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La Sombra Del Aguila

BelenDelCampo5 de Mayo de 2014

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. El flanco derecho

Estaba allí, de pie sobre la colina, y al fondo ardía Sbodonovo. Estaba allí, pequeño y gris

con su capote de cazadores de la Guardia, rodeado de plumas y entorchados, gerifaltes y edecanes,

maldiciendo entre dientes con el catalejo incrustado bajo una ceja, porque el humo no le dejaba ver

lo que ocurría en el flanco derecho. Estaba allí igual que en las estampas iluminadas, tranquilo y

frío como la madre que lo parió, dando órdenes sin volverse, en voz baja, con el sombrero calado,

mientras los mariscales, secretarios, ordenanzas y correveidiles se inclinaban respetuosamente a su

alrededor. Sí, Sire. En efecto, Sire. Faltaba más, Sire. Y anotaban apresuradamente despachos en

hojas de papel, y batidores a caballo con uniforme de húsar apretaban los dientes bajo el

barbuquejo del colbac y se persignaban mentalmente antes de picar espuelas y salir disparados

ladera abajo entre el humo y los cañonazos, llevando las órdenes, quienes llegaban vivos, a los

regimientos de primera línea. La mitad de las veces los despachos estaban garabateados con tanta

prisa que nadie entendía una palabra, y las órdenes se cumplían al revés, y así nos lucía el pelo

aquella mañana. Pero él no se inmutaba: seguía plantado en la cima de su colina como quien está

en la cima del mundo. Él arriba y nosotros abajo viéndolas venir de todos los colores y tamaños.

Le Petit Caporal, el Pequeño Cabo, lo llamaban los veteranos de su Vieja Guardia. Nosotros lo

llamábamos de otra manera. El Maldito Enano, por ejemplo. O Le Petit Cabrón.

Le pasó el catalejo al mariscal Lafleur, siempre sonriente y untuoso, pegado a él como su

sombra, quien igual le proporcionaba un mapa, que la caja de rapé, que le mamporreaba sin

empacho fulanas de lujo en los vivacs, y blasfemó en corso algo del tipo sapristi de la puttana di

Dio, o quizá fuera lasaña di la merda di Milano; con el estruendo de cañonazos era imposible

cogerle el punto al Ilustre.

-¿Alguien puede decirme -se había vuelto hacia sus edecanes, pálido y rechoncho, y los

fulminaba con aquellos ojos suyos que parecían carbones ardiendo cuando se le atravesaba algo en

el gaznate- qué diablos está pasando en el flanco derecho?

Los mariscales se hacían de nuevas o aparentaban estar muy ocupados mirando los mapas.

Otros, los más avisados, se llevaban la mano a la oreja como si el cañoneo no les hubiera dejado

oír la pregunta. Por fin se adelantó un coronel de cazadores a caballo, joven y patilludo, que había

estado abajo: ida y vuelta y los ojos como platos, sin chacó y con el uniforme verde hecho una

lástima, pero en razonable estado de salud. De vez en cuando se daba golpecitos en la cara tiznada

de humo porque aún no se lo creía, lo de seguir vivo.

-La progresión se ve entorpecida, Sire.

Aquello era un descarado eufemismo. Era igual que, supongamos, decir: «Luis XVI se cortó

al afeitarse, Sire». O: «el príncipe Fernando de España es un hombre de honestidad discutible,

Sire». La progresión, como sabía todo el mundo a aquellas alturas, se veía entorpecida porque la

artillería rusa había machacado concienzudamente a dos regimientos de infantería de línea a

primera hora de la mañana, sólo un rato antes de que la caballería cosaca hiciera filetes,

literalmente, a un escuadrón del Tercero de Húsares y a otro de lanceros polacos. Sbodonovo

estaba a menos de una legua, pero igual daba que estuviese en el fin del mundo. El flanco derecho

era una piltrafa, y tras cuatro horas de aguantar el cañoneo se batía en retirada entre los rastrojos

humeantes de los maizales arrasados por la artillería. No se puede ganar siempre, había dicho el

general Le Cimbel, que mandaba la división, cinco segundos antes de que una granada rusa le

arrancara la cabeza, pobre y bravo imbécil, toda la mañana llamándonos muchachos y valientes

hijos de Francia, tenez les gars, sus y a ellos, la gloria y todo eso. Ahora Le Cimbel tenía el cuerpo

tan lleno de gloria como los otros dos mil infelices tirados un poco por aquí y por allá frente a las

arruinadas casitas blancas de Sbodonovo, mientras los cosacos, animados por el vodka, les

registraban los bolsillos rematando a sablazos a los que aún coleaban. La progresión entorpecida.

Agárreme de aquí, mi coronel.Arturo Pérez-Reverte La sombra del Águila

-¿Y Ney? -el Ilustre estaba furioso. Por la mañana le había escrito a Nosequién que esperaba

dormir en Sbodonovo esa misma noche, y en Moscú el viernes. Ahora se daba cuenta de que

todavía iba a tardar un rato-. ¿Qué pasa con Ney?

Aquella era otra. Las tropas que mandaba Ney habían tomado tres veces a la bayoneta, y

vuelto a perder en memorable carnicería -línea y media en el boletín del Gran Ejercito al día

siguiente-, la granja que dominaba el vado del Vorosik. Por allí se nos estaban colando los

escuadrones de caballería rusos uno tras otro, como en un desfile, todos invariablemente rumbo al

flanco derecho. Que a esas horas aún se llamaba flanco derecho como podría llamarse Desastre

Derecho o Gran Matadero Según Se Va A La Derecha.

Entonces, empujando una gruesa línea de nubes plomizas que negreaba en el horizonte, un

viento frío y húmedo empezó a soplar desde el este, abriendo brechas en la humareda de pólvora e

incendios que cubría el valle. El Ilustre extendió una mano, requiriendo el catalejo, y oteó el

panorama con un movimiento semicircular -el mismo que hizo ante la rada de Abukir cuando dijo

aquello de «Nelson nos ha jodido bien»- mientras los mariscales se preparaban lo mejor que

podían para encajar la bronca que iba a caerles encima de un momento a otro. De pronto el catalejo

se detuvo, fijo en un punto. El Enano apartó un instante el ojo de la lente, se lo frotó, incrédulo, y

volvió a mirar.

-¿Alguien puede decirme qué diantre es eso?

Y señaló hacia el valle con un dedo imperioso e imperial, el que había utilizado para señalar

las Pirámides cuando aquello de los cuarenta siglos o -en otro orden de cosasel catre a María

Valewska. Todos los mariscales se apresuraron a mirar en aquella dirección, e inmediatamente

brotó un coro de mondieus, sacrebleus y nomdedieus. Porque allí, bajo el humo y el estremecedor

ronquido de las bombas rusas, entre los cadáveres que el flanco derecho había dejado atrás en el

desorden de la retirada, en mitad del infierno desatado frente a Sbodonovo, un solitario, patético y

enternecedor batallón con las guerreras azules de la infantería francesa de línea, avanzaba en buen

orden, águila al viento y erizado de bayonetas, en línea recta hacia el enemigo.

Hasta el Ilustre se había quedado sin habla. Durante unos interminables segundos mantuvo la

vista fija en aquel batallón. Sus rasgos pálidos se habían endurecido, marcándole los músculos en

las mandíbulas, y los ojos de águila se entornaron mientras una profunda arruga vertical le surcaba

el entrecejo, bajo el sombrero, como un hachazo.

-Se han vu-vuelto lo-locos -dijo el general Labraguette, un tipo del Estado Mayor que

siempre tartamudeaba bajo el fuego y en los burdeles, porque en la campaña de Italia lo había

sorprendido un bombardeo austríaco en una casa de putas-. Completamente lo-locos, Si-Sire.

El Enano mantuvo la mirada fija en el solitario batallón, sin responder. Después movió lento

y majestuoso la augusta cabeza, la misma -evidentemente- en la que él mismo se había ceñido la

corona imperial aquel día en Nótre Dame, tras arrancarla de las manos del papa Clemente VII,

inútil y viejo chocho, ignorante de con quién se jugaba los cuartos. Fíate de los corsos y no corras.

Que se lo preguntaran, si no, a Carlos IV el ex-rey de España. O a Godoy, aquel fulano grande y

simpaticote con hechuras de semental. El macró de su legítima.

-No -lijo por fin en voz baja, en un tono admirado y reflexivo a la vez-. No son locos,

Labraguette -el Petit se metió una mano entre los botones del chaleco, bajo los pliegues del capote

gris, y su voz se estremeció de orgullo-. Son soldados, ¿comprende?... Soldados franceses de la

Francia. Héroes oscuros, anónimos, que con sus bayonetas forjan la percha donde yo cuelgo la

gloria... -sonrió, enternecido, casi con los ojos húmedos-. Mi buena, vieja y fiel infantería.

Iluminada fugazmente desde su interior por los relámpagos de las explosiones, la humareda

del combate ocultó por un momento la visión del campo de batalla, y todos, en la colina, se

estremecieron de inquietud. En aquel instante, la suerte del pequeño batallón, su epopeya osada y

singular, la inutilidad de tan sublime sacrificio, acaparaban hasta el último de los pensamientos.

Entonces el viento arrancó jirones de humo abriendo algunos claros en la humareda, y todos los Arturo Pérez-Reverte La sombra del Águila

pechos galoneados de oro, alamares y relucientes

...

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