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La Carta Robada

yahir131624 de Octubre de 2012

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La Carta Robada

Por Edgar Allan Poe

Versión de Jorge Luis Borges

Nil sapientiae odiosius acumine nimio.

SENECA

EN un desapacible anochecer del otoño de 18... me hallaba en París, gozando de la doble fruición de la meditación taciturna y del nebuloso tabaco, en compañía la de mi amigo C. Auguste Dupin, en su biblioteca, au troisiéme, Nº 33 Rue Dunôt, Faubourg St. Germain. Hacía lo menos una hora que no pronunciábamos una palabra: parecíamos lánguidamente ocupados en los remolinos de humo que empañaban el aire. Yo, sin embargo, estaba recordando ciertos problemas que habíamos discutido esa tarde; hablo del doble asesinato de la Rue Morgue y de la desaparición de Marie Rogêt. Por eso me pareció una coincidencia que apareciera, en la puerta de la biblioteca, Monsieur G., Prefecto de la policía de París.

Le dimos una bienvenida sincera, porque el hombre era casi tan divertido como despreciable, y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando entró, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había venido a consultarnos, o más bien a consultar a Dupin, sobre un asunto oficial que les daba mucho trabajo.

—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha lo examinaremos mejor en la oscuridad.

Esa es otra de sus ideas raras —dijo el prefecto, que llamaba raro a todo lo que no comprendía, y vivía, por consiguiente, entre una legión de rarezas.

—Es la verdad —respondió Dupin, ofreciéndole un sillón y una pipa.

—¿Cuál es el problema? —interrogué—, ¿otro asesinato?

—No, nada de eso. El asunto es muy simple y no dudo que lo resolverán mis agentes; pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los detalles. Son muy extraños.

—Extraños y simples —dijo Dupin.

—Y bien, sí. El problema es simple, y sin embargo nos desconcierta.

—Quizá es precisamente la simplicidad lo que los desconcierta.

—¡Qué desatinos dice usted! —exclamó el Prefecto, riendo efusivamente.

—Quizá el misterio es demasiado simple —dijo Dupin.

—Y ¿Cuál es, por fin, el misterio? —le pregunté.

—Se lo diré a ustedes —contestó el Prefecto—. Se lo diré en muy pocas palabras; pero antes de empezar, les advertiré que este asunto exige la mayor reserva y que perdería mi puesto si llegara a saberse que lo he divulgado.

—prosiga —dije.

—O no prosiga —dijo Dupin.

—Un alto funcionario me ha comunicado que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; lo vieron cometer el hecho, El documento sigue en su poder.

—Cómo lo saben? —interrogó Dupin.

Lo sabemos —contestó el Prefecto— por el carácter del documento y por el hecho de no haberse ya producido ciertos resultados que surgirían si el documento no estuviera en poder del ladrón.

—Sea usted un poco más explícito —dije.

—Bien, me atreveré a decir que ese documento otorga a su poseedor un determinado poder en un determinado sector donde ese poder es incalculablemente valioso. —El Prefecto era aficionado a la jerga de la diplomacia.

—No acabo de entender —dijo Dupin.

—¿No? Bueno. La exhibición del documento a una tercera persona, que me está vedado nombrar, afectará el honor de una persona de la más encumbrada categoría. El honor y la libertad de esta última quedan, pues, a merced del ladrón.

—Para ese chantage —observé— es imprescindible que el dueño conozca el nombre del ladrón. Quién se atrevería...

—El ladrón —dijo el Prefecto— es el ministro D., que se atreve a todo. El robo no fue menos ingenioso que audaz. El documento —una carta, para ser franco— fue recibido por la víctima del posible chantage, mientras estaba sola en la habitación real. Casi inmediatamente después entra una segunda persona, de quien deseaba especialmente ocultar la carta. Apenas tuvo tiempo para dejarla abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección quedaba a la vista. En este momento entra el ministro D. Percibe inmediatamente el papel, reconoce la letra. observa la confusión de la persona a quien ha sido dirigida y adivina el secreto. Después de tratar algunas cuestiones, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, finge leerla y la coloca encima de la primera. Sigue conversando, casi durante un cuarto de hora, sobre negocios públicos. Al marcharse, toma de la mesa la carta que no le pertenecía. El dueño legítimo lo vio pero, como se comprende, no se atrevió a decir nada en presencia del tercer personaje. El ministro se fue, dejando la carta suya, que no era de importancia, sobre la mesa.

—He aquí —me dijo Dupin— lo que usted requería: el ladrón sabe que el dueño sabe quién es el ladrón.

—Sí —replicó el Prefecto—, y el ladrón ha abusado de ese poder, en los últimos meses. La persona robada se convence cada día más de la necesidad de recuperar la carta. Pero esto, como usted comprenderá, no puede hacerse abiertamente. Al fin, desesperada, me ha encomendado el asunto.

—Y ¿quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una bocanada de humo—, o siquiera imaginar, un agente más sagaz que usted?

—Usted me colma —respondió el Prefecto—, pero entiendo que muchos opinan así.

—Es evidente —dije— que la carta sigue en posesión del Ministro: en esa posesión está su poder. Vendida la carta, el poder termina.

—Es verdad —dijo G.—. De acuerdo a esa convicción he obrado. Lo primero que hice fue ordenar una busca minuciosa en la casa del Ministro; la dificultad consistía en que él no se enterara. Me han advertido que cualquier sospecha puede ser peligrosa.

—Pero —dije— usted es un especialista en esas tareas. No es la primera vez que la policía de París acomete empresas análogas.

—Ya lo creo, y por eso no he desesperado. Además, las costumbres del Ministro facilitaron las cosas. Es muy común que falte de su casa toda la noche. Tiene pocos sirvientes. Duermen lejos de las piezas de su patrón y, como son napolitanos, es fácil embriagarlos. Como usted sabe, tengo llaves que pueden abrir todos los gabinetes de París. Hace tres meses que no he dejado pasar una noche sin dirigir personalmente el examen de la casa de D. Mi honor está empeñado y, para revelar un gran secreto, la recompensa es enorme. No abandonaré la partida hasta convencerme de que el ladrón es todavía más astuto que yo. Creo haber examinado todos los rincones y todos los escondrijos en los que puede estar oculto el papel.

—¿Pero es posible —exclamé— que la carta siga en poder del Ministro, y que éste no la guarde en su propia casa?

—Es apenas posible —dijo Dupin—. El estado actual de los asuntos de la corte, y especialmente de esas intrigas en las que D. está envuelto, hacen que la inmediata accesibilidad del documento sea no menos importante que su posesión.

—Cierto —observé—. El documento no puede estar escondido muy lejos; sin embargo, excluyo la posibilidad de que el Ministro lo lleve consigo.

—Desde luego —dijo el Prefecto—. Ha sido atacado dos veces por salteadores falsos, y rigurosamente registrado bajo mi vista.

—Usted podía haberse ahorrado ese trabajo —dijo Dupin—. Presumo que D. no es un insensato. Tiene que haber previsto esa táctica.

—No será un insensato —dijo el Prefecto—. Pero es un poeta, lo que no es muy distinto.

—Cierto —dijo Dupin—, aunque yo mismo haya cometido algunas rimas.

—Refiéranos los detalles de la investigación —propuse yo.

—He aquí los hechos: tomábamos nuestro tiempo y buscábamos por todas partes. Tengo mucha experiencia en estos asuntos. Recorrimos el edificio, cuarto por cuarto, dedicando una noche entera a cada uno. Examinamos primero los muebles. Abríamos todos los cajones. Supongo que usted sabe que para nosotros no hay cajones secretos. Sólo un imbécil puede no descubrir un cajón secreto.

El asunto es muy simple. Cada escritorio tiene una capacidad determinada, fácil de calcular. Hay normas muy precisas. No se nos escapa una línea. Después tomamos las sillas. Investigamos los almohadones con esas largas agujas que ustedes me han visto emplear. Desarmábamos las mesas.

—¿Por qué?.

—A veces la persona que desea ocultar un objeto levanta una de las tablas de la mesa, hace una cavidad en lo alto de la pata, deposita adentro el objeto y repone la tabla. Suele hacerse lo mismo con las perillas de las camas.

—¿Pero no suenan a hueco esos muebles? —pregunté.

—De ningún modo, si la cavidad se rellena con algodón. Además, teníamos que bajar sin hacer ruido.

—Pero ustedes no pueden haber desarmado todos los muebles. Con una carta puede hacerse un delgado cilindro en espiral, una especie de aguja, que puede introducirse en el travesaño de una silla. ¿Ustedes no desarmaron todas las sillas?

—Creo que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla, y todas las junturas, con un poderoso microscopio. Hubiéramos notado inmediatamente cualquier reajuste. Una partícula de aserrín hubiera sido tan visible como una manzana.

—Supongo que ustedes registraron cada espejo, entre el cristal y el marco, y las camas y la ropa de cama, y, también las cortinas y las alfombras.

—Por supuesto; y cuando acabamos con los muebles, registramos el edificio. Dividimos toda la superficie en compartimentos, que numeramos, para

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