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La Caida Del Imperio Romano Por Javier


Enviado por   •  16 de Febrero de 2015  •  3.111 Palabras (13 Páginas)  •  262 Visitas

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Por qué: el estrepitoso derrumbe de ese gigante que es el Imperio Romano sigue impactándonos de un modo tan indefinible, oscuro y potente que casi parece relacionarse con nuestro subconsciente, aunque sea el subconsciente colectivo.

Además, esa decadencia y extinción parece funcionar como correlato de nuestra propia encrucijada contemporánea. Desde la segunda mitad del siglo XX la civilización occidental, por no decir el mundo, parece tener los pies al borde de un abismo. Dos guerras mundiales, la amenaza atómica y, hoy, la destrucción de nuestro entorno, con cambio climático incluido, parecen situarnos en un concreto punto de no retorno donde la viga maestra ha crujido y el edificio entero se tambalea.

Y a poco que se conozca la antigüedad tardía, resuenan en nosotros sus ecos: la aparición del fanatismo religioso; la lenta disolución del poder centralizado y el fin de la cosa pública, que acaba esfumándose en el interés privado; la tendencia de la multitud desposeída a matarse por los colores de un equipo, pero incapaz de unirse para reclamar sus derechos.

Citaré muchas obras, pero voy a centrarme en tres ensayos actuales, cada uno de ellos complementario de los otros;

La pavorosa revolución, de F. W. Walbank (Alianza Universidad, 1978) es el más breve y el más antiguo, pero explica, con pavorosa concreción, el por qué.

La caída del imperio romano, de Peter Heather (editorial Crítica, 2005) es el más extenso, y detalla minuciosamente, casi año a año y con ayuda de los últimos hallazgos arqueológicos, el cómo.

La caída de Roma y el fin de la civilización, de Bryan Ward Perkins, (editorial Espasa, 2005) que ofrece un retrato políticamente incorrecto, y también basado en gran medida en la arqueología, del qué.

Cuando hablamos de Imperio Romano lo que suele acudir a nuestra mente, llenándola de gladiadores, legiones y monumentos, es una época parcial del imperio: a grandes rasgos, la que va de César hasta Marco Aurelio.

Pero lo que cae cuando cae el imperio es ya otro mundo, muy alejado de ese clasicismo de peplum. De hecho, dadas sus especiales características, se ha acordado entre los historiadores dar a ese periodo su propia denominación: Antigüedad Tardía.

Las fuentes de la época que nos han llegado son escasas, y para determinados momentos, prácticamente inexistentes, debido a la destrucción generalizada que sigue al colapso del Imperio. Por si fuera poco, conviene adentrarse con pies de plomo en las crónicas que han sobrevivido, porque están marcadas por una fuerte carga ideológica. Todos los textos, por supuesto, son parciales. Los de ahora, también. Aunque intenten presentarse como objetivos, están escritos desde una determinada mentalidad; la del autor. Inevitablemente. Y la Antigüedad Tardía, por supuesto, tiene su propio velo.

Las fuentes del periodo inmediatamente anterior repetían machaconamente “todo tiempo pasado fue mejor”. Contenían el ideario de una oligarquía radicalmente conservadora que añoraba virtudes añejas, incluyendo la idealización de un republicanismo cuya inoperancia concluyó en varios baños de sangre. No disponemos de otra visión de lo acontecido, porque sólo esa oligarquía sabía escribir y leer, o mostraba interés por hacerlo. Y de ella proviene cierta imagen de ascéticos aristócratas rellenos de virtudes que comen acelgas mientras expanden la civilización entre los salvajes, y que tan cara ha sido a la civilización occidental durante sus expansiones coloniales. Visión, por cierto, que parecen querer calcar ciertos ademanes estadounidenses (hay un magnífico ensayo que compara ambas dialécticas, “La lengua del imperio, la retórica del imperialismo en Roma y la globalización”, de Juan Luis Conde, editorial Alcalá).

En la antigüedad tardía, la mentalidad ha cambiado. Los prejuicios ahora son religiosos, hasta el extremo de que a menudo tenemos que deducir hechos partiendo de simples menciones contenidas en aparentes crónicas que son, en realidad, combates retóricos entre cristianos y paganos.

Para hacernos una idea de la dificultad de interpretar las fuentes de la Antigüedad Tardía, mencionaré que todos los años se reúne en Alemania un grupo de expertos que todavía están tratando de decidir si la Historia Augusta, fuente fundamental del período de anarquía previo a la decadencia, es realmente una historia o sólo una especie de novela fantástica.

Edward Gibbon, en su inmensa “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano” achaca precisamente a la aparición de esta nueva mentalidad religiosa, es decir, al cristianismo, la razón de todos los males. Resumiéndolo mucho, y simplificándolo un poco, argumenta que un imperio sostenido por la espada se hunde cuando los cristianos no quieren condenar su alma empuñando una espada.

Arther Ferrill, en La caída del imperio romano (editorial Edaf, 1986) sustrae al cristianismo de la ecuación, pero también señala a causas fundamentalmente militares que acaban provocando el derrumbe.

Reduciéndolo mucho, a veces los historiadores se dividen en dos posturas: asesinato o muerte natural. Un imperio sano que cae ante el asalto abrumador de los bárbaros, o un imperio agonizante que fenece del único modo en que puede hacerlo, bajo la espada del saqueador.

Como menciona Walbank en “La pavorosa revolución”, la causa y el efecto se anudan de tal modo que es imposible saber cuál es el principio y cuál el final de esa cuerda. Desde Gibbon, pionero investigador de esta intriga, se han escrito miles de ensayos que señalan miles de culpables, desde lo etéreo hasta lo palpable, incluyendo las tuberías de plomo, cuyo uso generalizado habría envenado lentamente a la oligarquía senatorial.

En sistemas complejos, aislar una gran verdad que todo lo explique con la elegancia de una fórmula matemática es, probablemente, imposible. Tiene que ver con la mariposa que mueve las alas en Tokio y provoca una tormenta en Toronto. Como decían los romanos, la balanza de la fortuna. La historia es proceso, y lo que parece irreversible es sólo una forma de lo retrospectivo. Conocemos el final de la película, que hay un cadáver; y tratamos de identificar a un único culpable. Y lo hacemos, también nosotros, desde nuestra propia mentalidad; aplicándola, además, a un puzzle del que ni siquiera tenemos todas las piezas. Probablemente no haya forma de reducir el hecho a una frase.

Walbank, rompiendo el tópico, nos indica que ya antes de la decadencia oficial hay importantes desajustes estructurales,

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