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El Umbral Como Epifanía En La Pasión Según GH De Clarice Lispector

yurimiab17 de Agosto de 2014

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El umbral1 como epifanía

en La Pasión según GH de Clarice Lispector

Yurimia Boscán

“Sé que todavía no estoy sintiendo libremente, que pienso de nuevo porque tengo por objetivo encontrar ― y que por seguridad llamaré encontrar al momento en que halle un medio de salida―. ¿Por qué no tengo el coraje de encontrar apenas un medio de entrada? Oh, sé que entré, sí. Pero me asusté porque ignoro para dónde lleva esa entrada…”. (Clarice Lispector. La pasión según GH. p 12)

La cita anterior ilustra esa especie de trance-umbral que atrapa al personaje GH, una vez que éste rebasa la línea que divide su espacio doméstico-cotidiano (su apartamento pequeño burgués de límites físicos precisos) para desdibujar sus fronteras convencionales e ingresar a un universo sensorial de grandes dimensiones, caótico, extremadamente vital y altamente contradictorio, del cual ella debe dar fe, debe reconstruir, situarse en el volver como acto de ficción, pues “todo caso de locura es que alguna cosa ha vuelto. Los posesos no son poseídos por lo que viene, sino por lo que vuelve” (CL, p 83):

“Ayer de mañana –cuando salí de la sala para el cuarto de la sirvienta– nada me hacía suponer que estaba a un paso del descubrimiento de un imperio. Mi lucha más primaria por la vida más primaria iba a abrirse con la tranquila ferocidad devoradora de los animales del desierto, Iba a encontrarme cara a cara conmigo misma con un grado de vida tan elemental que estaba próximo a lo inanimado. Entretanto, ningún gesto mío indicaba que yo, con los labios secos por la sed, iba a existir”. (P. 25)

Como en una suerte de viaje iniciático, GH accede a la reconstrucción de aquello que no puede ser narrado, “con ese lenguaje de sonámbulo que si yo estuviese despierta no sería lenguaje” (p. 22-23) que nos remite a la noción de testigo de Agamben ―“porque vivir no es narrable” (p.22)― y establece una íntima conexión entre su cambiante interioridad y los estímulos externos, las cosas palpables que forman el acontecer temporal del universo y que son signo misterioso de vida, de un ser-y-estar-en-el-tiempo, que la lleva a producir su propio sistema de significaciones (y de valores) verbales y sociales, una reconceptualización del ser desde su desubjetivación y función de la escritura que entraña infinitas posibilidades prácticas y conceptuales entre la palabra y la conciencia del personaje.

El umbral del testigo, donde se sitúa el personaje, dará paso a los otros umbrales que toca GH, los cuales irán develando los sentimientos de encuentro

1 Aunque el diccionario lo define como “Comienzo, principio en cualquier proceso o actividad. Límite a partir del cual se percibe una sensación o estímulo (Larousse), en el siguiente ensayo el término será asumido como categoría que aborda la noción de sujeto (Deleuze), como pulsión interna, reprimida por condiciones particulares, que sale a flote

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y pérdida que se complementan ––y rechazan–– formando un eterno vacío que le sirve de túnel para viajar hasta la forma más primaria de sí donde se reconoce como el Otro. Es al testigo, en su condición de sobreviviente a quien le toca ––y trastoca–– la ruda tarea de re–contar, desde el re–vivir de la memoria, el recuerdo, asumido como un acto artificial y selectivo, en el primer caso porque al hacer arqueología del pasado, éste se destruye, y en el segundo, por su imposibilidad de recuperar en bloque lo vivido sin correr el riego de perderse a sí mismo: “Pero ahora a través de mi más fino espanto ––estoy finalmente caminando en dirección al camino inverso–– camino en dirección a la destrucción de lo que construí, camino hacia la despersonalización” (CL, p, 210)

En su libro Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben, en su capítulo dedicado al testigo, a propósito del testimonio de un sobreviviente (Primo Levi) señala que en latín hay dos vocablos que se refieren al término: terstis, “aquel que se sitúa como tercero en un proceso o litigio entre dos contendientes”, y superstes, que “hace referencia al que ha vivido determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está pues en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él” (p 15). Para Agamben, Levi no es ni uno ni otro, pues la misma intensidad de su experiencia le impide “volver” y retomar la historia como un ser neutral, pues volver es una repetición diferente.

Al igual que Levi, cuando GH, remonta la memoria para situarse cara a cara con aquello que es inenarrable y que sin embargo debe asir con el lenguaje, como le corresponde a un testigo integral, narra desde un umbral “que pone en tela de juicio el propio sentido del testimonio y por ello mismo, la identidad y credibilidad de los testigos” (GA p 33).

GH traspasa una puerta que la lleva a un no-lugar, la desubjetivación del sujeto (“Y yo tampoco tengo nombre, y éste es mi nombre. Y porque me despersonalizo al extremo de no tener mi nombre, respondo cada vez que alguien dice: yo”. CL, p, 212) lo cual genera en ella una especie de “estado de excepción” desde donde asume la carga que implica la palabra para “certificar” su experiencia, “pero en este caso, el testimonio vale en lo esencial por lo que falta de él; contiene, en su centro mismo, algo que es intestimoniable” (GA, p 34): “…¿Cómo revivirme? Si no tengo una palabra natural que decir. ¿Tendré que hacer la palabra cómo si fuera a crear lo que me sucedió? Voy a crear lo que me sucedió, Sólo porque vivir no es narrable” (CL. La pasión según GH, p 22.

Ese extrañamiento inicial de la conciencia, sitúa al personaje GH en el intersticio donde el acto del testimonio (propio del texto) implica la negociación del lenguaje como mediación para decir: “Yo vi. Sé que vi porque no di a lo que vi mi sentido. Sé que vi ––porque no entiendo, Sé que vi–– porque de nada sirve lo que vi. Escucha, voy a tener que hablar porque no sé que hacer con lo que he vivido. Pero aún: no quiero lo que vi. Lo que vi destroza mi vida diaria”. (CL, p 18).

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Dice Agamben:

“La pasividad, como forma de la subjetivación, está, pues, constitutivamente escindida entre un polo puramente receptivo (el musulmán) y un polo activamente pasivo (el testigo), pero a un modo tal que esta escisión no sale nunca de ella misma, no separa nunca del todo los dos polos, tiene siempre, al contrario, la forma de una intimidad, de la entrega de sí a una pasividad de un hacerse pasivo, en el que dos términos se distinguen y confunden a la vez”. (p 110)

O como lo diría la misma GH:

“Yo, cuerpo neutro de cucaracha, yo con mi vida que finalmente no se me escapa pues al fin la veo fuera de mí –yo soy la cucaracha, soy mi pierna, soy mis cabellos, soy el trecho de luz más blanca que el revoque de la pared– soy cada pedazo infernal de mí- la vida en mí es tan insistente que si me partieran como una lagartija, los pedazos continuarían estremeciéndose y moviéndose”. (CL. p 77)

El segundo umbral se da a través de la epifanía o revelación del Otro desde la condición provisional, temporal, frágil y contradictoria de la vida. GH toma conciencia de ese Otro desde su falta. Es la ausencia de Janair (la sirvienta) la que le devela su rostro, en el sentido de Levinas, “modo por el cual el Otro se presenta y expone su forma, la totalidad de su contenido” (EL. Totalidad e Infinito. p 75): “El recuerdo de la sirvienta me cohibía. Quise acordarme de su rostro, y, admirada, no lo conseguí ––de tal modo ella había acabado de excluirme de mi propia casa––, como si se hubiese cerrado la puerta y me hubiese dejado remota en relación a mi morada. El recuerdo de su cara me huía, debía ser un olvido temporario” (CL, p 46)

GH parte de esa otredad al encuentro del extrañamiento de todo lo que la integra: Su imagen “invisible” bajo el delantal; sus dibujos ––trazos “de reina” (p. 47)––; su cama, sus ropas, el colchón; su cuarto (con su sol y su calor) como visión, con sonidos y silencios, con ausencia y presencia, incapaz de contenerla. Para GH el cuarto es el encuentro primero de aquello “otro” que no es más que una vuelta a lo arcaico, a eso que siempre le había pertenecido y que ella ignoraba (la mismidad que enuncia cuando recuerda el nombre de Janair, como una suerte de conjuro a través de la palabra) ahora sola ante el estupor: “y que a pesar de haber entrado ya en el cuarto, parecía haber entrado en la nada. Aun dentro de él, yo continuaba de algún modo afuera. Como si él no tuviese bastante profundidad para contenerme y dejase pedazos míos en el pasillo, en la mayor repulsión de la que fuera víctima: yo no cabía” (p 52).

Pero una vez dentro de la luminosidad sensorial de este espacio alegórico (el cuarto), los signos materiales se multiplican y fragmentan:”Y ya sentía la falta de mi casa. Me esforcé en recordar que también aquel cuarto era propiedad mía, y dentro de mi casa: pues, sin salir de ella, sin bajar ni subir, había caminado hacia el cuarto” (CL, p 52). La percepción que acontece disgrega tanto al objeto de conocimiento (Janair) como al sujeto cognoscente (GH). Dice Levinas:

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“En el mundo estoy en mi casa, porque él se ofrece o se niega a la posesión (lo que es absolutamente otro no se niega solamente a la posesión, sino que la pone en duda y, por eso precisamente puede consagrarla)”. (EL. El Mismo y lo Otro, p 62)

“…Lo absolutamente Otro, es el otro. No se enumera conmigo La disgregación produce una expansión de la realidad, cuyos múltiples sentidos son inagotables” (EL, p 63).

Y el Otro también es la cucaracha que de pronto aparece

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