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Donde Los Arboles Cantan


Enviado por   •  25 de Noviembre de 2013  •  960 Palabras (4 Páginas)  •  319 Visitas

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Viana, la hija única del duque de Rocagrís, esta prometida al joven Robian de Castelmar desde que ambos eran niños.

los dos se amaban y se casarán en primavera sin embargo

durante los festejos del solsticio de invierno habíamos compartido durante dos años. Intenté no pensar en la última vez que habíamos hecho el amor ahí, pero me resultó casi imposible puesto que había sido hacía solo cuatro días, justo la noche antes de que me hicieran socia en mi bufete (la socia más joven hasta la fecha de la conservadora Booth, Fitzpatrick & McMahon). Se suponía que las mujeres de treinta y dos años no se convertían en socias. No en uno de los bufetes con más prestigio de la Costa Este. Pero en los últimos dos años, había cuadruplicado el número de patentes y generado más de dos millones de dólares yo solita. Acabé por encontrar el valor suficiente para hablar con los socios y amenazarles con abandonar el bufete si para finales de año no me hacían socia júnior. Se reunieron para decidirlo y aceptaron, un movimiento del que se había hecho eco toda la comunidad de abogados de Nueva York. Tendría que haber sido el momento más feliz de toda mi vida. Peter debería haber estado contento por mí.

En lugar de eso, estaba recogiendo sus cosas. Se iba. Me dejaba.

—¿Por qué? —repetí, y esta vez mi voz era un mero susurro.

Claudicó y se giró hacia mí. Suspiró en lo que pareció una exasperación, como si yo tuviera que saber la razón exacta por la que se iba. Como si estuviera preguntándole una simple formalidad tediosa a la que tenía que verse sometido en su camino hacia la puerta. Su cabello marrón oscuro (me di cuenta cuando me miró fijamente) estaba aún mojado, como si acabase de salir de la ducha, y sus puntas, que necesitaban una visita urgente al peluquero, estaban empezando a rizarse de la manera que siempre lo hacían cuando se secaban. Estaba recién afeitado, lo que hacía que sus mandíbulas bien definidas perdieran ese toque de dejadez que siempre encontré tan sexi. Sus ojos color avellana brillaban, brillaban más de lo que se suponía que tenían que brillar por el remordimiento de irse. Por lo visto, no lo tenía. La postura que adoptó su cuerpo era relajada y cómoda, como de costumbre; lo que en mi opinión no se correspondía con el hecho de que estaba abandonando a la mujer a la que había proclamado amor eterno hacía menos de una semana.

—Ya no puedo seguir con esto —repitió, encogiéndose de hombros como si la situación se le escapara de las manos, como si hubiera una fuerza superior a él que lo estuviera empujando a tomar la decisión de marcharse, de recoger sus cosas y meterlas en una maleta, de darme la espalda fríamente—. No puedo.

—No lo entiendo —dije en cuanto logré recuperar el control de mi voz. Volvió

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