tenéis, por casualidad, musulmanes, alguna cosa para comer?
- Tengo solamente tres panes –respondí.
- Yo traigo cinco –afirmó a mi lado el “Hombre que calculaba”.
- Pues bien –sugirió el sheik -; juntemos esos panes y hagamos una sociedad única. Cuando lleguemos a Bagdad os prometo pagar con ocho monedas de oro el pan que coma.
Así hicimos, y al día siguiente, al caer la tarde, entramos
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