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Etica Ambiental


Enviado por   •  28 de Marzo de 2014  •  3.297 Palabras (14 Páginas)  •  241 Visitas

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ÉTICA AMBIENTAL Y CONSUMO

Javier Reyes

1. EL CONSUMIDOR

El consumidor promedio es un alma sedada para mitigar la carga de su vacío; vacío que rueda, como dice Lipovestky, sin tragedias ni Apocalipsis. Es un dopado atleta del placer volátil, del encantamiento efímero, del fallido intento por autoasfixiarse toda duda existencial.

Compra bajo la luz artificial más encendida y las cataratas del bullicio, pero el deseo previo por consumir se le filtró entre las sombras y el silencio, hasta convertirse en química del cuerpo. Por eso, muchas veces no hay codicia, sino la triste necesidad de amueblarse el alma.

Unos compran, los demás desean. Doctores en adquisición los primeros, maestros en vouyerismo los segundos; consumidores, los espíritus de ambos. En palabras de Iván Ilich: la sociedad de consumo produce dos tipos de esclavos: aquellos que están intoxicados y aquellos que ambicionan estarlo.

El consumidor busca, rodeado de la masa, los objetos que lo hagan diferente a ésta. Por ello exige la existencia de más modelos de un mismo producto, porque en la profusión lujuriosa conseguirá algo que lo distinga y lo haga diferente. En su obsesión no comprende la paradoja de que es en la frívola búsqueda de su individualidad, donde se uniforma con los otros y queda atrapado en su condición de masa.

La sociedad actual, frente a la erosión de las identidades sociales y la dilución de la fuerza de las ideologías, legitima al consumidor, lo viste de algarabía aunque lo despoje de felicidad. El consumo es un intento de hacerse querer; la caja registradora se presenta como el mejor distribuidor de espaldarazos afectuosos. Comprar es el antídoto al rechazo, el nuevo antónimo de la segregación. Sin embargo, y ahí reside la tragedia del consumidor moderno, comprar no llena los territorios existenciales ni los vacíos de la subjetividad; ni mucho menos, aligera el peso de la vida. El consumidor no sólo lo intuye, lo sabe, pero siempre hará un nuevo intento.

Las profundas y complejas necesidades del espíritu humano no se satisfacen comprimiendo al mundo a la calidad de dotador de objetos. Por eso, en la soledad de su espejo, al consumidor se le reitera el fracasado intento de la mejor alquimia: comprar fascinantes mercancías y convertirlas en proteínas para el alma.

El consumidor tiene boleto eterno que lo lleva a ninguna parte; es inmigrante legal en un viaje permanente en el que topa, una y otra vez, con la pared de la rutina consumista.

2. EL PRODUCTO

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Comprar un salero, un jabón, un bolígrafo implica muchas veces participar en un ritual, casi inconsciente, en el que la materia adquiere una pátina de glamour que disfraza la vulgaridad del objeto que se obtiene. Los objetos no poseen su principal valor en sí mismos, sino por lo que representan o por ser pedazos de asfalto que nos llevan a la felicidad.

Lo que vale es el artilugio, no la mercancía; hoy, hasta el más insignificante objeto, si es vestido en las boutiques de la publicidad, logra encandilar con su valor simbólico. Si bien, por aburridas leyes de la física, el producto está anclado a su realidad material, la publicidad le permite navegar por los territorios del falso encantamiento. Así, la mercancía se ha convertido en anzuelo de terciopelo, de ahí su calidad de ardid magnético. Pero cuando a un producto se le arranca la envoltura, en su desnudez, la efímera magia se hace añicos, pues ha dejado de ser nuevo y, muy pronto, renace en el consumidor el deseo de otra compra. Algo que lo acerque al cielo Nike, al paraíso Giorgio Armani.

Barnizar el despilfarro con glamour publicitario tiene muy poco de fortuito; detrás está el esfuerzo que realizan los núcleos de poder por dominar no sólo gracias a las estructuras de la fabricación de bienes, sino también empleando las estructuras, quizá más poderosas, productoras de signos, de sintaxis y de subjetividad.

Así, el producto está por debajo de las marcas, y éstas hoy son más que un logotipo y un eslogan; son fábricas de símbolos, de sublimación de las imágenes, de aliento de ilusiones. Son los nuevos modos del mundo, en el que las obreras fabrican cosméticos, los publicistas venden la cara de Venus; los obreros producen zapatos, los publicistas ofrecen sublimes estilos de caminar.

Las marcas se aburrieron de vender mercancías, ahora nos dan identidad, nos complementan los afectos y nos hacen liposucción en las zonas de la infelicidad. Los hoteles Hilton aseguran: “Nuestra casa es su casa, nuestra familia es su familia”. Los clientes saben que es mentira, pero tanto cinismo al final deviene en calidez, y terminan siendo huéspedes de la amable imagen de la falsedad.

Sin embargo, la perversión de la publicidad no está tanto en su seductor engaño, sino en su tersa capacidad para distanciarnos de la naturaleza política que tiene la vida cotidiana. No es tan preocupante que nos conviertan en consumidores esquilmados, sino en discapacitados para el ejercicio de la ciudadanía. Y ahí, en ese hecho de extinguirnos sin dolor la curiosidad y la autonomía frente al mundo, reside una de las claves del desmoronamiento de la ética. El artilugio de la mercancía es el rayo láser que nos desintegra las glándulas de la ciudadanía política.

3. LA COMERCIALIZACIÓN.

El producto necesita de espacios físicos y mecanismos económicos y sociales para comercializarse. El mercado se ha extendido y profundizado para crearle pasarelas a todo tipo de producto. Pero en esta etapa de la historia, el centro

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comercial es la construcción social y el vehículo simbólico más poderoso para vendernos una realidad de ficción, como la denomina Vicente Verdú.

El centro comercial es la cara limpia del sistema: la explotación, la pobreza, la contaminación, el autoritarismo económico, los estertores de los ecosistemas, no enturbian su diáfana atmósfera interior. Sus pasillos y anaqueles permanecen sin manchas y sin sombras, inmunes a los crudos indicios de los que hay afuera o detrás de los telones.

La eficiente mitología economicista, que inventa sus propios dioses y rituales, ha hecho del centro comercial el olimpo de las marcas, el templo de las mercancías. Reino impenetrable a la realidad externa, posee no sólo un ambiente autónomo, sino su propia moral. En su interior, nada hay que inquiete, se vive en la santa paz de las estanterías.

Densa vegetación de aparadores, inmenso depósito de tentaciones frívolas, el centro comercial es una lograda versión plástica de los sueños festivos. Por

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