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La república aristocrática y la autocrítica de Chile (Góngora)

Massimo Magnani ContrerasResumen3 de Septiembre de 2024

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La república aristocrática y la autocrítica de Chile (Mario Góngora)

  1. Una política fantasmal

Mario Góngora inicia tomando la referencia con la que Alberto Edwards describe el período del parlamentarismo, que sería una época de inmutable autoridad de la aristocracia, en que reinará la inercia y la hipocresía. Describe cómo la política estará marcada por las “suaves luchas de salón entre magnates del mismo rango” que tendrán como expresión las rotativas y crisis ministeriales, y dejarán solo a la política exterior como rama estable, encargada de consolidar los territorios incorporados durante el siglo XIX.  Edwards dirá que será una política “fantasmagórica” en la que una aristocracia con mucho poder no tendrá sin embargo decisión al no estar sometida a un gobierno fuerte.

Tras la ilusión de los años inmediatamente siguientes a la guerra civil, la esperanza parece desvanecerse y parecen reflotar los conflictos y desacuerdos entre los partidos. Se dirá que “el estado social y político que produjo la dictadura, por la corrupción de los partidos y sus ideas” no ha cesado, tanto así que incluso los miembros del partido Liberal Democrático balmacedista adquirirán las prácticas de sus adversarios en el nuevo sistema (véase el caso de Julio Bañados Espinoza, que acaba siendo fugaz ministro en la época).

Se pasa a rescatar en el texto la figura de ciertos hombres que sobresalen entre dicha aristocracia, como Enrique MacIver con su discurso “La crisis moral de la República” en que lamenta el relajamiento de la moral pública y la iniciativa mercantil; o como Julio Zegers, que criticará la política del tiempo marcada por el “mercado de votos, inescrupuloso en sus designaciones frente a los líderes del pasado”.  Así, “La Guerra Civil ganada contra Balmaceda, se ha declarado pues perdida por sus propios vencedores, póstumamente”, con una fuerte autocrítica.

Se identificó, entre dirigentes de la época, la necesidad de corregir el régimen parlamentario, por ejemplo, a través de la posibilidad del presidente de disolver la Cámara de Diputados con acuerdo del Senado, de limitar a esta última para evitar su transformación en cámara política, o de impedir el incremento del gasto público por el Congreso sin especificación de su base presupuestaria. Sin embargo, la confianza en que Pedro Montt podría llevarlas adelante se aguó, demostrándose en los años siguientes la resistencia existente para realizar incluso reformas necesarias pequeñas. Existía un sentimiento general de decadencia e impotencia gubernativa.

Notoria en esta época resultaba la relación entre la política y los negocios. Los asuntos económicos se trataban largamente en el Parlamento, destacando las múltiples intervenciones que parecían más personales que partidistas. El rol del dinero permeaba asimismo las elecciones, en que el cohecho era frecuente, y en el seno de las municipalidades (que por la legislación de la Comuna Autónoma eran lo órganos con poder electoral) se solían cometer muchas maniobras irregulares.

En el mundo municipal, era muy frecuente también el “caciquismo”, por el cual una figura, que podía ser un gran propietario de tierra, comerciante o funcionario, enlazaba a la localidad con el poder político y el parlamento. Esto era particularmente intenso en las zonas rurales.

Góngora grafica que el materialismo práctico de la época se revela en el programa Liberal-Democrática de Juan Luis Sanfuentes de 1906, que habla de dejar atrás el debate doctrinario e intelectual y el ánimo de reforma a las instituciones, para enfocarse en la expansión de la riqueza, del arte comercial y del modernismo industrial.

  1. La crítica nacionalista

Se ha desarrollado una profusa “literatura de la crisis”, que ha intentado denunciar la crisis de la época desde distintos puntos de vista incluso a nivel de partido.  Un ejemplo es el de Nicolás Palacios, que esboza una teoría racial en base a la cual el pueblo chileno estaría conformado por la fusión de góticos y araucanos, ambos pueblos viriles y patriarcales que contrastan con la “latinidad blanda” de los inmigrantes recientes que se han apoderado del comercio o colonizado la Araucanía. Ellos no valorarían al pueblo moral y políticamente organizado, sino que solo se interesarían en la riqueza explotable. Es nacionalista y proteccionista, valora el “instinto magníficamente desarrollado de patria” del pueblo chileno (que lo haría estar desesperanzado frente a la decadencia del país), y como tal se opone sea al gran comercio, sea al socialismo “propagado por judíos”.

Hay múltiples voces que atribuyen el proceso de decadencia a la conquista del salitre, como Alfredo Yrarrázaval, que habla de cómo “el tesoro de un pueblo leproso contra el que luchamos (en la Guerra del Pacífico) nos ha invadido con el germen de su lepra”. Asimismo, Sergio Villalobos rescata los planteamientos de Francisco Antonio Encina que exponen que en realidad la decadencia no se debería al salitre (que de hecho ha sido factor de crecimiento de la riqueza privada), sino a la “caída del espíritu empresarial” que ya se manifestaba hacia la segunda mitad del siglo anterior. Sería un “retroceso psicológico” de una clase empresarial que, sabiendo más, se atreve menos, que encima se ve acrecentado por el intento de imitación de lo europeo por sobre “el desenvolvimiento espontáneo” chileno. Criticó además el ideal educativo de Bello y Letelier, por compartir con Zorobabel Rodríguez que “La enseñanza libresca impide una educación del carácter y de las destrezas técnicas”.

Otro autor relevante de esta corriente crítica es Guillermo Subercaseaux, quien fue político en la época, y reprocha a conservadores y radicales el doctrinarismo clerical y anticlerical respectivamente. El clericalismo conservador distraería a la Iglesia de los asuntos espirituales al exigir su energía en otras cuestiones, e impedirían a los conservadores la preocupación más atenta por el orden administrativo, social y económico. Defendió para Chile la economía proteccionista y de intervención estatal en las áreas en que la iniciativa privada no basta (como la industria siderúrgica, la actividad portuaria y ferroviaria, y l actividad bancaria, entre otras). Esta misión requeriría la reforma radical del parlamentarismo vigente, para establecer un Ejecutivo que “realmente gobierne” y la tecnificación de ciertas carteras como Hacienda y Relaciones Exteriores. En materia educativa, defendía la instrucción primaria obligatoria pero con libertad de enseñanza. Fue defensor de la legislación social, pero crítico del socialismo, pues consideraba negativo el enfrentamiento de las clases sociales.

  1. La crítica social y la “cuestión social”

Entre las clases medias se venía incubando un odio a la oligarquía que quedaba claro en varios textos. Uno de sus exponentes es Alejandro Venegas, quien además hace suya la crítica a la “pasión guerrera del chileno”. Mira con cierta nostalgia el pasado anterior a la Guerra del Pacífico, y critica el alejamiento de la élite que nunca llega a conocer a “los de abajo”.

Esta literatura además critica la forma en que opera la nieva “libertad electoral”, incluso prefiriendo la intervención electoral propia del siglo XIX pues “siquiera los representantes eran impuestos por una autoridad ilustrada y responsable”, a diferencia de los nuevos tiempos. Como Alberto Edwards, Venegas preferirá el régimen portaliano de intervención presidencial que el nuevo régimen marcado por el cohecho y el fraude. A la crítica hacia la oligarquía, Venegas sumará el diagnóstico de una “raza popular” degenerada por alcoholismo, enfermedades e incesto, pero hará vista gorda a los defectos de la clase media.

Augusto Orrego Luco, años antes, ya habría hablado de la cuestión social en Chile, realzando los elevados índices de mortalidad infantil; y Fanor Velasco reconocerá la existencia del “germen de la revolución social” que modificará las bases económicas de los pueblos. José Francisco Vergara incluso veía en la “guerra venidera” una oportunidad de lucha social con tintes de clase.

En esta época ya comenzará el debate sobre cuestiones sociales como el asunto de los salarios. Personajes como Zorobabel Rodríguez defenderán su definición absoluta por el mercado, pero desde los sectores católicas desde esta época se participará en la formación de círculos de obreros. Monseñor Carlos Casanueva, junto con reafirmar el carácter antisocialista de “Rerum Novarum”, subrayará también la importancia del buen trato al obrero, y arzobispos sucesivos se pronunciarán sobre el “deber de pagar un salario justo”. Se comienzan a observar preocupaciones desde un mundo socialcristiano por la cuestión social, también como forma de impedir la propagación del socialismo: se defenderá la intervención estatal en favor del obrero, bajo una óptica de trato familiar. Serán parlamentarios conservadores los que en una medida importante durante los inicios del siglo XX promoverán la legislación social, no sin ello estar precedido por un socialcristianismo enfocado en la beneficencia, y todo sin plantear reformas importantes al régimen parlamentario (Góngora incluso apunta que “el grueso del conservantismo no se interesó a fondo por la cuestión social”, y destaca a ciertos liberales que sí parecen hacerlo, entre ellos Arturo Alessandri).

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