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Vuelo De Condores


Enviado por   •  18 de Marzo de 2014  •  3.262 Palabras (14 Páginas)  •  331 Visitas

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El vuelo de los condores de Abraham Valdelomar (cuento)

No uno, sino varios lectores de nivel escolar andan desesperados buscando este cuento, sé que debe haber alguna buena selección de cuentos peruanos publicados en forma de libro y sería lo primero que yo buscaría antes de usar el Google pues seguramente aparte de "el vuelo de los condores" también podrán disfrutar de otros cuentos del mismo autor como "El caballero Carmelo" o "Hebaristo el sauce que murió de amor" además de otros autores y con la ventaja significativa que podrás llevártelo a leer a tu cuarto, en el baño, en el micro, no necesitaras pagar cabina de Internet y tu cansancio visual será menor, es mas solo necesitaras de la luz del día para leerlo y no dependerás de la electricidad y cuando lo hayas leído se lo podrás heredar a tu hermano menor incluso venderlo y recuperar parte de lo invertido o regalarlo en un acto de amor. Resumiendo un libro siempre será mejor para ti amigo. Pero en fin esta vez lo colocamos completo aquí, suerte con la tarea Hans Moises.

EL VUELO DE LOS CÓNDORES

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

-Ese es el barrista -decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.

-Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

-Éste es el payaso -dijo alguien.

El buen hombre volvió la cara vivamente:

-¡Qué serio!

-Así son en la calle.

Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.

Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.

-¡Cómo! ¿Dónde has estado?

Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.

-Nada -apunté con despreocupación forzada- que salimos tarde del colegio...

-No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto...

Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:

-Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó:

-¡Está bien!...

Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.

-Oye -me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente-, anda a comer...

Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.

¿Ya comieron todos? le interrogué. -Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol...

-Oye, -le dije-, ¿y qué han dicho?...

-Nada; mamá no ha querido comer…

Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.

-Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer…

-No, no quiero.

-Pero oye, ¿dónde fuiste?...

Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!

-Cuántos volatineros hay -le decía, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas!

¡Y el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!

-¿Y cuándo dan función?

-El sábado...

E iba a continuar, cuando apareció la criada:

-Niñita, ¡a acostarse!

Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.

Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería...

¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me había perdonado!

Me dio

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