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Hijo De Ladron

con127 de Agosto de 2014

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La realidad social en Hijo de Ladrón

Es necesario subrayar de nuevo que una de las particularidades que posee la realidad social descrita en Hijo de Ladrón es que no es producto de una ficción literaria, sino del conocimiento directo que de ella tuvo Manuel Rojas durante sus años de errancia por los Andes, especialmente, por Chile y Argentina. En este sentido, la novela tiene un tono de experiencia, y una sensibilidad superior. Al no recorrer el autor estos territorios en calidad de turista, sino llevado por la necesidad, conoció en ellos niveles que usualmente no están a la vista de todos, por ejemplo, el de la pobreza, el de la mendicidad, o el de la vida penitenciaria. Esta certidumbre se equipara con la opinión de Elías Canetti:

“Para mí es este aumento de la realidad el que mayor ponderación merece porque más trabajo cuesta su asimilación que la de lo trivialmente novedoso que es evidente para cualquiera, y quizá también por ser tal descubrimiento tan saludable y tan apropiado para bajarles los humos a quienes no caben en sí de admiración ante no importa qué presunta nueva cumbre del genio inventivo” [3]

Esas dimensiones de la realidad social que trabaja Rojas en su novela son de algún modo engañosas a la luz del comentario que hace Canetti. Es verdad que la pobreza o el crimen no son aspectos “novedosos” de la realidad, prácticamente han estado allí desde el origen de la vida social; sin embargo, precisamente su permanencia a lo largo del tiempo ha entorpecido su asimilación y, por consiguiente, la búsqueda de alternativas que permitan superarlos; son problemas que se interpretan como inevitables, y frente a los cuales nadie quiere tomarse un tiempo para pensar.

De este modo, Hijo de Ladrón pretende abrir los ojos a una realidad que permanecía sustancialmente descuidada hasta el siglo XX. Hasta ese momento la literatura latinoamericana se encasilló, bien en el romanticismo de corte europeo, o bien en un criollismo exaltado, pero en ambos casos, se mantuvo ajena al carácter de denuncia y crítica social. Ese cambio de perspectiva empieza a generarse en Argentina con Roberto Arlt, en Uruguay gracias a la increíble obra de Juan Carlos Onetti, y en Chile, en buena medida, merced al trabajo narrativo de Manuel Rojas; todos ellos autores anteriores al boom, que se convertiría en el movimiento que popularizó en el mundo la realidad social de nuestros países.

Una cosa más: la realidad social por la que se preocupa Manuel Rojas es, ante todo, urbana. A inicios del siglo XX la vida en América Latina se había trasladado del campo a la ciudad, debido a la importancia adquirida por el comercio, los procesos de industrialización, la centralización del poder, etcétera. Por ello, la ruralidad en Hijo de Ladrón es un espacio evocado, mas no latente; en cambio, las calles, los recovecos en que habitan los mendigos, las cárceles, todos los escenarios propios de la vida citadina, adquieren para la novela gran importancia. Esta idea permite entender mejor las palabras que escribió Moreno-Durán:

“Memorias Póstumas de Brás Cubas o De Sobremesa, Los Siete Locos oLa Bahía del Silencio, Adán Buenosayres o El Acoso, El Pozo o Hijo de Ladrón, lograron asumir una cosmovisión como tema, ahondando en sus causas, nexos y realidades. Aparece la ciudad y con ella toda una secuencia de elementos que nos brindan la posibilidad de cuestionar críticamente la sociedad en que vivimos. El origen de las grandes fortunas y de los mitos latinoamericanos, la sacralización de nombres y familias, la consolidación de estratos sociales, gremios financieros, élites industriales, células bancarias, aparecen de improviso sorprendidos en medio de sus manipulaciones cotidianas, al lado del desarraigo y la angustia, de la marginalidad y la aventura política” [4]

Al interior de Hijo de Ladrón hay varios elementos que permiten establecer la imagen de la realidad que tiene Manuel Rojas. En esa imagen cobran especial relevancia la pobreza, el inconformismo popular, la burocracia y la dureza de la vida en prisión. Hay muchísimos más puntos que podrían estudiarse, puesto que la obra es pletórica en recursos de este tipo, pero, bajo nuestra mirada, estos son los que más insistentemente aborda el autor. Así, con relación a ellos escribiremos lo que sigue:

La pobreza. En la novela de Rojas no son numerosos los contrastes entre ricos y pobres, más bien, se profundiza en la pobreza como un modo de vida. Lo que entiende el escritor es que, en el plano de las necesidades, hay personas que tienen mayores recursos para satisfacerlas que otros, resultando que aquellos a quienes se les dificulta suplirlas, deben ser considerados pobres. Aniceto Hevia es conciente de esta situación, de la manera como él la personifica, pero además de que su realidad no es individual, sino colectiva: “veía que a toda la gente le sucedía lo mismo –se dice-, por lo menos a aquella gente con quien me rozaba: comer, beber, reír, vestirse, trabajar para ello y nada más. No era muy entretenido, pero no había nada más; por lo menos, no se veía si había algo más”.

La pobreza acompaña al protagonista de la novela desde el momento en que pierde la protección de su familia: su madre muere, el padre es encarcelado, los hermanos huyen. El tener que ganarse un sustento prueba a Aniceto lo mal formado que se encuentra para ello, todo lo difícil que es sobrevivir; incluso más si se vive en el ambiente que a él le corresponde, el de los mendigos y vagabundos, porque existe una lucha tácita entre ellos, justamente por la insuficiencia de recursos. Son muchos los pobres con los que se choca a diario Aniceto: “podemos despreciarlos –confiesa-, podemos vivir separados de ellos, pero no los podemos ignorar; se les podría matar, pero otros vendrían a reemplazarlos; nacen miles todos los días, y el mal no está, en algunas ocasiones, en ellos mismos: unos nacen así, otros llegan a ser así”.

Casi al final del libro, el Filósofo dará luces al protagonista sobre este asunto, arguyendo que la pobreza de la sociedad mantiene el carácter sumiso al que fueron arrastrados los indígenas en la conquista, los antepasados que perdieron la libertad, y que han venido transformándose en una raza silenciosa, huraña y conformista. Por tal razón, porque es una realidad de siglos, la pobreza se encuentra en todos los espacios (en las calles, en los conventillos, en los malecones), pero también en los rostros, en las acciones y el destino de las personas. Con este lenguaje se describe el panorama en la novela:

“Y podrás ver en las ciudades, alrededor de las ciudades, muy rara vez en su centro, excepto cuando hay convulsiones populares, a seres semejantes, parecidos a briznas de hierbas batidas por un poderoso viento, arrastrándose apenas, armados algunos de un baldecillo con fogón, desempeñando el oficio de gasistas callejeros, durmiendo en sitios eriazos, en los rincones de las aceras o la orilla del río, o mendigando, con los ojos rojos y legañosos, la barba grisácea o cobriza, las uñas largas y negras, vestidos con andrajos color orín o musgo que dejan ver, por sus roturas, trozos de una inexplicable piel blanco-azulada, o vagando, simplemente, sin hacer nada ni pedir nada, apedreados por los niños, abofeteados por los borrachos, pero vivos, absurdamente erectos sobre dos piernas absurdamente vigorosas” (Pág. 83)

El inconformismo popular. Frente a esta realidad dura en la que se desenvuelve buena parte de los hombres, se empieza a generar inconformismo, principalmente entre quienes tienen ánimo político y saben movilizar su pensamiento. En la segunda parte de Hijo de Ladrón, Aniceto se ve en medio de una manifestación que rechaza el modo como se efectúa el servicio de los tranvías; observa cómo los manifestantes vuelcan los vehículos, cómo se enfrentan a la fuerza pública y, en fin, sin ser él un sujeto político, termina apoyando, al menos con su presencia, la protesta.

Lo que resulta irónico respecto de este inconformismo, es la forma con la que el protagonista suele asumirlo. Cuando está viendo los enfrentamientos, por citar un caso, y escucha a los obreros lanzar gritos groseros a los policías, se dice para sí mismo: “es cierto que momentos antes había tenido que correr, sin motivo alguno y como una liebre, ante la caballada, pero, no sé por qué, la inconsciencia de los policías y de los caballos se me antoja forzosa, impuesta, disculpable por ello, en tanto que los gritos eran libre y voluntarios”. Se revela una condición crítica de parte de Aniceto, la cual contrasta con la directa y, a veces, violenta manera en que se manifiesta el inconformismo entre los pobres. Él siempre juzgará los comportamientos criminales, se mantendrá al margen de los robos o asesinatos, sabiendo que ningún motivo tiene la fuerza suficiente como para arrastrarlo a hacer algo contrario al sentido común, a la moral.

La burocracia. Si hay un elemento que los pobres lamenten más de su condición es la falta de justicia en lo que tiene que ver con procesos estatales. Este sentimiento de rabia, que a veces llega a convertirse en angustia, también se muestra en la realidad que presenta la novela de Manuel Rojas. Primero, por ejemplo, con relación a los documentos: cuántos hombres dispersos por doquier para evitar el libre tránsito de quienes no poseen sus certificados, hombres sin inteligencia que sólo confían en lo escrito sobre un papel –que podría ser falso-, en tanto que niegan la realidad corporal –la única que no puede mentirse-.

Con todo, en donde más fríamente se refleja la burocracia y la tenacidad

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