La Iguana Del Ojete
alicia20reyes22 de Noviembre de 2013
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SALVADOR NOVO
Salvador Novo
Por José Joaquín Blanco
En sus últimos años, Salvador Novo reúne en un volumen sus libros “y me miro en ellos, dice, más que como un espejo apagado, como en los retratos que en un álbum conservaran, irónicos, un rostro que ha ido gradualmente deformándose”.
El propio Novo señala las virtudes de aquel retrato original, tanto mejor cuanto más joven, que representa el estilo de sus Ensayos (1925): “Tenía prisa de plantarse en la vida; por acompañar de poemas su emancipación, su acto de presencia (…) este desparpajo, esta adjetivación sorpresiva, este juego con las palabras y las imágenes, aptos a romper los moldes secos y quebrantados de un cascarón gramatical ortodoxo (…) un narcisismo autobiográfico no carente de desolación; una premiosa voluntad de ruina (“si yo hubiera tenido fuerzas a tiempo” exclama en Return Ticket el personaje cuando aún lo era de tenerlas), una inclinación avestrúcica a cancelar el mundo hostil o difícil, por el medio expedito y elemental y pasivo de hundir el cráneo en la erudición o en su semblanza”, etcétera.
Tal era el “Joven” Novo, más de nuestra época que de la suya. Actualmente sus libros aceptarían de inmediato la inclusión académica, cuando el éxito de la semiología nos permite considerar serios y de buen gusto los ensayos sobre la moda y los medios masivos de comunicación, cuando hay tesis doctorales sobre el lenguaje de la ropa, de los gritos histéricos del público en un recital de rock o en un campeonato boxístico.
La novedad de Novo (“novocablos, novo amor”) fue abrumadora, incluso para él mismo, que de pronto vio que su espontánea juventud ardía y lo expulsaba, nueva mujer de Lot, sin poder ni siquiera voltearse a mirarla. Empezar desde tan alto casi implica el despeñadero. El ideal romántico que ensalza la juventud conlleva el requisito de morir joven, como López Velarde, para no sufrir la vergüenza del regreso y de la decadencia.
Se diría que los grandes libros de verso y prosa de Novo confiaban en que se cumpliría ese requisito trágico: están escritos con tal despilfarro de energía, con tales ganas de decirlo todo hasta el último centavo; construyen sus atolladeros a cada renglón, a cada párrafo: obstáculos cada vez más difíciles como queriendo quedar abolido en alguno de ellos. El futuro no le importa a Novo: no hay ahorro intelectual, no hay madurez, no hay planeación. Todo ahora, de una buena vez, en una sola carta. Esta firmeza de personalidad y estilo da la impresionante solidez de sus libros, que no están prometiendo ni anunciando nada, sino casi concluyendo, logrando: dejando finiquitado con todos sus puntos y comas un estilo que es, de inmediato y sin concesiones, una personalidad. Todos los ensayos son ostentosamente autobiográficos. La primera persona, la misma primera persona siempre: irónica, inteligente, libresca, desdeñosa, dandy, frívola, va recorriendo, como si fueran textos, las cosas de la realidad o de la imaginación que la emocionan, aunque el lector descubra que lo que le importa no es la cosa emocionante sino la persona emocionada, que a Novo le entusiasma más autorretratarse que describir el objeto criticado. En defensa de lo usado (1938), sigue la misma técnica, y también los libros de viajes y memorias: Return Ticket (1928), Jalisco-Michoacán (1933), Continente vacío (1935) y Éste y otros viajes (1951). Por ello quizás la obra maestra de Novo fue su personaje, un personaje obviamente superior, en eficacia y variedad de recursos, a los de sus compañeros: personaje homosexual y agresivísimo, escandaloso y edificante, culto y vulgar, marginal y high society. Tan fuerte era ese personaje que los otros Contemporáneos no querían verse contaminados por él, y prefirieron excluir a Novo de las apariciones públicas del grupo, aunque Novo terminó siendo su representante ejemplar.
Novo se identifica con el siglo XX, que amanece: el radio, la publicidad, el tenis, el boxeo, los box-spring, el divorcio, el idioma chino, “el buen té y la poesía de Vachel Lindsay”, el cine, los edificios altos, New York, el buen gusto de la banalidad (como escribir un poema “a la primera cana”), anteojos contra el sol, mujeres prácticas y temperamentales, los generales tras chicas sin medias, Lady Godiva, el chicle, el té Lipton’s y el perfume Coty, la máquina y la técnica, epigramas sonoros como “los mexicanos las prefieren gordas” van configurando a ese poeta y prosista cuyo primer proyecto literario (un relato-crónica de su vida en la ciudad de México), se llamaba precisamente El joven: “En 1900 (escribe Villaurrutia) vivíamos nuestra Edad Media del tránsito, oscura y delicada. En los ferrocarriles, en los conductores de tranvías, encuentra el Joven de Salvador Novo los precursores del Mesías-Chofer”. La bicicleta no fue sino un animal de transición, un ornitorrinco que duró lo que duran las rosas. Se oye el taf-taf de los Renault y aparecen sobre ellos los primeros chauffeurs, lentos y torpes como sus máquinas. El chofer no ha llegado aún, pero no tarda. Nace, por fin, con la revolución, ese nuevo tipo de hombre que halla en el Ford, un instrumento construido a su escala. Y este es el principio de una carrera desenfrenada que dura todavía…”
Obviamente a Novo (y a Villaurrutia también) se le hacía tarde porque acabara el país rural y revolucionario y la ciudad de México se adecuara a aquellas atmósferas citadinas que sus novelas norteamericanas y europeas, las películas novedosas, su propia imaginación, le hacían envidiables. Así, conforme pasan las décadas, hasta llegar al período presidencial de Manuel Ávila Camacho, que reseña felizmente en sus columnas periodísticas, va logrando esa ciudad de México, del Tout-Mexique, que en ese sexenio parece florecer, todavía transparente y meridiana como una ciudad pequeña y sin contaminación, antes de desbordarse, ensuciarse, complicarse en ese monstruo en el cual el Novo viejo ya no se reconoció, que ya ni siquiera conoció.
Porque la ciudad de México o la ciudad del Tout-Mexique (dirá luego, en referencia a la ciudad de Manuel Gutiérrez Nájera, a por qué éste excluye las zonas de miseria y a los trabajadores de sus crónicas), que es el tema, por demás autobiográfico, de su primer libro, irá avanzando con el por toneladas de colaboraciones periodísticas; le dará el título del libro más conocido y celebrado de toda su obra, la Nueva grandeza mexicana (1946) y el título oficial que habría de configurarlo Cronista de la Ciudad de México, y lo verá envejecer en una pantalla de TV, durante el sexenio de Díaz Ordaz, y celebrar al ejército y al presidente de 1968. Entonces, como la propia ciudad, Novo seguía viviendo de la identidad, relativamente idílica, de décadas atrás, que ahora le servía de consuelo ante la realidad cotidiana.
Como se ve, Novo es el que se considera escritor o crítico cultural en el sentido más amplio, menos literaturizado del término; el que hace literatura con temas y procedimientos y mitos no-literarios. En sus mejores años hablar de literatura le habría parecido un pleonasmo. La literatura se hace con lo que no es literatura; soy tan literario yo mismo, habría respondido, que no tendría caso hacer literatura con algo que puede serlo sin mi colaboración; por el contrario, Novo gusta del reto, de hacer literatura de lo más antiliterario, de lo más arriesgado. Malbarata su talento, lo echa por la ventana: cine, radio, publicidad, periódicos, tertulia, cartas, chistes, epigramas, autobiografía, miles de artículos periodísticos. A finales del período de Ávila Camacho, sin embargo,, cuando ya goza del poder oficial y de un buen capital, se retira a un descanso académico y a una canonjía: el departamento de teatro del INBA.
Pero ahora no quiero ahora hablar de la literatura de Novo, sino del paso del tiempo, especialmente con respecto a la Nueva grandeza mexicana, su mejor crónica de la ciudad.
La leí por primera vez hace cuarenta años. La fama televisiva de su autor me hizo comprarlo con sentimientos encontrados. Los muchachos con pretensiones culturales suelen ser moralistas; y en efecto me molestaba el papel cortesano, conformista, adulador del poder y de la riqueza, que jugaba el Cronista de la Ciudad. ¡Qué diferente de León Felipe, por entonces mi poeta favorito!
El volumen sin embargo me fascinó. Su conocimiento pleno de la ciudad, su variedad (de la fachada del Sagrario al futbol, los sándwiches y el danzón); su sentido del humor, su atrevida manera de permitirse inmoralidades e insolencias de la manera más elegante. Y su amable naturalidad expresiva.
Novo tuvo en este libro una inspiración feliz. Lo escribió en unos cuantos días, para ganar un concurso oficial. En lugar de ponerse académico o de erigirse en museo, o de urdir revoluciones y experimentos literarios, encontró la solución perfecta: imitar una guía de turistas.
Tomó el truco de dos libros coloniales: México en 1554, de Francisco Cervantes de Salazar (un habitante de la ciudad guía a un amigo forastero por los sitios principales, y conversan) y la Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena (un catálogo encomiástico de asuntos capitalinos). Así, con el pretexto de pasear a un amigo regiomontano, Novo conversa sobre su manera de vivir en la ciudad de México durante unas ochenta o cien páginas.
El conversador era inmejorable. Pero nuevamente, yo refunfuñaba:
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