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HECTOR ABAD Cap 11-20

Dayhiiz4 de Julio de 2013

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Gracias al arzobispo o, más bien, gracias a su recuerdo, podíamos contar con la monja de compañía en la casa, la cual era un lujo que solamente se permitían las familias más ricas de Medellín. Tío Joaquín había apoyado la fundación de una nueva orden religiosa, la de las Hermanitas de la Anunciación, que se dedicaba al cuidado de los niños en el hogar, y por agradecimiento a ese apoyo inicial, la madre Berenice, que era la fundadora y superiora del convento, enviaba a la casa, de balde, a la hermanita Josefa, de modo que le ayudara a mi mamá a cuidar los hijos menores mientras ella montaba su oficina.

Mi mamá y la madre Berenice eran buenas amigas. Se decía que la madre Berenice hacía milagros. Cuando íbamos al convento, como mi mamá sufría de jaquecas, la madre Berenice le imponía las manos; se las dejaba apoyadas sobre la cabeza durante un rato y al mismo tiempo musitaba unos conjuros ininteligibles; mi hermana menor y yo nos quedábamos mirando esa ceremonia, atónitos, desde un rincón de su despacho, con miedo de que saltaran chispas de sus dedos de un momento a otro. Mi mamá, por unos días, se curaba, o al menos decía que se curaba de la migraña. Años después la madre Berenice se murió, en olor de santidad, y en su proceso de beatificación mi mamá fue llamada a dar testimonio de esas sanaciones milagrosas. Años antes de su muerte, algunos fines de semana Sol y yo los pasábamos en el convento de las Hermanitas de la Anunciación; recuerdo los corredores interminables, encerados y brillantes, el solar con la huerta, los brevos y los rosales, los rezos eternos e hipnóticos en el oratorio, el áspero olor a incienso y a esperma de velones que picaba en la nariz. A mi hermanita, que tenía tres o cuatro años y parecía un ángel del Renacimiento con sus ricitos rubios y sus ojos verdiazules, la disfrazaban de monja y la ponían a cantar en la capilla una canción que se llamaba «Estando un día solita» y contaba el instante del llamado celestial a la vocación religiosa. Cuarenta años después, ella todavía puede repetirla de memoria:

Estando un día solita

En santa contemplación

Oí una voz que decía

Entra, entra en religión.

A pesar de este apostolado temprano, mi hermana Sol no se fue de monja —aunque tiene algo de eso en sus supersticiones piadosas y en sus fervores repentinos—, sino que es Médica, y epidemióloga, y al oírla a ella a veces me parece que vuelvo a oír a mi papá, pues ella sigue con su mismo sonsonete sobre el agua potable, las vacunas, la prevención, los alimentos básicos, como si la historia fuera cíclica y este un país de sordos donde los niños todavía se mueren de diarrea y desnutrición.

Tengo otro recuerdo médico asociado a ese convento. Un conocido de mi papá en la Facultad de Medicina, ginecólogo, tenía un gran negocio montado gracias a los conventos femeninos de Medellín. Según una teoría más o menos peregrina que se había inventado, los úteros que no se usaban para la gestación producían tumores: «la mujer que no pare hijo, pare miomas». Y entonces se había dedicado a sacarles eI útero a todas las monjas de la ciudad, tuvieran miomas o no. Mi papá, con una picardía que ni mi mamá ni el arzobispo ni la madre Berenice aprobaban, decía que este doctor no hacía eso como negocio, ni mucho menos, sino para evitar problemas con las anunciaciones de los ángeles o del Espíritu Santo. Y soltaba una carcajada blasfema mientras recitaba unas coplas famosas de Ñito Restrepo:

Una monja se embuchó

De tomar agua bendita

Y el embuche que tenía

Era una monja chiquita.

A veces había pasado que, sin que se supiera cómo ni cuándo, alguna monja, incluso de las Clarisas, que eran de clausura, resultara embarazada, y no por el Espíritu Santo. Sin un solo útero de monja disponible en el departamento, ese problema jamás se volvió a presentar y la castidad —al menos la aparente— de las monjas, quedó garantizada de por vida. No sé si este método anticonceptivo, mucho más drástico que todos los que la Iglesia prohíbe, se seguirá practicando todavía en algún convento.

11

Cuando mi mamá se convenció de que con la plata del profesor, menguada por su generosidad sin filtros, y amenazada cada rato por una destitución fulminante de las directivas de la Universidad, era imposible sostener la casa, al menos dentro de los niveles de buen gusto y buena comida que había aprendido «en Palacio», la madre Berenice la apoyó y le ofreció gratis una ayuda extra en la casa, para que mi mamá pudiera irse a trabajar tranquila: esa niñera monja, la hermanita Josefa, que se ocupó de Sol y de mí todas las semanas, de lunes a viernes, mientras mi mamá trabajaba y hasta que los dos menores entramos al colegio. Mi papá, con el inevitable sedimento machista de su educación, no quería que mi mamá se pusiera a trabajar, ni que adquiriera la independencia física y mental que da ganarse la propia plata, pero ella logró imponer su voluntad, con ese carácter firme y constante, mezclado con una indestructible alegría de fondo que no ha dejado nunca de acompañarla hasta el día de hoy, y que la hacen una persona inmune a los rencores y a los disgustos duraderos. Luchar contra su firmeza vestida de alegría ha sido siempre imposible.

A veces mi mamá también me llevaba a la oficina. Como ella no tenía carro, nos íbamos en bus, o mi papá nos dejaba en Junín con La Playa, de paso para la Universidad. Mi mamá había instalado la oficina en un cuchitril diminuto de un edificio nuevo, La Ceiba, que era la construcción más grande de la ciudad en ese momento, y nos parecía gigantesca. El edificio quedaba, y queda, en el centro, al final de la Avenida La Playa, al lado del edificio Coltejer. Subíamos hasta uno de los pisos más altos en unos ascensores Otis grandes, de hospital, que manejaban unas ascensoristas negras hermosísimas, vestidas siempre de un blanco inmaculado, como enfermeras dedicadas a un oficio mecánico. Me gustaban tanto que a veces me quedaba horas en el ascensor, mientras mi mamá trabajaba, subiendo y bajando al lado de las ascensoristas negras que olían a un perfume barato que todavía hoy, en las raras ocasiones en que lo he vuelto a sentir, despierta en mí una especie de melancólico erotismo infantil.

La oficina de mi mamá estaba metida en el cuarto de los útiles e implementos de aseo del edificio. El cuarto tenía un penetrante olor a jabón y a ambientadores de baño, unas pastillas rosadas, redondas, brillantes, que olían a alcanfor y se ponían en el fondo de los orinales. También había cajas repletas de jabón de piso, blanqueadores, palos de escoba, trapeadoras y pacas de rollos de papel higiénico barato, arrumadas en una esquina.

En un escritorio metálico, mi mamá se encargaba de hacer a mano las cuentas del edificio, con un lápiz amarillo bien afilado, sobre un inmenso libro de contabilidad de tapas duras y verdes. También tenía que hacer las actas de las reuniones de la Junta del edificio, en un estilo anticuado que le había enseñado tío Luis, el hermano del arzobispo, que había sido secretario perpetuo de la Academia de Historia. «Toma la palabra el preclaro ganadero señor don Floro Castaño para manifestar que se debe economizar en el uso del papel higiénico, de modo que los gastos comunes de la copropiedad no aumenten innecesariamente. La señora administradora, doña Cecilia Faciolince de Abad, anota que si bien don Floro tiene toda la razón, resulta inevitable, por motivos fisiológicos, que haya un cierto gasto. No obstante lo anterior, comunica a los señores copropietarios que uno de sus vecinos, el doctor John Quevedo, quien se ha trasladado a vivir en su oficina, usándola abusivamente como casa de habitación, y en las horas de la madrugada suele hacer uso del baño de damas del sexto piso, donde procede a bañarse y, como carece de toalla, procede también a secar su cuerpo con grandes cantidades de papel higiénico, el cual, una vez usado deja por el suelo, razón por la cual...»

Mi mamá era experta en mecanografía y taquigrafía (copiaba los dictados a una velocidad increíble, con unos maravillosos garabatos indescifrables, como ideogramas chinos) pues había hecho un curso de secretariado en laEscuela Remington para Señoritas, y antes de casarse había sido la secretaria del gerente de Avianca en Medellín, el doctor Bernardo Maya. Es más, contaba que como el gerente de Avianca se moría de amor por ella, había resuelto casarse con el doctor Maya si mi papá, que en ese momento hacía su maestría en Estados Unidos, no cumplía su promesa de casarse. Cuando ocurría, pero eran cosas muy raras, que mi mamá y mi papá tuvieran una discusión y se dejaran de hablar por una tarde, mis hermanas le preguntaban, burlonas:

—¿Mami, hubieras preferido casarte con Bernardo Maya?

Y una de mis preocupaciones más graves, cuando niño, era para mí esa pregunta insoluble, o mal planteada, de si yo hubiera nacido o no, y cómo, si mi mamá se hubiera casado, no con mi papá, sino con Bernardo Maya. Yo no quería renunciar a la vida, por lo que intentaba imaginarme que en tal caso yo no me parecería a mi papá, sino al doctor Maya. Pero la conclusión era terrible pues, dado lo anterior, si yo no me pareciera a mi papá, sino a Bernardo Maya, entonces yo ya no sería yo, sino otra persona distintísima a mí, con lo cual dejaba de ser lo que era, y eso era lo mismo que no ser nada. El doctor Maya vivía muy cerca de la casa, como a las dos cuadras volteando, y no tenía hijos, lo cual acentuaba mi terror metafísico de nunca haber sido, ya que

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