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Estado Benefactor Mexicano

williamcv5 de Noviembre de 2014

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El Estado benefactor mexicano: nacimiento, auge y declive (1822-2000)

En Europa occidental del Norte, el estado benefactor (EB) nació como consecuencia de las luchas de los grupos subalternos (obreros, campesinos, mujeres) dentro de Estados consolidados desde hacía siglos, y que se estaban abriendo, lentamente, hacia estos grupos como consecuencia de las protestas, movimientos, huelgas y diversos tipos de acción colectiva que éstos organizaron (Esping Andersen, 1991; Hicks, 1999; Huber y Stevens, 2001). Con la adquisición, en el siglo XX, del sufragio universal, ellos empezaron a ocupar centros de poder dentro de la dinámica democrática, obteniendo, en alianza con otros (principalmente campesinado y clases medias), servicios públicos y derechos a programas de bienestar. Claro esta, existieron diferencias en este desarrollo entre países de corte liberal como la Gran Bretaña, los de tradición estatista como Francia, Alemania, Italia o los países escandinavos (Huber, Ragin y Stevens, 1993). Pero grosso modo, puede afirmarse, sin ser marshaliano, que en Europa occidental, fue más o menos continua la trayectoria que conducía de la obtención de derechos cívicos fundamentales a la adopción de programas públicos tendientes a reducir las desigualdades y proteger las familias de las altibajos del mercado laboral.

En cambio, en los países marcados por el colonialismo y una inserción tardía en el mercado internacional, aunque casi todos los EBs empezaron a desarrollarse a partir de la posguerra, no se siguieron trayectorias continuas ni etapas previsibles. Para América Latina, y particularmente para México, esto se debió a que las reivindicaciones laborales asociadas con la revolución industrial y el avance del capitalismo coincidieron con etapas a la vez tempranas y cruciales de la formación y consolidación de los Estados, por lo que deben analizarse en relación con tales procesos, como intento hacerlo aquí en el caso de México.

Fue marcadamente diferente el origen del EB en los países iberoamericanos marcados por el colonialismo español y una inserción tardía en el mercado internacional: aunque la industrialización arrancó desde el último cuarto del siglo XIX, con la construcción de los ferrocarriles y la internacionalización del mercado, esto había sucedido a una escala mucho menor, y en contextos políticos marcadamente militaristas, autoritarios e inestables. Por consiguiente, lejos de haber sido empujados desde abajo por las clases subalternas, las jóvenes repúblicas de Iberoamérica parecían haber seguido una trayectoria de desarrollo, tanto industrial como del EB, impulsado desde arriba, motivado por una racionalidad productivista pura. En este panorama desaparecieron las fuerzas y alianzas populares que hubieran propiciado avances en el EB, haciendo inclusive responsables de retrasos en este proceso a los pocos y breves regímenes populistas, por las demandas desproporcionadas (en relación con los recursos disponibles) que se suponía que éstos habían despertado entre las masas.

En América Latina, por consiguiente, el desarrollo industrial no fue acompañado del surgimiento de regímenes democráticos, por lo que se vuelven inaplicables para esta región las explicaciones que respaldan el desarrollo del EB en Europa occidental. ¿Sería, entonces, que para explicar este fenómeno en Iberoamérica, sólo nos quedaría la tesis de la “lógica de la industrialización” según la cual todo proceso de industrialización exige y contiene en si mismo las condiciones para el desarrollo del EB (citas)? En tal caso, ¿cómo podríamos explicar que las trayectorias económicas de los países de la región hayan sido tan diversas? Al mirar las trayectorias del desarrollo industrial en Latinoamérica y otras regiones del tercer mundo, parece dudoso que haya tal cosa como una lógica universal de la industrialización. Si la hubiera, no tendríamos ninguna dificultad para equiparar la restauración Meiji en Japón con el Porfiriato mexicano o la Prusia imperial, porque bajo esta hipótesis, podríamos descubrir detrás de las acciones estatales los mismos imperativos traducidos en políticas económicas y sociales con matices poco diferentes por líderes tan distintos como, Bismark o Porfirio Díaz.

En cambio, si partimos del supuesto de que no hay una, sino muchas trayectorias de industrialización, y ninguna con una “lógica” arriba de los factores internos y externos que históricamente construyeron la realidad de cada país, entonces el problema debe plantearse en términos distintos. Sin menospreciar el rol de la apertura de los mercados internacionales, de la inversión extranjera ni de los esfuerzos de organismos internacionales, tales como la OIT, y más tarde el IMF y el BM por impulsar determinadas políticas sociales en Latinoamérica, nos incumbe explicar el surgimiento y desenvolvimiento del EB dentro de la lógica del desarrollo históricos de las naciones latinoamericanas. De esta manera, lejos de esconderse detrás de un fenómeno que por universal nunca fue homogéneo. el por qué y el cómo de este fenómeno se vuelve inteligible dentro de las dinámicas de la formación y transformación de estas naciones,

En este trabajo presento el caso de México. Argumento que el EB mexicano fue producto del proceso de formación del Estado postindependiente, y posteriormente de la consolidación y transformación del Estado nacido de la Revolución de 1910. Se consideran cuatro etapas fundamentales en este proceso: 1) Independencia, Reforma y República Restaurada (1822-76); 2) Porfiriato (1877-1910); 3) EB posrevolucionario ascendente (1917-1982); y 4) EB posrevolucionario neoliberal (1982-2003). La argumentación descansa en las fuentes históricas que establecen las principales etapas del desarrollo de las políticas sociales por un lado, y las enfocadas en la transformación del Estado mexicano, por otro. Por lo tanto, el valor del trabajo no estriba en descubrir hechos nuevos, sino hacer una nueva lectura de los ya establecidos en la doble óptica de formación del EB, y formación y consolidación del Estado mexicano de la posrevolución.

1. De la Independencia a la Reforma y la República Restaurada (1822-1877)

El Estado del México independiente nació quebrado, con una economía impregnada de las estructuras coloniales de tipo corporativo (Staples, 1981), pero sin los vínculos internacionales que la sostuvieran. Debido a la guerra entre España y Napoleón, los reyes Borbones habían retirado los capitales que respaldaban las obras de beneficencia, prometiendo de mandar los intereses para sostener a éstas, pero dejaron de pagar a partir de 1813.

En los albores de la Independencia, la única institución capaz de perseguir un proyecto político coherente, apoyado tanto por las élites terratenientes como por las masas, era la Iglesia Católica. Su poder era tal que la sumisión a sus dogmas estaba incluida en la Constitución de Cadiz. La Independencia arrancaría con una contradicción fundamental entre una declaración formal de soberanía nacional, y el reconocimiento de facto de la autoridad eclesiástica por encima de los asunto políticos (Villaseñor, 1978:32).

Esta contradicción pronto encontraría su arena conflictiva predilecta en la política educativa de la joven república. Tanto los liberales como los conservadores concordaban en la necesidad de abrir la escuela primaria al “pueblo entero”, y también en que bajo este término se entendiera tan sólo a los mestizos habitantes de las ciudades, y se excluyera a los indígenas, las masas rurales (el 80% de la población) y los pobres de las ciudades. Pero los conservadores, en su mayoría, querían conservar las viejas formas de educación bajo el control de la Iglesia Católica, mientras que los liberales querían conformar una educación pública desligada de la Iglesia y formadora de ciudadanos. Esta proyección, a través de la educación, de una concepción antitética del Estado Nacional, estaría al centro de la guerra civil recurrente que duraría hasta los 1870s.

En agosto de 1821, cuando España finalmente concedió la independencia, tan sólo el 0.6% de la población de 4,800 000 adultos era alfabetizada (Martínez Jiménez, 1973). En cuanto a la enseñanza universitaria, se reducía a los seminarios conciliares, la Universidad de Guadalajara, la Universidad de San Carlos y el Colegio de Minería. Para responder a la nueva necesidad sentida de educar al “pueblo”, no había, en la mayoría de los casos, maestros, escuelas ni textos. Pero el método lancasteriano de alfabetización elemental se había difundido sobre el territorio nacional. Veinte años después, se habían abierto 1310 escuelas, todas ellas lancasterianas, con 58,744 alumnos (Martínez Jiménez, 1973).

Para Mora, arquitecto e ideólogo de la vertiente liberal de la educación,”la prosperidad de la nación sólo podría lograrse cuando se contara con el concurso activo de las mayorías para construir un Estado democrático en su forma de gobierno republicano” [lo cual implicaba un] “conocimiento claro de sus deberes y obligaciones hacia la patria” (Mora, 1949, de Villaseñor, 1978:515).

Con la Reforma, la Ley Lerdo de junio de 1856, y posteriormente el Manifiesto del Gobierno Constitucional a la Nación de 1859, hicieron ley el proyecto de crear un Estado independiente de la Iglesia con una educación laica, gratuita y obligatoria. En esa época, como lo expresa Vázquez Zoraida, “Los liberales creyeron en la educación casi con desesperación. Su ambición era gigantesca, porque desde su perspectiva, todo lo que para México deseaban dependía de ella.” (1967: 209). Además de reducir el poder de la Iglesia, esperaban que asimilara a la población indígena

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