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Los Persas


Enviado por   •  28 de Marzo de 2012  •  7.949 Palabras (32 Páginas)  •  633 Visitas

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LOS PERSAS

PERSONAJES

Coro de ancianos

Acosa (madre del rey)

Mensajero

Sombra de Darío

Jerjes (rey de los persas)

La escena tiene lugar en Susa, capital de los persas, delante del palacio del Gran Rey. El coro está compuesto de ancianos conse¬jeros del monarca, llamados los Fieles.

CORIFEO. De los persas que han marchado hacia la tierra de la Hélade, estos son los llamados Fieles, guardianes de este palacio opulento y lleno de oro, que por su magnificencia el propio rey Jerjes, hijo de Darío, escogió para vigilar sobre el país.

Pero cuando pienso en el retorno del rey y del brillante ejército, harto ya de ser profeta de desgracias, se me angustia el corazón en el pecho -toda la fuerza de la estirpe asiática se ha marchado- y reclama a su joven señor, pero ni mensajero ni jinete alguno llega a la ciudad de los persas.

Dejando Susa y Ecbatana y el viejo recinto de Cisia, han marchado, unos a caballo, otros en naves, y a pie los infantes que constituyen la masa guerrera.

Así van al combate Amistres y Artafrenes, Megabates y Astaspes, capitanes de los persas, reyes vasallos del Gran Rey, celadores de un inmenso ejército, y con ellos, los temibles ar¬queros y los caballeros formidables de contemplar, terribles en el combate por la valerosa decisión de su espíritu. Y Artambaces, contento encima de su caballo, y Masistres, y el valiente Imeo, arquero victorioso, y Farandaces, y Sóstanes el con¬ductor de carros.

El ancho y fecundo Nilo ha enviado también los suyos: Susiscanes, Pegastón, nacido de Egipto, y el soberano de la sa¬grada Menfis, Arsames el Grande, y el regente de la antigua Tebas, Arimardo, y los hábiles remeros que surcan los panta¬nos, multitud difícil de contar.

A continuación viene la tropa de los lidios de vida fácil, que dominan a todos los pueblos de su continente; Metrogates, y el valiente Arcteo, reyes conductores, y Sardes, la ciudad del oro, los envían al combate en muchos carros de dos y tres lanzas dispuestos en escuadrones, formidable espectáculo terrible.

Los vecinos del sagrado Tmolo se jactan de que harán caer sobre la Hélade el yugo de la esclavitud, Mardon, Taribis, yunques de la lanza, y los lanceros misios. Babilonia, rica en oro, envía en torrente una mezclada multitud, marinos en sus naves, y soldados llenos de fe en el coraje con que tensan el arco. Detrás viene, procedente de toda Asia, la gente de espada corta, obediente a las órdenes terribles del Gran Rey.

Tal es la flor de los guerreros del país de Persia que han marchado, y por ellos toda la tierra de Asia, su nodriza, llora con ardiente nostalgia; y sus padres y esposas, contando los días, tiemblan del tiempo que se demora.

CORO. El ejército del rey, destructor de ciudades, ya, sin duda, a la ribera opuesta del continente vecino, después de haber atrave¬sado el estrecho de Hele, hija de Atamantis, en baleas atadas con cuerdas de lino, y lanzado sobre el cuello del mar el yugo de una pasarela tachonada con innumerables clavijas.

El impetuoso señor de la populosa Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres por un doble camino: para los soldados de a pie y los del mar confían en sus fuertes y rudos capitanes, el hijo del linaje del oro, mortal igual a los dioses.

En sus ojos brilla la sombría mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos, e impulsando su carro sirio conduce un Ares que triunfa con el arco contra guerreros ilustres por la lanza.

Nadie es reputado capaz de hacer frente a este inmenso to¬rrente de hombres y con poderosos diques contener el in¬vencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su valiente pueblo.

Pero ¿qué mortal puede escapar al astuto engaño de un dios? ¿Quién con el ágil pie de un salto feliz sabría lanzarse por encima?

Dulce y halagador, Ate atrae al hombre hacia sus redes, y ningún mortal puede esquivarlas y huir. El destino que los dioses han asignado desde antiguo a los persas les impone la tarea de ocuparse de las guerras destruc¬toras de torres, de los tumultos, placer de los jinetes, y de las devastaciones de ciudades.

Pero ahora han aprendido en las vastas rutas del mar, grisá¬ceo por el viento impetuoso, a contemplar el sagrado recinto de las aguas, confiados en frágiles cordajes de lino y en inge¬nios para transportar a los hombres.

Por ello la angustia lacera mi corazón enlutado. «¡Oh! ¡Ah, el ejército persa!» ¿No es esta la nueva que oirá mi urbe, la gran ciudad de Susa, vacía de hombres, y la fortaleza de Cisia tornaría los ecos? «¡Oh!» ¿Es este el grito que hará resonar una muche¬dumbre femenina, mientras desgarra sus vestidos de lino?

Pues todo un pueblo de jinetes y de infantes ha dejado el país, como un enjambre de abejas, con su jefe de ejército; ha salvado el promontorio marino, uncido y común a los dos continentes.

Los tálamos, con la añoranza de los hombres, se llenan de lágrimas; todas las mujeres persas, en la ternura de su duelo, han seguido con nostalgia amorosa el belicoso y valiente es¬poso, y solas quedan en el yugo.

CORIFEO. Vamos, pues, persas, y sentados bajo este tejado anti¬guo, meditemos sabia y profundamente -la necesidad nos acosa- examinando la situación de Jerjes rey, nacido de Da¬río, raza nuestra con el nombre heredado de sus abuelos. ¿Acaso triunfa el tiro del arco? ¿O ha vencido la lanza con moharra de hierro?

Pero, mirad, he aquí la madre del rey, mi reina, luz igual a la de los ojos de los dioses; yo me arrodillo. Que todos la saluden con los homenajes debidos.

(El coro se postra y entra la Reina madre en su carro, seguida de un numeroso cortejo.)

Oh reina, soberana de las mujeres persas, de grácil talle, madre venerable de Jerjes, salve, mujer de Darío.

Compañera de lecho de un dios de los persas, habrás sido también madre de un dios, si al menos la ancestral fortuna no ha desertado de nuestro ejército.

REINA. Por esta causa he venido aquí, dejando el palacio brillante y la alcoba de Darío y mía; también a mí la inquietud desga¬rra mi corazón y a vosotros quiero decirlo, amigos. Yo misma no estoy exenta de temor, no sea que nuestra gran riqueza derribe de un puntapié, cubriendo de polvo el suelo, la feli¬cidad que Darío levantó no sin el concurso de algún dios. Así una doble e inexplicable preocupación radica en mi corazón: ni las riquezas sin hombres son honradas y apreciadas,

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