Etica Ambiental
teca28 de Marzo de 2014
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ÉTICA AMBIENTAL Y CONSUMO
Javier Reyes
1. EL CONSUMIDOR
El consumidor promedio es un alma sedada para mitigar la carga de su vacío; vacío que rueda, como dice Lipovestky, sin tragedias ni Apocalipsis. Es un dopado atleta del placer volátil, del encantamiento efímero, del fallido intento por autoasfixiarse toda duda existencial.
Compra bajo la luz artificial más encendida y las cataratas del bullicio, pero el deseo previo por consumir se le filtró entre las sombras y el silencio, hasta convertirse en química del cuerpo. Por eso, muchas veces no hay codicia, sino la triste necesidad de amueblarse el alma.
Unos compran, los demás desean. Doctores en adquisición los primeros, maestros en vouyerismo los segundos; consumidores, los espíritus de ambos. En palabras de Iván Ilich: la sociedad de consumo produce dos tipos de esclavos: aquellos que están intoxicados y aquellos que ambicionan estarlo.
El consumidor busca, rodeado de la masa, los objetos que lo hagan diferente a ésta. Por ello exige la existencia de más modelos de un mismo producto, porque en la profusión lujuriosa conseguirá algo que lo distinga y lo haga diferente. En su obsesión no comprende la paradoja de que es en la frívola búsqueda de su individualidad, donde se uniforma con los otros y queda atrapado en su condición de masa.
La sociedad actual, frente a la erosión de las identidades sociales y la dilución de la fuerza de las ideologías, legitima al consumidor, lo viste de algarabía aunque lo despoje de felicidad. El consumo es un intento de hacerse querer; la caja registradora se presenta como el mejor distribuidor de espaldarazos afectuosos. Comprar es el antídoto al rechazo, el nuevo antónimo de la segregación. Sin embargo, y ahí reside la tragedia del consumidor moderno, comprar no llena los territorios existenciales ni los vacíos de la subjetividad; ni mucho menos, aligera el peso de la vida. El consumidor no sólo lo intuye, lo sabe, pero siempre hará un nuevo intento.
Las profundas y complejas necesidades del espíritu humano no se satisfacen comprimiendo al mundo a la calidad de dotador de objetos. Por eso, en la soledad de su espejo, al consumidor se le reitera el fracasado intento de la mejor alquimia: comprar fascinantes mercancías y convertirlas en proteínas para el alma.
El consumidor tiene boleto eterno que lo lleva a ninguna parte; es inmigrante legal en un viaje permanente en el que topa, una y otra vez, con la pared de la rutina consumista.
2. EL PRODUCTO
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Comprar un salero, un jabón, un bolígrafo implica muchas veces participar en un ritual, casi inconsciente, en el que la materia adquiere una pátina de glamour que disfraza la vulgaridad del objeto que se obtiene. Los objetos no poseen su principal valor en sí mismos, sino por lo que representan o por ser pedazos de asfalto que nos llevan a la felicidad.
Lo que vale es el artilugio, no la mercancía; hoy, hasta el más insignificante objeto, si es vestido en las boutiques de la publicidad, logra encandilar con su valor simbólico. Si bien, por aburridas leyes de la física, el producto está anclado a su realidad material, la publicidad le permite navegar por los territorios del falso encantamiento. Así, la mercancía se ha convertido en anzuelo de terciopelo, de ahí su calidad de ardid magnético. Pero cuando a un producto se le arranca la envoltura, en su desnudez, la efímera magia se hace añicos, pues ha dejado de ser nuevo y, muy pronto, renace en el consumidor el deseo de otra compra. Algo que lo acerque al cielo Nike, al paraíso Giorgio Armani.
Barnizar el despilfarro con glamour publicitario tiene muy poco de fortuito; detrás está el esfuerzo que realizan los núcleos de poder por dominar no sólo gracias a las estructuras de la fabricación de bienes, sino también empleando las estructuras, quizá más poderosas, productoras de signos, de sintaxis y de subjetividad.
Así, el producto está por debajo de las marcas, y éstas hoy son más que un logotipo y un eslogan; son fábricas de símbolos, de sublimación de las imágenes, de aliento de ilusiones. Son los nuevos modos del mundo, en el que las obreras fabrican cosméticos, los publicistas venden la cara de Venus; los obreros producen zapatos, los publicistas ofrecen sublimes estilos de caminar.
Las marcas se aburrieron de vender mercancías, ahora nos dan identidad, nos complementan los afectos y nos hacen liposucción en las zonas de la infelicidad. Los hoteles Hilton aseguran: “Nuestra casa es su casa, nuestra familia es su familia”. Los clientes saben que es mentira, pero tanto cinismo al final deviene en calidez, y terminan siendo huéspedes de la amable imagen de la falsedad.
Sin embargo, la perversión de la publicidad no está tanto en su seductor engaño, sino en su tersa capacidad para distanciarnos de la naturaleza política que tiene la vida cotidiana. No es tan preocupante que nos conviertan en consumidores esquilmados, sino en discapacitados para el ejercicio de la ciudadanía. Y ahí, en ese hecho de extinguirnos sin dolor la curiosidad y la autonomía frente al mundo, reside una de las claves del desmoronamiento de la ética. El artilugio de la mercancía es el rayo láser que nos desintegra las glándulas de la ciudadanía política.
3. LA COMERCIALIZACIÓN.
El producto necesita de espacios físicos y mecanismos económicos y sociales para comercializarse. El mercado se ha extendido y profundizado para crearle pasarelas a todo tipo de producto. Pero en esta etapa de la historia, el centro
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comercial es la construcción social y el vehículo simbólico más poderoso para vendernos una realidad de ficción, como la denomina Vicente Verdú.
El centro comercial es la cara limpia del sistema: la explotación, la pobreza, la contaminación, el autoritarismo económico, los estertores de los ecosistemas, no enturbian su diáfana atmósfera interior. Sus pasillos y anaqueles permanecen sin manchas y sin sombras, inmunes a los crudos indicios de los que hay afuera o detrás de los telones.
La eficiente mitología economicista, que inventa sus propios dioses y rituales, ha hecho del centro comercial el olimpo de las marcas, el templo de las mercancías. Reino impenetrable a la realidad externa, posee no sólo un ambiente autónomo, sino su propia moral. En su interior, nada hay que inquiete, se vive en la santa paz de las estanterías.
Densa vegetación de aparadores, inmenso depósito de tentaciones frívolas, el centro comercial es una lograda versión plástica de los sueños festivos. Por lo general, no es fastuoso ni extravagante ni de una elegancia sofisticada, es relajado, trivial, antisolemne. Fantasma hecho de retazos centellantes, nadería engalanada, su atmósfera es una tonada contagiosa, sin rumbo y sin pasiones.
No es, como se piensa, un espacio exclusivo para los enanos de espíritu. Ahí no hay intrusos, todos caben entre sus corredores: mediocres y brillantes, ricos y globalifóbicos, niños decrépitos y ancianos reverdecidos, almas cavernícolas y espíritus sofisticados. Los centros comerciales son democráticos, abiertos, incluyentes; el consumo no, ese lo ejercen quienes tienen poder adquisitivo. Nunca faltan ofertas; sólo sobran hastíos y soledades que se amontonan, que chocan con amabilidad, pero que no se pulsan ni se afectan.
El centro comercial encierra la antinomia social perfecta: nos vende televisores para hacernos sedentarios, pero en el piso de arriba hay una caminadora para que no exageremos; nos seduce con una variada opción de alimentos chatarra, pero 30 metros adelante hay productos reductivos y complementos alimenticios; nos asesina de aburrimiento con el color tedioso de su bullicio, pero hay cien taquillas abiertas para el entretenimiento puro. El centro comercial es una condensación de paradojas, un hábil equilibrista en el éxtasis de la simulación, en la venta de mentiras amigables, las cuales, todas juntas, construyen la única verdad social: “comprar es un arte”, como asegura el slogan de una tienda de departamentos convertida en plaga urbana.
Territorio minado de deseos incumplidos, el centro comercial es hoy la mejor caja de sorpresas rutinarias.
4. LA DISTRIBUCIÓN
Detrás del consumidor, del producto, del centro comercial, está un sistema de distribución enfebrecido. Una incansable parvada de aviones acarrea gente y mercancía. En mayo de este año 2007 se rompió el record de vuelos programados en todo el mundo al llegar a 2 millones 510 mil despegues. Cada año la atmósfera sufre el impacto de alrededor de 30 millones de vuelos.
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Sin embargo, más del 80% del comercio internacional se mueve por vía marítima a bordo de una flota superior a los 90,000 barcos, los cuales generan probablemente mayor impacto ambiental que los aviones. Sólo en el Estrecho de la Mancha transitan más de 1,000 buques diarios. Marabunta sobre las olas.
Así, como aire ágil, las mercancías viajan en una intensa red de transportación: barcos, trenes, camiones de carga, aviones, conforman un ruidoso coro con miles de escalas, pero sin puntos de reposo. Y el kilometraje recorrido le da al producto categoría de bien globalizado, y simboliza la presunción universal de que los productos trazan infinitas rutas y posibilidades que no dejan a nadie fuera del carnaval del consumo.
5. LA PRODUCCIÓN
Se necesitó de toda la historia humana para que la economía mundial llegara, en el año 1900, a los 600 mil millones de dólares. Hoy en día, avalancha imparable, la economía mundial crece en esta cifra cada 2 años.
En el planeta, si Internet no es un Pinocho si nariz, cada hora se producen más de 1,000 pantallas de plasma, más 4 mil automóviles, 9 mil computadoras,
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