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Ibarguengoitia Maten Al Leon


Enviado por   •  13 de Junio de 2013  •  1.924 Palabras (8 Páginas)  •  530 Visitas

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JORGE IBARGÜENGOITIA: MATEN AL LEÓN

Hacia fines de los años veinte, Puerto Alegre, capital de la isla caribeña de Arepa, se convierte en centro de una conspiración fraguada entre mármoles, gobelinos y peleas de gallos, al ritmo de congas, bodoleques, atabales y rungas. Se trata de matar a un viejo león, cuando se dispone a reelegirse por quinta vez jugándose el As de proponer la creación de la presidencia vitalicia. Las circunstancias, sin embargo, obligan al partido Moderado y al promisorio junior arepano Pepe Cussirat, elegido como candidato oposicionista, a cambiar de planes. Tras varios intentos frustrados de magnicidio, resulta que el revuelo no ha sido en vano, como se descubre en el inesperado desenlace de esta novela.

Parodia de una cualquiera de las dictaduras que han asolado los países de Latinoamérica, Maten al león destaca como la única comedía dentro de lo que es ya un subgénero de la novelística hispanoamericana.

I. LA PESCA

Nicolás Botumele, negro y viejo, patrón de cayuco, va a la pesca como Nelson a Trafalgar: parado en la popa, con una mano en la frente y el muñón de la otra en el remo que le sirve de timón; la mirada del ojo sano perdida en el mar lechoso de la mañana. Frente a él, en el cayuco, dos negros harapientos le dan al remo, y un chiquillo, a la pala. El chinchorro, listo para ser tendido, está en la proa.

El cayuco avanza, en el mar plano. No se oye más que el chacualeo de los remos, el crujir de los toletes y el pujar de los remeros.

El patrón descubre, a lo lejos, un banco de peces. De un golpe de timón, cambia el rumbo, y hace una seña a los cinco negros flacos que lo miran desde la orilla.

El cayuco está en la playa, varado. Los pescadores, con los calzones agujerados escurriendo, tiran del chinchorro. En el centro del arco de la red, todavía en el agua, los peces, en gran agitación, tratan de escapar. El patrón, con el agua al pecho, los pastorea, deshaciendo los pliegues de la red, y arropando la presa.

Los pescadores tiran con todas sus fuerzas. La panza de la red, pictórica, llega a la playa, y todavía palpitante, queda tendida sobre la arena.

Los pescadores se paran alrededor del bulto, y lo miran, con esperanza, porque es enorme. Botumele da un tirón a los corchos, y destapa la hinchazón. Entre pámpanos moribundos está el cadáver del Doctor Saldaña. Los pescadores miran los zapatos de charol, las polainas, el traje de casimir inglés, y los bigotes con algas.

La policía de Puerto Alegre tiene dos furgones de mulas. Uno sirve para llevar policías, y el otro para cargar muertos o presos.

El furgón de los muertos, con un cochero palúdico en el pescante, se abre paso entre los vendedores de churros y de pescado frito, y se detiene ante la puerta lateral de la Jefatura. Los curiosos se congregan para ver cómo varios policías salen de la Jefatura, abren las puertas del furgón y tiran de la camilla que está adentro. Una manta mugrienta tapa el bulto, no dejando a descubierto más que los zapatos de charol y las polainas. Los curiosos se arremolinan y apretujan para ver mejor.

— ¡Abran cancha, que no es teatro! —grita un oficial.

Varios policías, blandiendo garrotes, se van contra la gente, obligándola a retirarse y abrir un camino por el que pasan los que llevan la camilla. Cuando ésta desaparece, la escaramuza sigue, entre policías y mirones.

Un policía torpe da un mal golpe en la espalda de un negro que huye y el garrote se le va al piso. Pereira, un joven pobre, pero aseado, que ve el suceso y es servicial, se inclina, recoge el garrote y se lo da al policía, quien, en vez de agradecérselo, la emprende contra él. Pereira se asombra primero, después, se asusta y, por fin, levanta el portafolio que lleva en la mano, para protegerse la cabeza. Cuando recibe un golpe en las costillas echa a correr y se va huyendo por las calles, entre muros cubiertos con las fotografías del muerto, y letreros que dicen: "Saldaña para Presidente. Moderación".

El Coronel Jiménez, con uniforme de prusiano, pelo de cepillo y pinta de indio patibulario, está agarrado al teléfono de su despacho particular.

—Con la novedad, señor Presidente —dice—, que acaban de traerme el cadáver del Candidato de la Oposición.

El Mariscal Belaunzarán, Presidente de la República, Héroe Niño y guapo que fue, pero avejentado por los años, las preocupaciones del estadista, las mujeres y los litros de coñac Martell consumidos en veinte años de poder, dice al teléfono:

—Pues investigue, Jiménez, para castigar a los culpables.

Cuelga el teléfono, haciendo un guiño y una mueca picara a quien está frente a él, al otro lado del gran escritorio presidencial.

—Ya lo encontraron.

Cardona, el vicepresidente, no chista. Tiene los mismos bigotes pendientes que el Mariscal, pero es flaco, bilioso, y no muy inteligente.

Belaunzarán recoge las fotografías tomadas durante la campaña electoral de Saldaña, y los textos de los discursos que pronunció, que llenan el escritorio; los echa al cesto de los papeles, y dice:

—Esto es basura. Se acabaron las preocupaciones —se vuelve a Cardona, y le dice con severidad paternal—. Ahora sí, Agustín, si no ganas estas elecciones, sin contrincante, es que no sirves para político, ni para nada.

—Manuel, yo hago lo posible —dice muy serio Cardona, que nunca le ha encontrado el chiste a las ironías del Mariscal.

—Pues yo también. Ya te quité al enemigo. Y con un poco de suerte, hasta acabamos con su partido, porque si las cosas salen como las tenemos pensadas, los moderados van a quedar más desprestigiados que mi santa madre.

Se para frente a la ventana, y, a través de los cristales, mira, al otro lado de la Plaza Mayor, a los ociosos que están sentados en el Café del Vapor.

—Espero que Jiménez cumpla con su deber, y siga la pista que le hemos puesto —dice, antes de sumirse en sus reflexiones.

Cardona, en su asiento, espera, pacientemente, a que le digan que

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