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Horacio Quiroga UNA ESTACION DE AMOR

llebreknit11 de Octubre de 2013

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Primavera

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al

oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al

carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde

anterior, preguntó a sus compañeros:

--¿Quién es? No parece fea.

--¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor

Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era

una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero

completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de

suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio

exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose

hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco

separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o

de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en

flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un

momento en los suyos, quedó deslumbrado.

--¡Qué encanto!--murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al

almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia

la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente

colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al

galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún

carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las

serpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas

sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron

atentamente al derrochador.

--¿Quiénes son?--preguntó Nébel en voz baja.

--El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la

madre de tu chica... Es cuñada del doctor.

Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran

francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el

deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial

condescencia.

Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel

aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.

Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas

increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan

bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.

Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se

reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de

hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían,

volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel.

Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre

el almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de

siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la

rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la

victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos,

tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no

lo tenía. Sus acompañantes se rían.

--¡Pero loca!--le dijo la madre, señalándole el pecho--¡ahí tienes

uno!

El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido del

estribo, afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía,

con el cuerpo casi fuera del coche.

Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su

bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su

conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía

quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno

sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día

perdía toda su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!

--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y

carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía

real y profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego.

¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo,

confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación

aturdida con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba

claramente el brillo de sus ojos cuando lo vió llegar corriendo, la

inquieta espectativa con que lo esperó, y--en otro orden, la morbidez

del joven pecho, al tenderle el ramo.

¡Y ahora, concluído! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué

le importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre?

Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires.

Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al

más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de

18 años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil

idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando

poco, sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente.

La despedida fué breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio

de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.

Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?

"¡Oh, no volver yo!" Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el

muelle, volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la

cabeza un poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada

los marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio--y al

vestido, corto aún, de la tiernísima novia.

Verano

El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer

momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni

mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de

pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último

resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de

verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de

nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo,

esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso,

erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la

fila de muchachos.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber

en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia

casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito

resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.

Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

--Parece que no se acuerda más de ti--le dijo un amigo, que a su lado

había seguido el incidente.

--¡No mucho!--se sonrió él.--Y es lástima, porque la chica me gustaba

en realidad.

Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que

había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que

creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!--repetía sin darse

cuenta, con la costumbre del chico.--¡Pum! ¡todo concluído!

De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro

se animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad

como esa, profundamente razonable.

A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era

elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y

entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió

al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse

violentamente a la puerta vidriera. Vió a Nébel, lanzó una

exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su

ropa, huyó más velozmente aún.

Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su

antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás.

Nébel no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse

por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un

millón de veces tal presencia a la del abogado.

Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente

y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y

sin cortedad, su inmensa dicha.

--¡Tan pronto, ya!--le dijo la señora.--Espero que tendremos el gusto

de verlo otra vez... ¿No es verdad?

--¡Oh, sí, señora!

--En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! ¿Quiere

que consultemos?--se sonrió con maternal burla.

--¡Oh, con toda el alma!--repuso Nébel.

--¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.

Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba.

Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó

...

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