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OJOS DE PERRO AZUL

catova21 de Enero de 2013

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OJOS DE PERRO AZUL

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

EDITORIAL SUDAMERICANA

BUENOS AIRES

PRIMERA EDICIÓN

Marzo de 1974

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito

que previene la ley 11.723.

© 1974, Editorial Sudamericana S.A.®

Humberto I 531, Buenos Aires.

www.edsudamericana.com.ar

ISBN 950-07-0088-3

© 1947, 1955 Gabriel García Márquez

Indice

La tercera resignación .................................................... 5

La otra costilla de la muerte.......................................... 10

Eva está dentro de su gato ........................................... 15

Amargura para tres sonámbulos .................................... 21

Diálogo del espejo .......................................................23

Ojos de perro azul ....................................................... 27

La mujer que llegaba a las seis ...................................... 31

Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles ................. 38

Alguien desordena estas rosas....................................... 43

La noche de los alcaravanes.......................................... 45

Gabriel García Márquez 5

Ojos de perro azul

La tercera resignación

Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía

pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera

desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en

las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y

le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración

destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado

en su estructura material de hombre firme; algo que las otras veces había funcionado

normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y

duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas

las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y

apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor

desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el

ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto

de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones

atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El

ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con

su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su

desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca,

por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían

ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No

permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las

paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: interminable como el golpear de la

cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todos los golpes duros dados

contra las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no le atormentaría más si pudiera

cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombra la figura variable. Y agarrarlo.

Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo con todas sus fuerzas contra el pavimento y

pisotearlo con ferocidad hasta cuando ya no pudiera moverse verdaderamente, hasta

cuando pudiera decir, jadeante, que había dado muerte al ruido que lo atormentaba, que

lo enloquecía y que ahora estaba tirado en el suelo como cualquier cosa común

convertido en un muerto integral.

Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora

los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la

cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que

se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la

gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo

alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido,

por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando —ante la vista de un

cadáver— se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió

intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo

ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había

endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel

bloque —en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire—

estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd, de un cemento duro pero

transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué

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Ojos de perro azul

frías sentía las plantas de sus pies, allá, en el otro extremo del ataúd, donde habían

puesto una almohada, porque la caja le quedaría aún demasiado grande y hubo que

ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y

alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja;

mortalmente bello.

Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba

muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al

menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de

muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre,

secamente:

—Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo —

prosiguió— haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte.

Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de

autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos.

Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es

simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...

Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de

su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.

Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones

embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había

empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar,

cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por lo tanto,

ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica,

paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que,

efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

Desde entonces —en el tiempo de su muerte tenía siete años— su madre le mandó

hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero el médico

ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues

aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un

vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En

vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un

cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle

un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado

así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco.) Y había llegado a su estatura

definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el

ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que

era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba

poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo

decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de

calor.

¡Pero había algo que le preocupaba más que “ese ruido”! Eran los ratones.

Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le

produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los

que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas

y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo

verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja

...

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