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Invencion De America

marta001 de Noviembre de 2014

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I

En el sistema del universo e imagen del mundo que acabamos de esbozar, no hay ningún ente que tenga el ser de América, nada dotado de ese peculiar sentido o significación. Real, verdadera y literalmente América, como tal, no existe, a pesar de que exista la masa de tierras no sumergidas a la cual, andando el tiempo, acabará por concedérsele ese sentido, ese ser. Colón, pues, vive, y actúa en el ámbito de un mundo en que América, imprevista e imprevisible, era en todo caso mera posibilidad futura, pero de la cual ni él ni nadie tenía idea, ni podía tenerla. El proyecto que Colón sometió a los reyes de España no se refiere, pues, a América, ni tampoco, como iremos viendo, sus cuatro famosos viajes. Pero si esto es así, no incurramos, ahora que estamos a punto de lanzarnos con Colón en su gran aventura, en el equívoco de suponer, como es habitual, que, aunque él lo ignoraba,"en realidad" cruzó el Océano en pos de América y de que fueron sus playas adonde "en realidad" llegó y donde tanto se afanó y padeció. Los viajes de Colón no fueron, no podían ser "viajes a América", porque la interpretación del pasado no tiene, no puede tener, como las leyes justas, efectos retroactivos. Afirmar lo contrario, proceder de otro modo, es despojar a la historia de la luz con que ilumina su propio devenir y privar a las hazañas de su profundo dramatismo humano, de su entrañable verdad personal. A diametral diferencia, pues, de la actitud que adoptan todos los historiadores, que parten con una América a la vista, ya plenamente hecha, plenamente constituida, nosotros vamos a partir de un vacío, de un todavía no-existe América. Compenetrados de esta idea y del sentimiento de misterio que acompaña el principio de toda aventura verdaderamente original y creadora, pasemos a examinar, en primer lugar, el proyecto de Colón.

II

El proyecto de Colón es de una dórica simplicidad: pretendía atravesar el Océano en dirección de occidente para alcanzar, desde España, los litorales extremos orientales de la Isla de la Tierra y unir, así, a Europa con Asia. Como es obvio —ya lo vimos—, esta ocurrencia nada tenía de novedosa y ya sabemos en qué nociones se fundaba la plausibilidad de realización de semejante viaje. Conviene recordarlas brevemente.

La forma esférica que, de acuerdo con la física de Aristóteles, afectaba el conjunto de las masas de agua y de tierra es la premisa fundamental: tratándose de un globo, un viajero podía en principio, llegar al oriente del orbis terrarum navegando hacia el occidente. El único problema era, pues, saber si el viaje era realizable, dados los medios con que se contaba. Colón se convenció por la afirmativa, aprovechando la indeterminación en que se estaba respecto al tamaño del globo terráqueo y acerca de la longitud de la Isla de la Tierra. En efecto, amparado por el dilema que había a ambos respectos, acabó por persuadirse de que el globo era mucho más pequeño de lo habitualmente aceptado y de que el orbis terrarum era mucho más largo de lo que se pensaba. La consecuencia de estos dos supuestos es obvia: mientras mayor fuera la longitud de la Isla de la Tierra y menor la circunferencia del globo, más breve sería el espacio oceánico que tendría que salvarse.

Sabemos que, en un sentido estricto, ninguno de esos supuestos era un disparate científico. La verdad es, sin embargo, que como Colón extremó tanto la pequeñez del globo en su afán de convencerse y de convecer a los demás, sus argumentos fueron más perjudiciales que favorables a su empeño. Para el hombre informado de la época, lo único que merecía consideración seria era la posible proximidad de las costas atlánticas de Europa y Asia, pero aun así, el proyecto tenía que parecer descabellado por lo mucho que debería alargarse la longitud de la Isla de la Tierra para hacerlo plausible. La elección de los portugueses en favor de la ruta oriental no obedecía, pues, a un mero capricho, y su único gran riesgo consistía en que las costas de África no terminaran, como se suponía, arriba del ecuador.

Esta situación explica por sí sola la resistencia que encontró Colón en el patrocinio de la empresa que proponía. No es demasiado difícil, sin embargo, comprender los motivos que decidieron a los reyes católicos a tomarla a su cargo. En primer lugar, la rivalidad con Portugal, agudizada por el hallazgo del Cabo de Buena Esperanza, le prestó al proyecto de Colón un apoyo inesperado. Parece obvio, en efecto, que Fernando e Isabel accedieran a las insistentes peticiones de Colón, con la esperanza no distinta de la del jugador que, confiando en un extraordinario golpe de suerte, se decide a aceptar un envite arriesgado. Era poquísimo lo que se podía perder y muchísimo lo que se podía ganar. Esto explica, además que la Corona, ya decidida a tentar fortuna, haya accedido a las exorbitantes pretensiones remunerativas de Colón .

En segundo lugar, el acuerdo de patrocinar la empresa encontró aliciente en la posibilidad de obtener para España alguna o algunas de las islas que la cartografía medieval ubicaba en el Atlántico y que nada tenían que ver con el supuesto archipiélago adyacente a las costas de Asia. Semejante posibilidad parece explicar, por lo menos parcialmente, por qué motivo las capitulaciones firmadas con Colón (Villa de Santa Fe de Granada, 17 de abril de 1492) presentan la empresa como una mera exploración oceánica que, claro está, no tenían por qué excluir el objetivo asiático. Pero en esa particularidad del célebre y discutido documento estriba, a nuestro parecer, un motivo más que refuerza la decisión de los reyes de España y sobre el cual no se ha puesto la atención que merece, a saber: el deseo y oportunidad de ejercer un acto de soberanía, en esa época enteramente inusitado, sobre las aguas del Océano. En efecto, lo verdaderamente extraordinario de las capitulaciones no consiste en que no aparezca en ellas de un modo expreso la finalidad asiática del viaje, sino en que aparezca de modo expreso una declaración del señorío español sobre el Océano, pretensión extravagante por los motivos que indicamos oportunamente.

Todas estas consideraciones no están animadas por el deseo de tomar partido en una de las más enconadas polémicas de la historiografía colombina que en nada nos afecta. Hacían falta, en cambio, para describir la situación inicial, porque al indicar el contraste entre la confiada actitud de Colón y la precavida posición de la Corona, ya se hace patente la discrepancia que disparará el desarrollo futuro de los acontecimientos. Más o menos debe verse así la situación: allí está, preñando de posibilidades ignotas, el proyecto de la empresa como una saeta en el arco tenso. Dos espectadores llenos de interés contemplan el suceso desde puntos de vista que en parte coinciden y en parte difieren. Cuando se haga el disparo se desatará el nudo de posibilidades, pero necesariamente, los dos espectadores comprenderán sus efectos de modos ligeramente distintos. Se entabla el diálogo y poco a poco, entre coincidencias y disidencias, ilusiones y desengaños, se irá perfilando una nueva y sorprendente versión del acontecimineto. Ahora Colón tiene la palabra.

III

En la multisecular y alucinante historia de los viajes que ha realizado el hombre bajo los impulsos y apremios más diversos, el que emprendió Colón en 1492 luce con un esplendor particular. No sólo se ha admirado la osadía, la inmensa habilidad y tesón del célebre navegante, sino que el inesperado desenlace le ha añadido tanto lustre a aquel legítimo asombro, que la hazaña se ha convertido en el más espectacular de los acontecimientos históricos. Un buen día, así se acostumbra relatar el suceso, por obra de inexplicada e inexplicable premonición profética, de magia o milagro o lo que sea, el rival de Ulises en la fama, el príncipe de navegantes y descubridor por antonomasia, reveló a un mundo atónito la existencia de un inmenso e imprevisible continente llamado América, pero acerca del cual, por otra parte, se admite que ni Colón ni nadie sabían que era eso. Probablemente es una desgracia, pero en la historia las cosas no acontecen de esa manera, de suerte que, por pasmoso que parezca, el viejo y manoseado cuento del primer viaje de Colón no ha sido relatado aún como es debido, pese al alud bibliográfico que lo haga. Quede para otra ocasión tentar fortuna al respecto, porque la economía que nos hemos impuesto obliga a sólo considerarlo en el esqueleto de su significación histórica, y para ellos nos limitaremos a examinar el concepto que se formó Colón de su hallazgo y la actitud que observó durante toda la exploración, es decir, vamos a tratar de comprender el sentido que el propio Colón le concedió al suceso y no el sentido que posteriormente se ha tenido a bien concederle.

No hace falta abrumar con citas documentales, porque nadie ignora lo sucedido: cuando Colón avistó tierra en la noche entre los días 11 y 12 de octubre de 1492, tuvo la certeza de haber llegado a Asia o, más puntualmente dicho, a los litorales del extremo oriente de la Isla de la Tierra. Se trataba por lo pronto, es cierto, de sólo de una isla pequeñita; pero de una isla, piensa, del nutrido archipiélago adyacente a las costas del orbis terrarum del que había escrito Marco Polo, isla a la cual, dice, venían los servidores del Gran Kan, emperador de China, para cosechar esclavos, y vecina, seguramente, de la celebérrima Cipango (Japón), rica en oro y piedras preciosas. A esta última se propuso Colón localizar al día siguiente de su arribada. En suma, sin necesidad de más prueba que el haber encontrado la isla donde la halló, con la

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