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Los Hijos De La Malinche

Jessy0818 de Marzo de 2013

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Por eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros días, principio con esos para

quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte. Al iniciar mi vida en los Estados Unidos

residí algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano. A

primera vista sorprende al viajero --además de la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas

construcciones-- la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o conceptos.

Esta mexicanidad --gusto por los adornos, descuido y fausto, negligencia, pasión y reserva-- flota en el aire. Y digo

que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de precisión y

eficacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras

erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o sueña, hermosura

harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.

Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos años de vivir allí,

usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de su origen, nadie los confundiría con los

norteamericanos auténticos, Y no se crea que los rasgos físicos sean tan determinantes como vulgarmente se

piensa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se

disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros.

Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del péndulo, un péndulo que ha perdido la

razón y que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu --o de ausencia de espíritu-- ha engendrado

lo que se ha dado en llamar el "pachuco". Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes, generalmente de

origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su

conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano.

Pero los "pachucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados.

A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fanática voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada

concreto sino la decisión --ambigua, como se verá-- de no ser como los otros que los rodean. El "pachuco" no quiere

volver a su origen mexicano; tampoco --al menos en apariencia-- desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en

él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma.

Y el primer enigma es su nombre mismo: "pachuco" vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña

palabra, que no tiene significado preciso o que, más exactamente, está cargada, como todas las creaciones

populares, de una pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a

que puede llegar el mexicano. Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos

no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad.[2]

Otras Comunidades reaccionan de modo distinto; los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se

esfuerzan por "pasar' la, línea" e ingresar a la sociedad.

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Quieren ser como los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta, pero lejos de

intentar una problemática adaptación a los modelos ambientes, afirman sus diferencias, las subrayan, procuran

hacerlas notables. A través de un dandismo grotesco y de una conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia o la

incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo distintos.

No importa conocer las causas de este conflicto Y menos saber si tienen remedio o no. En muchas partes existen

minorías que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la población. Lo característico del hecho reside

en este obstinado querer ser distinto, en esta angustiosa tensión con que el mexicano desvalido--huérfano de

valedores y de valores--afirma sus diferencias frente al mundo. El “pachuco” ha perdido toda su herencia: lengua,

religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas.

Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe.

Con su traje --deliberadamente estético y sobre cuyas obvias significaciones no es necesario detenerse--, no

pretende manifestar su adhesión a secta o agrupación alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta--en ese

país en donde abundan religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de

sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta moralidad de la "American way of life"-. El traje del

“pachuco” no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas las modas está hecha de

novedad --madre de la muerte, decía Leopardi-- e imitación. La novedad del traje reside en su exageración. El

pachuco lleva la moda a sus últimas consecuencias y la vuelve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen

a la moda norteamericana es la comodidad; al volver estético el traje corriente, el “pachuco” lo vuelve impráctico".

Niega así los principios mismos en que su modelo se inspira. De ahí su agresividad.

Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende

rebelarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados -o una invención de nuevos ropajes--. Generalmente los

excéntricos subrayan con, sus vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más

cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se advierte una ambigüedad: por una

parte, su ropa los aísla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden

negar.

La dualidad anterior se expresa también de otra manera, acaso más honda: el “pachuco” es un clown impasible y

siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de

autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su

conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una

relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco

lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos.

La irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el “pachuco” un ser mítico y por lo tanto

virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido,

perturbador y fascinante. En torno suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece

nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos. Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros,

una perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la abominación, el

“pachuco” parece encarnar la libertad, el desorden, lo, prohibido.

Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a

oscuras. Pasivo y desdeñoso, el “pachuco” deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones

contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un

motín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad, su verdadera ser, su desnudez suprema, de paria, de

hombre que no pertenece a parte alguna.

El ciclo, que empieza con la provocación, se cierra; ya está listo para la redención, para el ingreso a la sociedad que

lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su

producto, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.

Por caminos secretos y arriesgados el "pachuco" intenta ingresar a la sociedad norteamericana. Mas él mismo se

veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el “pachuco” se afirma un instante como soledad y reto. Niega

a la sociedad de que procede y a la norteamericana. El "pachuco" se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo

que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defiende nada, excepto su

exasperada voluntad de no ser.

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No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también

es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de si misma y que se engalana para ir de

cacería. El "pachuco" es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime

y rompe su soledad: su salvación depende

...

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