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HECTOR ABAD Cap 11-20


Enviado por   •  4 de Julio de 2013  •  20.958 Palabras (84 Páginas)  •  481 Visitas

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Gracias al arzobispo o, más bien, gracias a su recuerdo, podíamos contar con la monja de compañía en la casa, la cual era un lujo que solamente se permitían las familias más ricas de Medellín. Tío Joaquín había apoyado la fundación de una nueva orden religiosa, la de las Hermanitas de la Anunciación, que se dedicaba al cuidado de los niños en el hogar, y por agradecimiento a ese apoyo inicial, la madre Berenice, que era la fundadora y superiora del convento, enviaba a la casa, de balde, a la hermanita Josefa, de modo que le ayudara a mi mamá a cuidar los hijos menores mientras ella montaba su oficina.

Mi mamá y la madre Berenice eran buenas amigas. Se decía que la madre Berenice hacía milagros. Cuando íbamos al convento, como mi mamá sufría de jaquecas, la madre Berenice le imponía las manos; se las dejaba apoyadas sobre la cabeza durante un rato y al mismo tiempo musitaba unos conjuros ininteligibles; mi hermana menor y yo nos quedábamos mirando esa ceremonia, atónitos, desde un rincón de su despacho, con miedo de que saltaran chispas de sus dedos de un momento a otro. Mi mamá, por unos días, se curaba, o al menos decía que se curaba de la migraña. Años después la madre Berenice se murió, en olor de santidad, y en su proceso de beatificación mi mamá fue llamada a dar testimonio de esas sanaciones milagrosas. Años antes de su muerte, algunos fines de semana Sol y yo los pasábamos en el convento de las Hermanitas de la Anunciación; recuerdo los corredores interminables, encerados y brillantes, el solar con la huerta, los brevos y los rosales, los rezos eternos e hipnóticos en el oratorio, el áspero olor a incienso y a esperma de velones que picaba en la nariz. A mi hermanita, que tenía tres o cuatro años y parecía un ángel del Renacimiento con sus ricitos rubios y sus ojos verdiazules, la disfrazaban de monja y la ponían a cantar en la capilla una canción que se llamaba «Estando un día solita» y contaba el instante del llamado celestial a la vocación religiosa. Cuarenta años después, ella todavía puede repetirla de memoria:

Estando un día solita

En santa contemplación

Oí una voz que decía

Entra, entra en religión.

A pesar de este apostolado temprano, mi hermana Sol no se fue de monja —aunque tiene algo de eso en sus supersticiones piadosas y en sus fervores repentinos—, sino que es Médica, y epidemióloga, y al oírla a ella a veces me parece que vuelvo a oír a mi papá, pues ella sigue con su mismo sonsonete sobre el agua potable, las vacunas, la prevención, los alimentos básicos, como si la historia fuera cíclica y este un país de sordos donde los niños todavía se mueren de diarrea y desnutrición.

Tengo otro recuerdo médico asociado a ese convento. Un conocido de mi papá en la Facultad de Medicina, ginecólogo, tenía un gran negocio montado gracias a los conventos femeninos de Medellín. Según una teoría más o menos peregrina que se había inventado, los úteros que no se usaban para la gestación producían tumores: «la mujer que no pare hijo, pare miomas». Y entonces se había dedicado a sacarles eI útero a todas las monjas de la ciudad, tuvieran miomas o no. Mi papá, con una picardía que ni mi mamá ni el arzobispo ni la madre Berenice aprobaban, decía que este doctor no hacía eso como negocio, ni mucho menos, sino para evitar problemas con las anunciaciones de los ángeles o del Espíritu Santo. Y soltaba una carcajada blasfema mientras recitaba unas coplas famosas de Ñito Restrepo:

Una monja se embuchó

De tomar agua bendita

Y el embuche que tenía

Era una monja chiquita.

A veces había pasado que, sin que se supiera cómo ni cuándo, alguna monja, incluso de las Clarisas, que eran de clausura, resultara embarazada, y no por el Espíritu Santo. Sin un solo útero de monja disponible en el departamento, ese problema jamás se volvió a presentar y la castidad —al menos la aparente— de las monjas, quedó garantizada de por vida. No sé si este método anticonceptivo, mucho más drástico que todos los que la Iglesia prohíbe, se seguirá practicando todavía en algún convento.

11

Cuando mi mamá se convenció de que con la plata del profesor, menguada por su generosidad sin filtros, y amenazada cada rato por una destitución fulminante de las directivas de la Universidad, era imposible sostener la casa, al menos dentro de los niveles de buen gusto y buena comida que había aprendido «en Palacio», la madre Berenice la apoyó y le ofreció gratis una ayuda extra en la casa, para que mi mamá pudiera irse a trabajar tranquila: esa niñera monja, la hermanita Josefa, que se ocupó de Sol y de mí todas las semanas, de lunes a viernes, mientras mi mamá trabajaba y hasta que los dos menores entramos al colegio. Mi papá, con el inevitable sedimento machista de su educación, no quería que mi mamá se pusiera a trabajar, ni que adquiriera la independencia física y mental que da ganarse la propia plata, pero ella logró imponer su voluntad, con ese carácter firme y constante, mezclado con una indestructible alegría de fondo que no ha dejado nunca de acompañarla hasta el día de hoy, y que la hacen una persona inmune a los rencores y a los disgustos duraderos. Luchar contra su firmeza vestida de alegría ha sido siempre imposible.

A veces mi mamá también me llevaba a la oficina. Como ella no tenía carro, nos íbamos en bus, o mi papá nos dejaba en Junín con La Playa, de paso para la Universidad. Mi mamá había instalado la oficina en un cuchitril diminuto de un edificio nuevo, La Ceiba, que era la construcción más grande de la ciudad en ese momento, y nos parecía gigantesca. El edificio quedaba, y queda, en el centro, al final de la Avenida La Playa, al lado del edificio Coltejer. Subíamos hasta uno de los pisos más altos en unos ascensores Otis grandes, de hospital, que manejaban unas ascensoristas negras hermosísimas, vestidas siempre de un blanco inmaculado, como enfermeras dedicadas a un oficio mecánico. Me gustaban tanto que a veces me quedaba horas en el ascensor, mientras mi mamá trabajaba, subiendo y bajando al lado de las ascensoristas negras que olían a un perfume barato que todavía hoy, en las raras ocasiones en que lo he vuelto a sentir, despierta en mí una especie de melancólico erotismo infantil.

La oficina de mi mamá estaba metida en el cuarto de los útiles e implementos de aseo del edificio. El cuarto tenía un penetrante olor a jabón y a ambientadores de baño, unas pastillas rosadas, redondas, brillantes, que olían a alcanfor y se ponían en el fondo de los orinales. También había cajas repletas de jabón de piso, blanqueadores, palos de escoba, trapeadoras y pacas de rollos de papel higiénico

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