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La Condesa De Kindoman


Enviado por   •  22 de Agosto de 2013  •  41.454 Palabras (166 Páginas)  •  386 Visitas

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La condesa de Kildonan

Susan King

¿Quién podía culparles por su arrebato de pasión? Ninguno de ellos había planeado quedarse atrapados en una cueva helada, con una única manta, aislados por la peor tormenta que las Highlands escocesas habían visto en mucho tiempo. Catriona sólo pretendía auxiliar a un montañero herido. Ahora se enfrenta a un escándalo terrible, que su padre, el reverendo MacConn, no va a permitir. Y lo que es peor, descubre que el hombre con el que ha compartido aquella noche de locura no es otro que Evan Mackenzie, conde y señor de las tierras de Kildonan, y el responsable, del destierro de tantos highlanders. La única solución aceptable el matrimonio; el conde sabe que su honor de caballero no le deja otra salida. Susan King vuelve a las tierras escocesas que tan bien conoce con esta novela donde la pasión de los personajes se funde con la épica y misteriosa atmósfera de las Highlands.

Me quiere, no me quiere…

este orgullo highlandés es lo único que poseo.

Situado aquí en Cadderley,

entre el arroyo y el mudable mar,

miro esas montañas doradas

y lo contemplo todo hasta la misma eternidad.

No quedan rastros de nuestros orígenes,

no quedan rastros de las canciones

que teníamos para enseñar a nuestros hijos.

Perdimos nuestra lengua,

llevada por la ambición y el lucro,

todo se lo llevó una lluvia del sur…*

Dougie MacLean, Eternidad

Prólogo

Las Highlands del Noroeste, Escocia

Verano de 1849

Por el camino que sigue la curva del pie de la montaña mágica avan¬zaban en lenta procesión unos cien campesinos highlandeses. Algu¬nos iban a pie, llevando hatillos a la espalda y niños en los brazos, mientras otros iban sobre quejumbrosas y cargadas carretas.

El sol ba¬ñaba el valle, brillando sobre las camas de nieve de la montaña, sobre sus laderas cubiertas de brezo, y reflejándose en el lago. Nadie lleva¬ba la cabeza gacha ni los hombros hundidos, ya que todos los hom¬bres, mujeres y niños iban mirando su entorno para grabar en sus corazones y memorias la belleza de Glen Shee*, el Valle de los Elfos.

Catriona MacConn los observaba desde una alta loma de una empinada ladera. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, fuertemente apretados, como si rodearse así el corazón pudiera aliviarle la pena que sentía. Suspirando, miró de soslayo a su hermano.

Finlay MacConn estaba contemplando la larga hilera de gente con los puños cerrados a los costados. Era alto y vigoroso como su hermana menor, aunque su pelo era oscuro mientras que el de ella brillaba con el color del bronce; llevaba una chaqueta y una falda de tartán; sus piernas, fuertes por los años de subir montañas, envueltas en calcetas.

Haciéndose visera con la mano y conteniendo las lágrimas, Ca¬triona miró al hombre que observaba la procesión desde un lado del camino, montado en un robusto y lustroso caballo oscuro. El conde de Kildonan observaba a su administrador y a sus hombres montados a caballo moviéndose por los lados de la fila de viajeros, instándolos a gritos a avanzar más deprisa.

Galopando por el valle en un caballo bayo apareció otro hombre que fue a detenerse junto al conde, y empezó a gesticular como si estuviera furioso.

Catriona no sabía quién era ese hombre de pelo oscuro, pero su figura ágil, el buen corte de su traje marrón, su seguri¬dad para manejar su caballo y su osada actitud ante el conde le dijeron que tenía que ser un caballero, tal vez un pariente. El conde también gesticulaba mientras hablaban; daba la impresión de que estaban en¬zarzados en una acalorada discusión.

—¿Quién es el que está con el conde de Kildonan? —le preguntó a su hermano—. Ese con el pelo negro agitado por el viento.

Tiene un aspecto bravo, como si estuviera furioso por algo.

—Creo que es el heredero del conde —contestó Finlay

—. Le pu¬sieron el nombre de su padre, así que debe de llamarse George Mackenzie. Es posible que no lo recuerdes, porque eras niña entonces, pero vivió en el castillo cuando era un muchacho, antes de que la con¬desa abandonara a su marido y se marchara con sus hijos.

—¡Ah! Sí que recuerdo a un muchacho tímido, de pelo negro, al que le gustaba caminar solo por los cerros —dijo Catriona, agradeci¬da por la distracción de la triste vista de la procesión—. Pero ahora no lo conocería.

—Ha estado ausente unos diez años más o menos, viviendo en las Lowlands, con su madre. La señora Baird le dijo a padre que ha vuel¬to para asegurarse su herencia, ya que el conde está vendiendo tierras y desocupando los campos.

No hay ningún cariño entre esos dos, al menos eso dice la señora Baird, que ahora trabaja en el castillo.

—O sea que el hijo es igual que el padre. Tal vez están discutien¬do sobre quién se lleva la mejor parte de los beneficios de las ovejas que van a pastar en las tierras del conde

—comentó Catriona. Sorbió por la nariz—: Es triste el día en que a los señores de las Highlands no les importa la dignidad de la gente ni el bien de la tierra.

—No era así en los tiempos de los jefes, cuando este valle era una fortaleza para los guerreros Mackenzie y sus familias. Los señores de Kildonan cuidaban de sus inquilinos con tanto esmero como de sus familias. Así era.

—Nada es como era, ni volverá a ser jamás —dijo Catriona.

Guardó silencio, observando a la hilera de gente que pasaba por la curva al pie de la ladera donde estaban ella y Finlay.

Algunas de las mujeres lloraban su aflicción, y otras llevaban las cabezas cubiertas por sus mantas de tartán, como en señal de duelo. Catriona sintió los ojos escocidos por más lágrimas. Se colocó la mano en la garganta, donde le palpitaba fuertemente el pulso, y tragó saliva, deseando llorar

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