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JUAREZ Y SU PENSAMIENTO

dantony6 de Enero de 2014

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Rosa María MARTÍNEZ DE CODES**

En el marco del bicentenario del natalicio de Benito Juárez y de la importancia de su obra en las transformaciones políticas y jurídicas que hicieron posible el México moderno, cabe reflexionar sobre las Leyes de Reforma que Juárez protagonizó siendo presidente interino constitucional de la República, y de su incidencia en las últimas reformas que se han operado en el sistema jurídico mexicano.

Buena parte de la historia contemporánea de México se inscribe en lo que podemos llamar un proceso de "secularización de la sociedad", que afectó desde mediados del siglo XIX a las estructuras de las dos instituciones más poderosas de la época: el Estado y la Iglesia católica. Desde entonces, el Estado asumió la función de legislar sobre la "cuestión religiosa", y en particular sobre el régimen patrimonial al que debían someterse los bienes eclesiásticos nacionalizados.

La reforma constitucional, que entró en vigor el 29 de enero de 1992, ha actualizado un aspecto de su ordenamiento jurídico de gran relevancia. Me refiero al ámbito de las cuestiones relativas a la proyección social del fenómeno religioso y, en consecuencia, al establecimiento de un nuevo marco de relaciones con las Iglesias y agrupaciones religiosas.

A mi modo de ver, el legislador retoma en parte el espíritu de las llamadas Leyes de Reforma, en la medida que devuelve a las iglesias y agrupaciones religiosas su personalidad jurídica, las permite poseer y administrar los bienes destinados directamente al servicio u objeto de la institución, y refuerza el derecho de libertad de creencias y de cultos. Todo ello desde una nueva concepción normativa del derecho inalienable de libertad religiosa.

La aprobación de las reformas constitucionales a los artículos 3o., 5o., 24, 27 y 130,1 y la expedición de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público,2 promulgada el 15 de julio de 1992, marcan, sin duda, una nueva etapa en el enfoque y regulación jurídica de las relaciones entre el poder público y las iglesias en general, y la Iglesia católica en particular.

La reforma de los artículos mencionados de la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos, en enero de 1992, culminó un proceso que el presidente de la República Carlos Salinas de Gortari había iniciado cuando, en su discurso de toma de posesión el 1 de diciembre de 1988, se propuso modernizar las relaciones con la Iglesia. Ello implicaba, en primer lugar, la adecuación de las normas jurídicas en materia de libertad religiosa a la realidad social; la actualización del régimen interno con relación a lo dispuesto en los instrumentos internacionales a los que México se había adherido y, finalmente, la necesidad de fomentar en la conciencia cívica de los mexicanos el respeto al orden jurídico y su adecuada aplicación práctica.

Salinas de Gortari recordó que las diferencias entre el Estado y la Iglesia se habían dado por motivos políticos y económicos, pero no por disputas doctrinarias sobre las creencias, de modo que la modernización en este ámbito estaba obligada a tomar en cuenta no sólo lo que debía cambiar, sino también lo que debía permanecer.

La respuesta estatal tomó como punto de partida la iniciativa del Partido Revolucionario Institucional, presentada el 10 de diciembre de 1991, en cuya exposición de motivos leemos: "se establece la manera en que la ley reglamentada otorgue personalidad jurídica a las iglesias y a las agrupaciones religiosas. Creará, por ello, la figura jurídica de Asociación Religiosa, su registro constitutivo y los procedimientos que dichas agrupaciones e iglesias deberán satisfacer para adquirir personalidad".3

Desde el principio se establecieron dos principios generales: ni las iglesias ni sus ministros de culto deberían entrometerse en asuntos políticos, ni acumular bienes.

El objetivo de la reforma era modificar únicamente aquello que condujese a la generación de un nuevo orden en lo relativo a la condición jurídica de las iglesias y de los ministros de culto; es decir, a la relación de las iglesias con la sociedad y a los derechos civiles de aquéllos, pero siempre bajo el principio del carácter laico del Estado y su estricta separación de las confesiones religiosas.

La aludida modernización del sistema de relaciones del Estado con las iglesias en México pivotó sobre cinco principios establecidos en los preceptos constitucionales reformados:

La separación del Estado y las iglesias.

La libertad de creencias religiosas.

La laicidad del Estado.

La igualdad de las asociaciones religiosas.

La autonomía de las asociaciones religiosas.

El artículo 130, eje vertebrador de la última reforma constitucional, alude expresamente al "principio histórico de la separación del Estado y las iglesias" como pauta que orienta las demás disposiciones. Con esta nueva redacción que con anterioridad utilizaba en singular el término "Iglesia", en referencia a la Iglesia católica, se quiere significar que dicha separación entre el Estado y las iglesias es un principio "histórico", por cuanto ya existía antes de la actual reforma y, sobre todo, como se explicitó en los debates en el Congreso, porque se considera el principio sustentador y fundante del Estado mexicano. Principio que se plasmó primero de forma implícita en la Constitución de 1857, luego en las Leyes de Reforma y, finalmente, en la incorporación de dichas leyes al texto constitucional en 1873, bajo la siguiente fórmula: "El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El Congreso no puede dictar leyes, estableciendo o prohibiendo religión alguna".4

En el contexto histórico de mediados del siglo XIX se impuso el sistema de separación Estado-iglesias con reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia católica, característico de los regímenes liberales decimonónicos, apoyados en la legislación reformista. El pensamiento liberal se guió por la necesidad de acotar el poder económico y político de la Iglesia con el objetivo de consolidar el poder del Estado: ningún poder superior ni al interior ni al exterior. El principio fundante sobre el que se construyó entonces el ordenamiento jurídico mexicano fue el de "independencia estatal frente a la Iglesia". Principio que no eliminó la personalidad jurídica de la Iglesia, como más tarde abrogaría el artículo 130 de la Constitución de 1917, pero recortó sus atribuciones y competencias.

En el ámbito económico, el preludio inmediato de las Leyes de Reforma fue la llamada "Ley Lerdo" de 25 de junio de 1856. Los liberales que accedieron al poder en México, en 1854, entendían que la desamortización de bienes amortizados reforzaba la consolidación del régimen liberal, y compartían, además, la idea de que la circulación de tales bienes fomentaba el desarrollo económico y posibilitaba la creación de un sistema tributario que fortalecería al Estado.

El entonces Ministro de Hacienda, Miguel Lerdo de Tejada, miembro del gobierno provisional presidido por Ignacio Comonfort,5 durante su paso fugaz por la Secretaría de Estado del Despacho de Hacienda (mayo 1856-abril 1857) legó a las generaciones futuras una ley general de desamortización de fincas rústicas y urbanas que afectó a todas las propiedades de corporaciones civiles y religiosas.

El hecho era nuevo en la legislación desamortizadora de México, ya que hasta entonces los decretos o leyes expedidos habían aparecido ocasionalmente, en coyunturas de guerra contra el país vecino invasor o ante la crisis financiera del Estado, pero nunca bajo un planteamiento normativo general. Lerdo de Tejada defendió las virtudes del Decreto de 25 de junio de 1856 sobre Desamortización de Fincas Rústicas y Urbanas que Administren como Propietarias las Corporaciones Civiles y Eclesiásticas de la República, subrayando que las razones para llevar a cabo la gran reforma del sistema de propiedad imperante eran de carácter económico y no perjudicaban a las corporaciones afectadas .6

El decreto fue respaldado por todo el Gobierno y aplaudido por la prensa liberal desde las páginas de El Republicano, El Constituyente y El Heraldo.7 La fe del gobierno y de sus partidarios en los beneficios de aquél, extensivo incluso a los intereses de la Iglesia, apareció asimismo reflejada en la carta que el secretario de Fomento M. Siliceo dirigió al gobernador de Guanajuato el mismo día de su expedición: "Si logramos esto —en relación a la ley Lerdo— habremos hechos un inmenso bien al país; si no, caeremos; pero caeremos por algo que valga la pena... y aún cayendo, dejaremos la simiente del bien, que en lo sucesivo germinará".8

A pesar de la brevedad de la discusión parlamentaria, la lectura de las actas del Diario de Sesiones evidencia que los argumentos utilizados en defensa

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