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Pablo Palacio


Enviado por   •  10 de Diciembre de 2013  •  2.291 Palabras (10 Páginas)  •  332 Visitas

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El antropófago 19

Allí está, en la Penitenciaría, asomado por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.

Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver el antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres por lo menos, armados de cuchi- llas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.

Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.

Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura.

Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropó- fago: estará esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y arrebatarle la nariz de una sola dentellada.

Medite usted en la figura que haría si el antropófago se almorzaba su nariz.

¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!

¡Ya lo veo con su miserable cara de Lázaro, de sifilítico o de canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amo- ratada! ¡Con los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!

Va usted a dar un magnífico espectáculo.

Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.

La comida se la arrojan desde lejos.

El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mien- tras la sanguaza le chorrea por los labios.

Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más

20 que legumbres; pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes creyeron que iba a romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo merecían los muy crueles! ¡Ponérseles en la cabeza el martirizar de tal manera a un hombre habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no le cabe a nadie. Carne habían de darle, sin remedio, y cruda.

¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?

Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera, y no teniendo nada de fiera, molesta.

No comprenderían los pobres que el suyo sería un placer como cualquier otro; como comer la fruta en el mismo árbol, alar- gando los labios y mordiendo hasta que la miel corra por la barba.

Pero ¡qué cosas! No creáis en la sinceridad de mis disquisi- ciones. No quiero que nadie se forme de mí un mal concepto; de mí, una persona tan inofensiva.

Lo del antropófago sí es cierto, inevitablemente cierto.

El lunes último estuvimos a verle los estudiantes de Crimi- nología.

Lo tienen encerrado en una jaula como de guardar fieras.

¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros para disfrazar lo que son.

Los estudiantes reíamos de buena gana y nos acercamos mucho para mirarlo. Creo que ni yo ni ellos lo olvidaremos. Está- bamos admirados, y ¡cómo gozábamos al mismo tiempo de su aspecto casi infantil y del fracaso completo de las doctrinas de nuestro profesor!

Véanlo, véanlo como parece un niño —dijo uno.

—Sí, un niño visto con una lente.

—Ha de tener las piernas llenas de roscas.

—Y deberán ponerle talco en las axilas para evitar las escal- daduras.

—Y lo bañarán con jabón de Reuter.

—Ha de vomitar blanco.

—Y ha de oler a senos.

Así se burlaban los infames de aquel pobre hombre que 21 miraba vagamente y cuya gran cabeza oscilaba como una aguja imantada.

Yo le tenía compasión. A la verdad, la culpa no era de él.

¡Qué culpa va a tener un antropófago! Menos si es hijo de un carnicero y una comadrona, como quien dice del escultor Sofro- nisco y de la partera Fenareta. Eso de ser antropófago es como ser fumador, o pederasta, o sabio.

Pero los jueces le van a condenar irremediablemente, sin hacerse estas consideraciones. Van a castigar una inclinación naturalísima: esto me rebela. Yo no quiero que se proceda de nin- guna manera en mengua de la justicia. Por esto quiero dejar aquí constancia, en unas pocas líneas, de mi adhesión al antropófago. Y creo que sostengo una causa justa. Me refiero a la irresponsa- bilidad que existe de parte de un ciudadano cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su organismo.

Hay que olvidar por completo toda palabra hiriente que yo haya escrito en contra de ese pobre irresponsable. Yo, arrepen- tido, le pido perdón.

Sí, sí, creo sinceramente que el antropófago está en lo justo; que no hay razón para que los jueces, representantes de la vin- dicta pública…

Pero qué trance tan duro… Bueno… lo que voy a hacer es referir con sencillez lo ocurrido… No quiero que ningún malin- tencionado diga después que yo soy pariente de mi defendido, como ya me lo dijo un Comisario a propósito de aquel asunto de Octavio Ramírez.

Así sucedió la cosa, con antecedentes y todo:

En un pequeño pueblo del Sur, hace más o menos treinta años, contrajeron matrimonio dos conocidos habitantes de la localidad: Nicanor Tiberio, dado al oficio de matarife, y Dolores Orellana, comadrona y abacera.

A los once meses justos de casados les nació un muchacho, Nico, el pequeño Nico, que después se hizo grande y ha dado tanto que hacer.

22 La señora de Tiberio tenía razones indiscutibles para creer

que el niño era oncemesino, cosa rara y de peligros. De peligros porque quien se nutre por tanto tiempo de sustancias humanas es lógico que sienta más tarde la necesidad de ellas.

Yo desearía que los lectores fijen bien su atención en este detalle, que es a mi ver justificativo para Nicanor Tiberio y para mí, que he tomado cartas en el asunto.

Bien. La primera lucha que suscitó el chico en el seno del matrimonio fue a los cinco años, cuando ya vagabundeaba y comenzó a tomársele en serio. Era a propósito de la profesión. Una divergencia tan vulgar y usual entre los padres, que casi, al parecer, no vale la pena darle ningún valor. Sin embargo, para mí lo tiene.

Nicanor quería

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