Romeo Y Julieta
sebastian340628 de Diciembre de 2014
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ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA Una plaza de Verona
(SANSÓN y GREGORIO con espadas y broqueles)
SANSÓN.- A fe mía, Gregorio, que no hay por qué bajar la cabeza.
GREGORIO.- Eso sería convertirnos en bestias de carga.
SANSÓN.- Quería decirte que, si nos hostigan, debemos responder.
GREGORIO.- Sí: soltar la albarda.
SANSÓN.- Yo, si me pican, fácilmente salto.
GREGORIO.- Pero no es fácil picarte para que saltes.
SANSÓN.- Basta cualquier gozquejo de casa de los Montescos para hacerme saltar.
GREGORIO.- Quien salta, se va. El verdadero valor está en quedarse firme en su puesto. Eso que llamas saltar es huir.
SANSÓN.- Los perros de esa casa me hacen saltar primero y me paran después. Cuando topo de manos a boca con hembra o varón de casa de los Montescos, pongo pies en pared.
GREGORIO.- ¡Necedad insigne! Si pones pies en pared, te caerás de espaldas.
SANSÓN.- Cierto, y es condición propia de los débiles. Los Montescos al medio de la calle, y sus mozas a la acera.
GREGORIO.- Esa discordia es de nuestros amos. Los criados no tenemos que intervenir en ella.
SANSÓN.- Lo mismo da. Seré un tirano. Acabaré primero con los hombres y luego con las mujeres.
GREGORIO.- ¿Qué quieres decir?
SANSÓN.- Lo que tú quieras. Sabes que no soy rana.
GREGORIO.- No eres ni pescado ni carne. Saca tu espada, que aquí vienen dos criados de casa Montesco.
SANSÓN.- Ya está fuera la espada: entra tú en lid, y yo te defenderé.
GREGORIO.- ¿Por qué huyes, volviendo las espaldas?
SANSÓN.- Por no asustarte.
GREGORIO.- ¿Tu asustarme a mí?
SANSÓN.- Procedamos legalmente. Déjalos empezar a ellos.
GREGORIO.- Les haré una mueca al pasar, y veremos cómo lo toman.
SANSÓN.- Veremos si se atreven. Yo me chuparé el dedo, y buena vergüenza será la suya si lo toleran. (Abraham y Baltasar.)
ABRAHAM.- Hidalgo, ¿os estáis chupando el dedo porque nosotros pasamos?
SANSÓN.- Hidalgo, es verdad que me chupo el dedo.
ABRAHAM.- Hidalgo, ¿os chupáis el dedo porque nosotros pasamos?
SANSÓN (a Gregorio).- ¿Estamos dentro de la ley, diciendo que sí?
GREGORIO (A Sansón).- No por cierto.
SANSÓN.- Hidalgo, no me chupaba el dedo porque vosotros pasabais, pero la verdad es que me lo chupo.
GREGORIO.- ¿Queréis armar cuestión hidalgo?
ABRAHAM.- Ni por pienso, señor mío.
SANSÓN.- Si queréis armarla, aquí estoy a vuestras órdenes. Mi amo es tan bueno como el vuestro.
ABRAHAM.- Pero mejor, imposible.
SANSÓN.- Está bien, hidalgo.
GREGORIO (A Sansón.).- Dile que el nuestro es mejor, porque aquí se acerca un pariente de mi amo.
SANSÓN.- Es mejor el nuestro, hidalgo.
ABRAHAM.- Mentira.
SANSÓN.- Si sois hombre, sacad vuestro acero. Gregorio: acuérdate de tu sabia estocada. (Pelean.) (Llegan Benvolio y Teobaldo.)
BENVOLIO.- Envainad, majaderos. Estáis peleando, sin saber por qué.
TEOBALDO.- ¿Por qué desnudáis los aceros? Benvolio, ¿quieres ver tu muerte?
BENVOLIO.- Los estoy poniendo en paz. Envaina tú, y no busques quimeras.
TEOBALDO.- ¡Hablarme de paz, cuando tengo el acero en la mano! Más odiosa me es tal palabra que el infierno mismo, más que Montesco, más que tú. Ven, cobarde. (Reúnese gente de uno y otro bando. Trábase la riña) CIUDADANOS.- Venid con palos, con picas, con hachas. ¡Mueran Capuletos y Montescos! (Entran Capuleto y la señora de Capuleto.)
CAPULETO.- ¿Qué voces son ésas? Dadme mi espada.
SEÑORA.- ¿Qué espada? Lo que te conviene es una muleta.
CAPULETO.- Mi espada, mi espada, que Montesco viene blandiendo contra mí la suya tan vieja como la mía. (Entran Montesco y su mujer.)
MONTESCO.- ¡Capuleto infame, déjame pasar, aparta!
SEÑORA.- No te dejaré dar un paso más. (Entra el Príncipe con su séquito.)
PRÍNCIPE.- ¡Rebeldes enemigos de la paz, derramadores de sangre humana! ¿No queréis oír? Humanas fieras que apagáis en la fuente sangrienta de vuestras venas el ardor de vuestras iras, arrojad en seguida a tierra las armas fratricidas, y escuchad mi sentencia. Tres veces, por vanas quimeras y fútiles motivos, habéis ensangrentado las calles de Verona, haciendo a sus habitantes, aun los más graves e ilustres, empuñar las enmohecidas alabardas, y cargar con el hierro sus manos envejecidas por la paz. Si volvéis a turbar el sosiego de nuestra ciudad, me responderéis con vuestras cabezas. Basta por ahora; retiraos todos. Tú, Capuleto, vendrás conmigo. Tú, Montesco, irás a buscarme dentro de poco a la Audiencia, donde te hablaré más largamente. Pena de muerte a quien permanezca aquí. (Vase.)
MONTESCO.- ¿Quién ha vuelto a comenzar la antigua discordia? ¿Estabas tú cuando principió, sobrino mío?
BENVOLIO.- Los criados de tu enemigo estaban ya lidiando con los nuestros cuando llegué, y fueron inútiles mis esfuerzos para separarlos. Teobaldo se arrojó sobre mí, blandiendo el hierro que azotaba el aire despreciador de sus furores. Al ruido de las estocadas acorre gente de una parte y otra, hasta que el Príncipe separó a unos y otros.
SEÑORA DE MONTESCO.- ¿Y has visto a Romeo? ¡Cuánto me alegro de que no se hallara presente!
BENVOLIO.- Sólo faltaba una hora para que el sol amaneciese por las doradas puertas del Oriente, cuando salí a pasear, solo con mis cuidados, al bosque de sicomoros que crece al poniente de la ciudad. Allí estaba tu hijo. Apenas le vi me dirigí a él, pero se internó en lo más profundo del bosque. Y como yo sé que en ciertos casos la compañía estorba, seguí mi camino y mis cavilaciones, huyendo de él con tanto gusto como él de mí.
SEÑORA DE MONTESCO.- Dicen que va allí con frecuencia a juntar su llanto con el rocío de la mañana y contar a las nubes sus querellas, y apenas el sol, alegría del mundo, descorre los sombríos pabellones del tálamo de la aurora, huye Romeo de la luz y torna a casa, se encierra sombrío en su cámara, y para esquivar la luz del día, crea artificialmente una noche. Mucho me apena su estado, y sería un dolor que su razón no llegase a dominar sus caprichos.
BENVOLIO.- ¿Sospecháis la causa, tío?
MONTESCO.- No la sé ni puedo indagarla.
BENVOLIO.- ¿No has podido arrancarle ninguna explicación?
MONTESCO.- Ni yo, ni nadie. No sé si pienso bien o mal, pero él es el único consejero de sí mismo. Guarda con avaricia su secreto y se consume en él, como el germen herido por el gusano antes de desarrollarse y encantar al sol con su hermosura. Cuando yo sepa la causa de su mal, procuraré poner remedio.
BENVOLIO.- Aquí está. O me engaña el cariño que le tengo, o voy a saber pronto la causa de su mal.
MONTESCO.- ¡Oh, si pudieses con habilidad descubrir el secreto! Ven, esposa. (Entra Romeo.)
BENVOLIO.- Muy madrugador estás.
ROMEO. ¿Tan joven está el día?
BENVOLIO.- Aún no han dado las nueve.
ROMEO.- ¡Tristes horas, cuán lentamente camináis! ¿No era mi madre quien salía ahora de aquí?
BENVOLIO.- Sí por cierto. Pero ¿qué dolores son los que alargan tanto las horas de Romeo?
ROMEO.- El carecer de lo que las haría cortas.
BENVOLIO.- ¿Cuestión de amores?
ROMEO.- Desvíos.
BENVOLIO.- ¿De amores?
ROMEO.- Mi alma padece el implacable rigor de sus desdenes.
BENVOLIO.- ¿Por qué el amor que nace de tan débiles principios, impera luego con tanta tiranía?
ROMEO.- ¿Por qué, si pintan ciego al amor, sabe elegir tan extrañas sendas a su albedrío? ¿Dónde vamos a comer hoy? ¡Válgame Dios! Cuéntame lo que ha pasado. Pero no, ya lo sé. Hemos encontrado el amor junto al odio; amor discorde, odio amante! rara confusión de la naturaleza: caos sin forma, materia grave a la vez que ligera, fuerte y débil, humo y plomo, fuego helado, salud que fallece, sueño que vela, esencia incógnita. No puedo acostumbrarme a tal amor. ¿Te ríes? ¡Vive Dios!...
BENVOLIO.- No, primo. No me río, antes lloro.
ROMEO.- ¿De qué, alma generosa?
BENVOLIO.- De tu desesperación.
ROMEO.- Es prenda del amor. Se agrava el peso de mis penas, sabiendo que tú también las sientes. Amor es fuego aventado por el aura de un suspiro; fuego que arde y centellea en los ojos del amante. O más bien es torrente desbordado que las lágrimas acrecen. ¿Qué más podré decir de él? Diré que es locura sabia, hiel que emponzoña, dulzura embriagadora. Quédate adiós, primo.
BENVOLIO.- Quiero ir contigo. Me enojaré si me dejas así, y no te enojes.
ROMEO.- Calla, que el verdadero Romeo debe andar en otra parte.
BENVOLIO.- Dime el nombre de tu amada.
ROMEO.- ¿Quieres oír gemidos?
BENVOLIO.- ¡Gemidos! ¡Donosa idea! Dime formalmente quién es.
ROMEO. ¿Dime formalmente?... ¡Oh, qué frase tan cruel! Decid que haga testamento al que está padeciendo horriblemente. Primo, estoy enamorado de una mujer.
BENVOLIO.- Hasta ahí ya lo comprendo.
ROMEO.- Has acertado. Estoy enamorado de una mujer hermosa.
BENVOLIO.- ¿Y será fácil dar en ese blanco tan hermoso?
ROMEO.- Vanos serían mis tiros, porque ella, tan casta como Diana la cazadora, burlará todas las pueriles flechas del rapaz alado. Su recato la sirve de armadura. Huye de las palabras de amor, evita el encuentro de otros ojos, no la rinde el oro. Es rica, porque es hermosa. Pobre, porque cuando
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