El Muchacho Persa Mary Reanult
AlejoMndz26 de Mayo de 2013
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El muchacho
persa
Mary Renault
CONTRAPORTADA
Proclamado rey tras el asesinato de su padre, el joven Alejandro se lanza a su poderosa
ambición: la conquista de Occidente y la creación de un imperio mundial en el que todos
los pueblos se amalgamen. La apasionada vida de este gobernante, que encontrará la
muerte a los treinta y dos años, es narrada por Bagoas, el servidor preferido del joven rey,
y con el que mantiene una relación cálida, admirativa y un tanto ambigua.
Mary Renault es el seudónimo de la escritora Mary Challans(1905-1983), autora formada
en Oxford y residente en Sudáfrica desde el término de la segunda guerra mundial. Buena
muestra de su erudición y extraordinaria calidad literaria es la biografía novelada de
Alejandro Magno, trilogía integrada por Fuego del paraíso, El muchacho persa y Juegos
funerarios, títulos que forman parte de esta colección.
SALVAT Diseño de cubierta: Ferran Cartes/Montse Plass
Traducción: María Antonia Menini
Traducción cedida por Ediciones Grijalbo, S.A.,
de la edición de Longman Group Limited, Londres
Título original: The Persian boy
© 1994 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edición)
© 1972 Mary Renault
© 1974, 1976 Ediciones Grijalbo, S.A.
ISBN: 84-345-9042-5 (Obra completa)
ISBN: 84-345-9059-X (Volumen 17)
Depósito Legal: B-35446-1994
Publicado por Salvat Editores, S.A., Barcelona
Impreso por CAYFOSA. Noviembre 1994
Printed in Spain-Impreso en España
Si alguien tiene derecho a ser juzgado de
acuerdo con las normas de su propio tiempo,
este alguien es Alejandro.
HERMANN BENGSTON
The Greeks and the Persians
1
Para que no vayáis a suponer que soy un hijo de nadie, vendido por algún padre
campesino en año de sequía, diré que nuestro linaje es muy antiguo aunque tenga que
morir conmigo. Mi padre fue Artembares, hijo de Araxis, de Pasagardai, la antigua tribu
real de Ciro. Tres miembros de nuestra familia lucharon por él cuando los persas
sojuzgaron a los medos. Permanecimos en nuestra tierra por espacio de ocho
generaciones en las colinas situadas al occidente de Susa. Tenía diez años y me dedicaba a
aprender las artes guerreras cuando me llevaron.
Nuestra fortaleza de la colina era tan antigua como nuestra familia, curtida por la
intemperie al igual que las rocas y con la atalaya adosada a un despeñadero. Desde allí mi
padre solía mostrarme el tortuoso río que atravesaba el verde valle en dirección a Susa, la
ciudad de los lirios. Me mostraba el palacio, resplandeciente sobre su extensa terraza, y
me prometía que sería presentado cuando cumpliera los dieciséis años.
Eso fue en tiempo del rey Ocos. Sobrevivimos a su reinado, a pesar de que era un
carnicero. Mi padre perdió justamente la vida por haber sido fiel a su hijo Arses contra
Bagoas, el jefe palaciego.
A mi edad es posible que no hubiera hecho el menor caso del asunto de no haber
llevado el dignatario mi mismo nombre. En Persia es corriente; pero, siendo un hijo único
muy querido, me resultaba tan extraño oírlo pronunciar con repugnancia que siempre me
escocían los oídos.
Los señores de la corte y el campo, a los que por regla general sólo veíamos un
par de veces al año, subían ahora el montañoso camino cada pocos días. Nuestra fortaleza
se hallaba muy apartada del camino y constituía un buen lugar de reunión. Me gustaba ver
a aquellos hombres tan apuestos con sus fornidos caballos y experimentaba como una
sensación de expectativa de acontecimientos, si bien no de peligro, puesto que ninguno de
éstos se me antojaba temible. Más de una vez celebraban sacrificios en el altar del fuego;
entonces venía el mago, un vigoroso anciano que trepaba por las rocas como un cabrero,
matando serpientes y escorpiones. Me encantaban las brillantes llamas y los destellos que
arrancaban de las bruñidas empuñaduras de las espadas, los botones dorados y los gorros
recamados de joyas. Así seguiría todo, pensaba yo, hasta que pudiera reunirme con ellos
al llegar a ser hombre.
Finalizadas las plegarias, bebían juntos la bebida sagrada y hablaban acerca del
honor.
Y en el honor se me había educado a mí. Desde la edad de cinco años en que me
habían apartado de las mujeres, y me habían enseñado a montar y a utilizar las armas y
aborrecer la mentira. El Fuego era el alma del Dios Sabio. La oscura mentira era una
infidelidad.
El rey Ocos había muerto no hacía mucho. Si le hubiera matado la enfermedad,
pocos hubieran llorado; pero se decía que la enfermedad no había sido muy grave, que le
había matado la medicina. Bagoas llevaba muchos años encumbrado muy alto en el reino,
al lado del rey, pero el joven Arses había alcanzado la edad adulta y se había casado
recientemente. Ocos, con un heredero adulto y nietos, había empezado a reducir el poder
de Bagoas. Murió al poco tiempo.
-Por consiguiente -dijo uno de los huéspedes de mi padre-, el trono se entrega
ahora por medio de la traición aunque sea al heredero legítimo. Por mi parte, disculpo al
joven Arses, jamás he oído nada en contra del honor del muchacho. Pero su juventud
duplicará el poder de Bagoas; a partir de ahora, éste será prácticamente el rey. Jamás
eunuco alguno había subido tan alto.
-No es frecuente -repuso mi padre-. Pero a veces les domina esta ansia de poder.
Tal vez ello se deba al hecho de que no tendrán hijos.
Al verme a su lado me tomó en brazos. Alguien pronunció una bendición.
El huésped de mayor rango que había seguido la corte a Susa, a pesar de que sus
tierras se hallaban en las cercanías de Persépolis, dijo:
-Todos estamos de acuerdo en que Bagoas no tiene que gobernar. Pero veamos
cómo le maneja Arses. Aunque sea joven, creo que el cortesano ha hecho la cuenta sin el
soberano.
No sé qué hubiera hecho Arses si sus hermanos no hubieran sido envenenados.
Fue entonces cuando empezó a contar a sus amigos.
Los tres príncipes se llevaban muy poco tiempo de diferencia. Los tres habían
estado muy unidos. Los reyes suelen variar en relación con sus parientes, pero no fue así
en el caso de Arses. El jefe palaciego desconfiaba de sus reuniones privadas. Los dos
hermanos menores, casi sin solución de continuidad, experimentaron retortijones y
murieron.
Poco después llegó un mensajero a nuestra casa; su carta ostentaba el sello real.
Yo fui la primera persona con quien se tropezó mi padre una vez que se hubo marchado el
hombre.
-Hijo mío -dijo-, pronto tendré que marcharme; el rey me ha llamado. Recuérdalo,
es posible que lleguen tiempos en que sea necesario defender la Luz contra la Mentira -me
apoyó la mano en el hombro-. Es triste que compartas en estos momentos el nombre con
un malvado, pero no será por mucho tiempo si Dios lo quiere. Y este monstruo no puede
transmitirlo. Tú serás quien lo transmita con honor, tú y los hijos de tus hijos.
Me levantó en brazos y me besó.
Mandó fortificar la fortaleza. Había un despeñadero por un lado y una torre de
vigilancia en lo alto del camino montañoso; pero ordenó que se levantaran otras dos
hiladas sobre las murallas con mejores rendijas para los arqueros.
La víspera de su partida subió a la fortaleza un grupo de guerreros. Su carta
ostentaba el sello real. No sabíamos que procedía de la mano de un muerto. Arses había
corrido la misma suerte que sus hermanos; sus hijos pequeños habían sido eliminados; se
había borrado la descendencia masculina de Ocos. Mi padre contempló el sello y ordenó
que se abrieran las puertas. Entraron los hombres a caballo.
Habiéndolo observado todo, regresé al jardín que había bajo la torre para
entretenerme con juegos infantiles. Escuché gritos y fui a ver. Cinco o seis hombres
arrastraban a través de la puerta a un hombre con rostro espantoso. Tenía la parte central
ensangrentada y vacía; la sangre manaba penetrándole en la boca y empapándole la barba.
Le habían quitado la capa y tenía los hombros cubiertos de sangre porque le habían
cercenado las orejas. Lo conocí por las botas. Era mi padre.
Incluso ahora me pregunto cómo lo dejé correr al encuentro de la muerte sin
articular palabra alguna, mudo de horror. Supongo que él debió comprenderlo porque
cuando habló lo hizo con esta finalidad. Mientras le arrastraban fuera, me gritó con una
áspera voz horriblemente alterada por la herida que presentaba en la parte donde antes
había estado la nariz:
-¡Nos ha traicionado Orxines! ¡Orxines, recuerda este nombre! ¡Orxines!
Con la boca abierta y gritando, el rostro parecía más aterrador que antes. No sé si
escuché las palabras que pronunció. Me quedé como petrificado mientras lo obligaban a
arrodillarse y le adelantaban la cabeza tomándolo por el cabello. Les costó cinco o seis
golpes de espada partirle el cuello.
Mientras lo hacían, olvidaron vigilar a mi madre. Ésta debió correr a lo alto de la
...