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Hijo De Ladron


Enviado por   •  22 de Septiembre de 2013  •  2.774 Palabras (12 Páginas)  •  417 Visitas

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La historia de Aniceto Hevia

Esta novela de Manuel Rojas inicia cuando Aniceto sale de la cárcel, después de permanecer en ella un tiempo, acusado de aprovechar los disturbios generados durante unas protestas para robar una joyería. Así pues, al modo como arranca Berlín Alexanderplatz de Döblin, en la que Biberkopf sale de prisión, preguntándose cuál será su futuro, aquí, la primera imagen que nos llega de Aniceto Hevia es saliendo de la cárcel, enfermo –ha contraído una pulmonía-, con la ropa sucia y descolorida, repitiéndose en su fuero interno: “no es mucho lo que puedo hacer… quizá sólo morir, pero morir no es fácil”.

Como tal, la fábula de Hijo de Ladrón comprende esta salida de prisión del protagonista, en Valparaíso, su vagancia por las calles buscando algo para hacer y, finalmente, el encuentro con el Filósofo y Cristián, personajes a quienes se unirá, no sólo en la extraña labor de buscar metales arrojados en la playa, sino también en su modo impasible de vida. Junto a ellos, vivirá unos días en un conventillo sórdido, mientras paulatinamente se recupera de su enfermedad. Una vez el Filósofo consiga para los tres un contrato de trabajo como pintores, marcharán a las afueras de Valparaíso.

Visto así, el argumento de la novela es bastante sencillo. Sin embargo, lo que viene a enriquecerlo es el increíble número de historias que a modo de retrospecciones se intercalan a lo largo de las cuatro partes del libro. Dichas anacronías se remontan a la niñez misma de Aniceto y llegan hasta recuerdos próximos de sus días en la cárcel; pero no se reducen únicamente a su experiencia, sino que también involucran a otros personajes, es decir, a medida que ladrones, compañeros de presidio, o conocidos de la familia van apareciendo en la obra, estos también se encargan de narrar, unos más prolijamente que otros, sus propias vidas.

En consecuencia, hay muchos planos narrativos: el del presente de Aniceto, el de su pasado (que se va reconstruyendo desordenadamente), el del presente de Cristián y el Filósofo y, por último, el del pasado de todos los demás personajes. El método que sigue Manuel Rojas para realizar este collage resulta exigente para el lector, pues el autor suele dejar muchas historias en suspenso para recuperarlas luego, como también, a veces, las recapitula lentamente, sin buscar ubicar de entrada su punto inicial.

Reproducir aquí ese conjunto de historias supera nuestro interés, de modo que sólo nos gustaría escribir algunas palabras sobre la vida del protagonista. Aniceto Hevia nació en el seno de una familia numerosa, caracterizada por sus continuos desplazamientos de una ciudad a otra; su padre, de oficio ladrón, era un hombre serio y amigable, siempre preocupado por dar a sus hijos lo mejor, convencido de que por ninguna razón deberían seguir sus pasos. Aniceto y sus tres hermanos vivieron siempre en casas de mediana riqueza, tranquilos, y esto a pesar de las continuas ausencias de su padre, y las visitas de ladrones o asesinos que, sin acabar de descubrirse como tales, inquietaban a los muchachos.

Su primera estadía en la cárcel se remonta justamente a la niñez: la policía, creyendo que Rosalía –la madre de Aniceto- y su hijo escondían al ladrón y, por lo tanto eran cómplices suyos, fueron conducidos a la comisaría, y de allí a las celdas. Así, con apenas doce años, Aniceto Hevia pudo enterarse de las primeras historias sobre delincuentes y conocer el ambiente oscuro de prisión. En su casa, ya fuese en Chile o Argentina, también hubo algo de ese mundo, aun cuando su padre intentó mantener lejos de él a su familia. Aniceto recuerda, por ejemplo, a Pedro el Mulato, famoso encubridor brasilero; o a Alfredo, un ladrón que caído en enfermedad pasó una temporada junto a la familia mientras se recuperaba.

La vida de Aniceto cambia con la repentina muerte de su madre en Buenos Aires: ella era el soporte de la familia, la figura que podía estar con los jóvenes durante las separaciones de su padre. Una vez muerta, la familia se desintegra: el padre es finalmente capturado por la policía; Joao, uno de los hermanos, marcha hacia Brasil; y los otros, después de vender poco a poco las cosas de la casa, prueban suerte cada uno por su cuenta. Aniceto, por fuerza, habrá de hacer lo mismo, dirigiéndose primero a los suburbios, en donde viven Isaías y Bartola, amigos de sus padres. Mas, la estadía allí es un desastre, pues es convertido en esclavo de la pareja, situación que lo lleva a embarcarse en un tren hacia el campo, lugar en el que trabajará la temporada de cosechas.

A partir de ese momento, la vida de Aniceto se convertirá en un continuo vagabundeo: del campo irá a Mendoza, y de allí se lanzará a Chile. En uno y otro lado desempeñará diversos oficios, destacándose sobre todo en la pintura. Y como el vagar lleva a conocer tantas cosas, bien pronto se multiplicarán las experiencias del protagonista: con todo lo que aprende de los oportunistas, los ladrones, la gente pobre y en busca de oportunidades. Pero entre este largo inventario de personas o, más bien, por encima de todas ellas, recordará siempre la presencia de un gran Amigo suyo que conoció un día en las costas chilenas.

Se trata de un hombre con el que Aniceto tiene muchos puntos en común, alguien que lo atrapa con las narraciones sobre su pasado, y sobre la gente que conoció (policías arrepentidos, ladrones memorables, mendigos que recorren Suramérica, extranjeros que atestan los campos y ciudades). Cierto día, aquel Amigo simplemente se despide de Aniceto, y marcha en el puerto a bordo de una embarcación; pareciera, incluso, que con él se marcha también la suerte de Aniceto, porque desde entonces vendrán para él muy malas experiencias: se verá inmerso en las protestas que organizan los obreros contra el servicio del tranvía, se salvará por poco de morir embestido, tendrá que correr y esconderse como si él mismo fuese un delincuente y, finalmente, en medio de una calle atestada de borrachos, llevada su natural pasividad a romperse por los excesos de la persecución, le lanzará una piedra a un policía, y tendrá por ello que ir a la cárcel.

Vendrá el periodo de reclusión, pero no acusado de aquella piedra en la cabeza de la autoridad, sino de hurto y desorden público. Unos días viviendo en los túneles miserables de la comisaría, llenos de defecación e insectos; días en los que Aniceto conoce la burocracia de los procesos judiciales; días y meses en los que dormirá en el piso, comerá poco, toserá sangre, escuchará historias fulleras y peligrosas, y se extirparán para siempre todas sus ilusiones.

Una vez la pesadilla de la cárcel termine, veremos a Aniceto caminando junto al Filósofo y Cristián en Valparaíso, trabajando a medias, viviendo con ellos en un conventillo, y hablando de mujeres, comida, borrachos y criminales. Al final de la novela, los tres marchan a cumplir un contrato como pintores, pero hay poca esperanza dibujada en ellos: en el Filósofo, porque es estoico casi a su pesar; en Cristián, porque es un hombre que se volvió duro e inconmovible cuando estuvo en la cárcel; y en Aniceto, porque, aunque no es criminal, no es un ladrón como su padre, tampoco asesino o algo que se le parezca, hay una señal en su figura que no lo dejará prosperar jamás, una indicación que puede considerarse el estigma de los oprimidos.

¿Se transmite la condición de los criminales?

El título de la novela, Hijo de Ladrón, genera por sí solo una inquietud, y lo más posible es que nos cuestione acerca de nuestros prejuicios. Debemos reconocer que el método que seguimos usualmente para pensar es limitado y deja muchos espacios ciegos. Así, quien creyera que el hijo de un ladrón, necesariamente será también un criminal, lo haría basado en el prejuicio de una condición inevitable; mas, quien dijese lo contrario, podría estar olvidándose de que la familia constituye un espacio importante de formación y que, en consecuencia, si se vive en un ambiente de criminalidad, se es más propenso a asumir conductas erradas como naturales.

Esta idea de lo que podríamos llamar la transmutación de la condición criminal no es muy recurrente en esta obra de Rojas, pero hay ciertos fragmentos que nos permiten encontrar pistas sobre la opinión que tenía el autor al respecto. Ante todo, se deben situar dos premisas: la primera es que Aniceto padre nunca quiso que sus hijos se convirtieran en “ganapanes”, mucho menos en ladrones y, por eso, se hizo pasar por comerciante durante años, hasta cuando fue descubierta la verdad, luego de lo cual mantuvo su oficio lejos de casa, sin enorgullecerse o avergonzarse de él. La segunda premisa es que, efectivamente, en el caso concreto de Aniceto Hevia, no hay una transmisión de la criminalidad de su padre, nunca llegó a robar o asesinar, a pesar de lo cual, como su progenitor, conoció la rigurosidad de la ley.

Como se ve, el asunto es complejo, y no puede despejarse con una primera mirada. Para tratar de descifrarlo mejor, resultaría conveniente recurrir a una disertación que hace el propio Aniceto sobre el tema:

“La idea de que los hijos de ladrones deben ser forzosamente ladrones es tan ilógica como la de que los hijos de médicos deben ser forzosamente médicos. No es raro que el hijo de mueblista resulte mueblista ni que el hijo de zapatero resulte zapatero, pero existe diferencia entre un oficio o profesión que se ejerce fuera del hogar, en un taller colectivo o en una oficina o lugar adecuado o inadecuado, y el que se ejerce en la casa misma: el hijo de zapatero o de encuadernador, si el padre trabaja en su propio hogar, estará desde pequeño en medio de los elementos e implementos, herramientas y útiles del oficio paterno y quiéralo o no, concluirá por aprender, aunque sea a medias, el oficio, es decir, sabrá cómo se prepara esto y cómo se hace aquello, qué grado de calor debe tener la cola, por ejemplo, o cómo debe batirse la suela delgada; pero cuando el padre desarrolla sus actividades económicas fuera de su casa, como el médico, el ingeniero o el ladrón, pongamos por caso, el asunto es diferente, sin contar con que estas profesiones o actividades económicas, liberales todas, aunque desemejantes entre sí, exigen cierta virtuosidad, cierta especial predisposición, cosa que no ocurre con la encuadernación y la zapatería, que son, esencialmente y en general, trabajos manuales. Por lo demás, cualquiera no puede ser ladrón con sólo quererlo, así como cualquiera no puede ser ingeniero porque así se le antoje, ni músico, ni pintor, y así como hay gente que fracasa en sus estudios de ingeniería y debe conformarse con ser otra cosa, agrónomo, por ejemplo, o dentista, la hay que fracasa como ladrón y debe conformarse con ser otra cosa más modesta…” (Págs. 188-189)

Teniendo en cuenta la proyección que hace Aniceto en el anterior fragmento y las premisas que antes hemos enumerado, podría esbozarse una opinión sobre este asunto siendo fieles al contenido de la obra, así: la transmisión de una condición criminal sólo es factible cuando para ello coinciden factores familiares y de predisposición individual, los cuales, en el caso de Hijo de Ladrón, no llegan a cumplirse. Pensemos: si es verdad que es más fácil transmitir un oficio cuando el padre lo practica en casa y es visto por su hijo, pues esta condición no aparece en la novela, debido al deseo del ladrón de no mezclar a su familia con su trabajo; asimismo, si es verdad que la transmisión se facilita al existir una predisposición en la persona, una “virtuosidad” para el oficio, tampoco se llega a ver esto en la obra, ya que Aniceto Hevia es un hombre inclinado por naturaleza a la honradez.

Discurrir de este modo soluciona parte del asunto, pero abre las puertas hacia una cuestión mucho más profunda que tiene que ver con la pregunta: ¿si Aniceto Hevia no es un criminal entonces por qué los otros lo conciben así continuamente? La respuesta es compleja, Aniceto es víctima de un juego caracterizado por el prejuicio y, sobre todo, por algo que podría llamarse las marcas sociales. Los policías que se llevan al muchacho por primera vez a la cárcel, junto a su madre, culpados de no cooperar con la justicia, no se toman el tiempo para indagar si hay en la familia del ladrón la transmutación de sus crímenes, o si son inocentes de ellos; simplemente se asume prejuiciosamente que son tan culpables como el padre al que buscan.

Aquí hay que tener en cuenta un hecho y es que la pobreza es un ambiente compartido: los criminales viven en él tanto como la gente honrada, pero a los ojos del otro, del que no pertenece a este nivel de la sociedad, ambos, “buenos” y “malos” se confunden irremediablemente. Si se tratara de esto, lo único de lo que podría juzgarse a un hombre como Aniceto es de entender las acciones de los criminales, de saberlas, en ocasiones, justificadas. “No pueden pensar en otra cosa que en subsistir –se declara cierto día- y el que no piensa más que en subsistir termina por encanallarse; lo primero es comer, y para comer se recurre a todo; algunos se salvan, pero en una ciudad existen cientos y miles de estos grupos familiares, y de ellos salen cientos y miles de niños; de esos miles de niños salen aquellos hombres, algunos cientos no más, pero salen, inevitablemente”.

En la raíz de esta doble relación, esto es, entender las acciones de los criminales aunque no compartirlas y, alternativamente, ser tomado como parte de ellos por el resto sociedad, en la raíz de esto, decimos, se ubica la soledad de Aniceto Hevia. No está completamente ni de un lado ni del otro: es pobre, sí, pero no criminal, y por esto su vida es todavía más pesarosa, difícil de sobrellevar. Una situación que lo obliga a trasegar una geografía sórdida, desesperada, viviendo como trabajador decente, pero sintiendo las miradas y la repulsa de una sociedad que no puede hallar un lugar para gente como él, para alguien que no puede probar, por ejemplo, con una mejor apariencia, que no es verdaderamente peligroso. Así se describe Aniceto el indicio de su propia condición:

“Empecé a buscar trabajo, un trabajo cualquiera, en donde fuese y para lo que fuere, oficina, tienda, fábrica, almacén, camino o construcción a pleno sol; pero era difícil hallar algo: decenas y aun centenas de seres de todas las nacionalidades, edades y procedencias, vagabundos sin domicilio, como yo, y otros con domicilio, y todos sin tener qué comer, mendigaban empleos de veinte o treinta pesos mensuales. Eso era en la ciudad llena de emigrantes, algunos de ellos llorando por las calles, italianos o españoles, palestinos o polacos, que venían a hacerse ricos y que en esos momentos habrían dado cualquier cosa por haber nacido en la ‘porca América’ o por no estar en ella. En los campos era peor: vagaban por miles, de un punto a otro, hablando diferentes lenguas y ofreciéndose para todo, aunque sólo fuese por comida; se les veía en los techos de los vagones de carga, como pájaros enormes, macilentos, muertos de hambre, esperando la cosecha, pidiendo comida y a veces robándola” (Pág. 57)

Manuel Rojas busca mostrar en la novela cómo el crimen, más que un legado familiar, es el producto de unas condiciones sociales que perduran en los tiempos. Nadie puede elegir la familia en la que nace, de ser así, seguramente pocos escogerían hacerlo en una en donde hubiesen ladrones o asesinos. Con todo, hay algo que sí debe cuestionarse, y es la estructura de la sociedad cuando no brinda las oportunidades para labrarse un camino diferente al de la pobreza; en ningún principio puede fundamentarse una lucha –como la que dibuja Aniceto- entre pobres, ni su vagancia, ni la tristeza desprendida de su desesperanza. Bajo esta óptica, el robo y la protesta siempre harán parte de la realidad: sólo el que ha sentido el hambre en su vientre sabe bien lo que es capaz de hacer con sus manos.

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Si un individuo como Aniceto Hevia, lejos del crimen y la maledicencia, fue tomado por criminal, si alguien como él tuvo que soportar dos estadías injustas en la cárcel, acusado de cargos que no llegó a comprender, tenemos suficiente para sentirnos avergonzados. La gente a nuestro alrededor siempre está esperando algo, incluso, aquello que no vendrá; y muy pocos de nosotros tienen la libertad para construir el mundo según lo quieran. Por ello, esta novela, Hijo de Ladrón, viene a enterarnos de lo único que es cierto, de lo que nos unifica: todos vivimos de lo que el tiempo trae.

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