Verdad conocida
briasigales3 de Marzo de 2013
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Es una verdad conocida –tanto, que ha pasado a ser vulgar– que los seres humanos evolucionan. También es verdad: unos más, otros menos. Desde que nacen, los hombres van cambiando, dejando de ser exactamente lo que eran –o lo que fueron– para comenzar a ser otros. En algunos casos, las diferencias son mínimas, insignificantes: el hombre sigue pareciéndose a sí mismo. En ocasiones, los cambios son grandes, profundos. Aparece un ser casi del todo diferente. Aunque la transformación total no puede darse jamás.
Las etapas
Estudiosos de áreas múltiples –médicos, psicólogos, sociólogos, filósofos, religiosos– han dedicado al tema evolutivo buena parte de sus afanes. Textos y volúmenes de varada calidad y nivel han sido escritos en todos los idiomas y merecido análisis por las mentes más lúcidas, incluyendo poetas y novelistas de primera línea.
Pero, hasta hoy. la mayor parte de los estudios y de los tratados o enfoques sobre la evolución del ser humano se han centrado, de preferencia, sobre las etapas iniciales de la vida.
Por eso, la niñez y la adolescencia –y, en parte, la no bien delimitada juventud– han merecido una suma de estudios y de tratados. Por eso mismo, desde fines del siglo pasado hasta nuestros días, los docentes y los pedagogos han resultado quienes con mayor dedicación se han volcado al tema de la evolución del ser humano aunque en particular –se comprende– a las etapas primeras de la vida, propias, por otra parte, de los ámbitos escolares.
La etapa olvidada
Si bien los períodos ulteriores de la vida no están enteramente dejados de lado, es corriente un prejuicio sobre el cual se asienta la mayor parte de los análisis evolutivos. Es el que supone que la así llamada madurez, la entera madurez, sería una especie de etapa uniforme, que se extendería desde el final de una siempre mal delimitada juventud hasta entrar en la vejez propiamente dicha, que, además, tampoco puede ser definida o delimitada con precisión.
El tema de las muchas etapas que, en cambio, conforman la vida de cada persona a lo largo de sus años –de todos sus años– así como de las múltiples circunstancias que van marcando cambios y transformaciones en su personalidad es apasionante. También largo para considerar, y no es el punto central que ahora queremos considerar.
Lo que importa es hacer presente una etapa que, extrañamente, parecería haber sido olvidada. Y es que la etapa previa a la vejez propiamente dicha –anterior a la senectud, al momento en el cual los achaques físicos se acentúan y trastornan la capacidad espiritual y mental– esa etapa que es difícil nombrar porque toda denominación es riesgosa y chocante, representa nada menos que el momento de la vida en la cual el hombre se encuentra a sí mismo.
Debemos admitirlo
Es necesario admitirlo; es forzoso reconocerlo. A medida que los años avanzan, progresa, también, esa tarea esencial de cada ser humano que consiste en encontrarse a sí mismo, es decir, en identificarse, en descubrir quién es, quién ha llegado a ser.
En esta etapa más o menos final de la vida –final no en un sentido biológico, por cierto– es cuando cada persona comienza a hallar respuesta a unos cuantos interrogantes existenciales que resultan capitales para reconocer su identidad.
Por ejemplo, comienza a cobrar conciencia de un aspecto fundamental: saber quién ha sido. Qué hizo, qué fue, qué logró. Comienza la hora crucial del balance: frente a un plan de vida, frente a ambiciones en cualquier sentido, ahora, en esa etapa, el ser humano comienza lentamente a sacar conclusiones, a elaborar márgenes de éxitos y de fracasos, hasta que, a medida que los años avanzan, el balance se hace integral y, sobre todo, ineludible.
Saber quién es significa para cada persona saber qué quiso ser y quién fue. Y esto, esencialmente, representa la identidad
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