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La Teoria De Los Sentimientos Morales

gabo010617 de Febrero de 2013

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La teoría de los sentimientos morales

De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas las producciones artísticas, y

de la generalizada influencia de esta especie de belleza.

Que la utilidad es una de las principales fuentes de la belleza, es algo que ha sido

observado por todo aquel que con cierta atención haya considerado lo que constituye la

naturaleza de la belleza. La comodidad de una casa da placer al espectador, así como su

regularidad, y asimismo le lastima advertir el defecto contrario, como cuando ve que las

correspondientes ventanas son de forma distintas o que la puerta no está colocada

exactamente en medio del edificio. Que la idoneidad de cualquier sistema o máquina

para alcanzar el fin de su destino, le confiere cierta propiedad y belleza al todo, y hace

que su sola imagen y contemplación sean agradables, es algo tan obvio que nadie lo ha

dejado de advertir.

También la causa por la que nos agrada lo útil ha sido señalada en últimas fechas por un

ingenioso y ameno filósofo, que aúna gran profundidad de pensamiento a la más

consumada elegancia de expresión, y que posee el singular y feliz talento de tratar los

asuntos más abstrusos, no solamente con la mayor lucidez, sino con la más animada

elocuencia. Según él, la utilidad de cualquier objeto agrada al dueño, porque

constantemente le sugiere el placer o comodidad que está destinado a procurar. Siempre

que lo mira, le viene a la cabeza ese placer y de ese modo el objeto se convierte en

fuente de perpetua satisfacción y goce. El espectador comparte por simpatía el

sentimiento del dueño, y necesariamente considera al objeto bajo el mismo aspecto de

agrado. Cuando visitamos los palacios de los encumbrados, no podemos menos que

pensar en la satisfacción que nos daría ser dueños y poseedores de tan artística como

ingeniosa traza de comodidades. Igual razón se da para explicar la causa de por qué la

sola apariencia de incomodidad convierte a cualquier objeto en desagradable, tanto para

su dueño como para el espectador.

Pero, que yo sepa, nadie antes ha reparado en que esa idoneidad, esa feliz disposición de

toda producción artificiosa es con frecuencia más estimada que el fin que esos objetos

están destinados a procurar; y asimismo que el exacto ajuste de los medios para obtener

una comodidad o placer, es con frecuencia más apreciado que la comodidad o placer en

cuyo logró parecería que consiste todo su mérito. Sin embargo, que así acontece a

menudo, es algo que puede advertirse en mil casos en los más frívolos como

importantes asuntos de la vida humana.

Cuando una persona entra a su recámara y encuentra que todas las sillas están en el

centro del cuarto, se enoja con su criado, y antes de seguir viéndolas en ese desorden, se

toma el trabajo, quizá, de colocarlas en su sitio con los respaldos contra la pared. La

conveniencia de esta situación surge de la mayor comodidad de dejar el cuarto libre y

sin estorbos. Para lograr esa comodidad, se impuso voluntariamente más molestias que

las hubiera ocasionado la falta de ella, puesto que nada era más fácil que sentarse en una

de las sillas, que es lo que con toda probabilidad hará una vez terminado el arreglo. Por

lo tanto, parece que, en realidad, deseaba, no tanto la comodidad cuanto el arreglo de las

cosas que la procuran. Y, sin embargo, es esa comodidad lo que en última instancia

recomienda ese arreglo y lo que comunica su conveniencia y belleza.

Mas no solamente respecto de cosas tan frívolas influye este principio en nuestra

conducta: es muy a menudo el motivo secreto de las más serias e importantes

ocupaciones de la vida, tanto privada como pública.

El hijo del desheredado, a quien el cielo castigó con la ambición, cuando comienza a

mirar en torno suyo admira la condición del rico.

En su imaginación ve la vida de éste como la de un ser superior, y para alcanzarla se

consagra en cuerpo y alma y por siempre a perseguir la riqueza y los honores. A fin de

poder lograr las comodidades que estas cosas deparan, se sujeta durante el primer año,

es más, durante el primer mes de su consagración, a mayores fatigas corporales y a

mayor intranquilidad de alma que todas las que pudo sufrir durante su vida entera si no

hubiese ambicionado aquéllas. Estudia, a fin de descollar en alguna ardua profesión.

Con diligencia sin descanso, trabaja día y noche para adquirir merecimientos superiores

a los de sus competidores. Después procura exhibir esos merecimientos a la vista

pública, y con la acostumbrada asiduidad solicita toda oportunidad de empleo. Para ese

fin le hace la corte a todo el mundo, sirve a los que odia y es obsequioso con los que

desprecia. Durante toda su vida persigue la idea de una holgura artificiosa y galana, que

quizá jamás logre, y por la que sacrifica una tranquilidad verdadera que en todo tiempo

está a su alcance; holgura que, si en su más extrema senectud llega por fina realizar,

descubrirá que en modo alguno es preferible a esa humilde seguridad y contentamiento

que por ella abandonó. Es hasta entonces, en los últimos trances de su vida, el cuerpo

agotado por la fatiga y la enfermedad y el alma amargada con el recuerdo de mil injurias

y desilusiones que se imagina proceden de la injusticia de sus enemigo o de la perfidia e

ingratitud de sus amigos, cuando comienza por fin a caer en la cuenta de que las

riquezas y los honores son meras chucherías de frívola utilidad, en nada más idóneas

para procurar el alivio del cuerpo y la tranquilidad del alma, que puedan serlo las

tenacillas de estuche del amante de fruslerías, y que como ellas, resultan más enfadosas

para la persona que las porta, que cómodas por la suma de ventajas que pueden

proporcionarle.

Si examinamos, sin embargo, por qué el espectador singulariza con tanta admiración la

condición de los ricos y encumbrados, descubriremos que no obedece tanto a la holgura

y placer que se supone disfrutan, cuanto a los innumerables artificiosos y galanos

medios de que disponen para obtener esa holgura y placer. En realidad, el espectador no

piensa que gocen de mayor felicidad que las demás gentes; se imagina que son

poseedores de mayor número de medios para alcanzarla. Y la principal causa de su

admiración estriba en la ingeniosa y acertada adaptación de esos medios a la finalidad

para que fueron creados. Pero en la postración de la enfermedad y en el hastío de la

edad provecta, desaparecen los placeres de los vanos y quiméricos sueños de grandeza.

Para quien se encuentre en tal situación, esos placeres no tienen ya el suficiente

atractivo para recomendar los fatigosos desvelos que con anterioridad lo ocuparon. en el

fondo de su alma maldice la ambición y en vano añora la despreocupación e indolencia

de la juventud, placeres que insensatamente sacrificó por algo que, cuando lo posee, no

le proporciona ninguna satisfacción verdadera. Tal es el lastimoso aspecto que ofrece la

grandeza a todo aquel que, ya por tristeza, ya por enfermedad, se ve constreñido a

observar atentamente su propia situación y a reflexionar sobre lo que, en realidad le

hace falta para ser feliz. Es entonces cuando el poder y la riqueza se ven tal como en

verdad son: gigantescas y laboriosas máquinas destinadas a proporcionar unas cuantas

insignificantes comodidades para el cuerpo, que consisten en resortes de lo más sutiles y

delicados que deben tenerse en buen estado mediante una atención llena de ansiedades,

y que, a pesar de toda nuestra solicitud, pueden en todo momento estallar en mil

pedazos y aplastar entre sus ruinas a sus desdichado poseedor. Son inmensos edificios

que para levantarlos requieren la labor de toda una vida, y que en todo momento

agobian a quien los habita y que mientras permanecen en pie si bien pueden ahorrarle

algunas de las más pequeñas incomodidades, en nada pueden protegerlo contra las más

severas inclemencias de la estación. Lo defienden del chubasco veraniego, no de la

borrasca invernal; pero en todo tiempo lo dejan igualmente y a veces aún más expuesto

que antes, a la ansiedad, al temor y al infortunio; a las enfermedades, a los peligros y a

la muerte.

Mas aunque esta melancólica filosofía, para nadie extraña en tiempos de enfermedad y

desdicha, menosprecia de un modo tan absoluto esos máximos objetos del deseo

humano, cuando disfrutamos, en cambio, de mejor salud o de mejor humor, entonces

jamás dejamos de considerarlos bajo un aspecto más placentero. Nuestra imaginación,

que mientras sufrimos un dolor o una pena parece quedar confinada y encerrada dentro

de los límites de nuestra propia persona, en época de holgura y prosperidad se extiende

a todo lo que nos rodea. Es entonces cuando nos fascina la belleza de las facilidades y

acomodo que reina en los palacios y economía de los encumbrados, y admiramos la

manera como todo concurre al fomento de su tranquilidad, a obviar sus necesidades, a

complacer sus deseos y a divertir y obsequiar sus más frívolos

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