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El Amor No Tiene Por Qué Doler


Enviado por   •  14 de Noviembre de 2014  •  4.048 Palabras (17 Páginas)  •  185 Visitas

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Quizás en el momento que leas esto, no puedas siquiera imaginar que los hombres y mujeres de mi generación (nacidos entre 1940 y 1950) nunca fuimos adolescentes. Te preguntarás el porqué y la respuesta es muy sencilla: el concepto de “adolescencia” existió a partir de mediados de la década de 1960 y aparece, por primera vez, como un intento de sociólogos citadinos en Inglaterra para denominar la conducta de los jóvenes.

No recuerdo haber recibido jamás algún calificativo como tal para mí ni para otros. Hasta esa época, los individuos que habíamos rebasado los doce o trece años de edad comenzábamos a ser adultos. Como ya habrás observado, ésa es la edad de los ritos de iniciación a la adultez de muchas culturas a lo largo de toda la historia universal y, esos ritos de iniciación que tú no viviste, eran el punto de partida para que el niño empezara a ser adulto.

Pero a ese periodo después de la niñez se le llamó, hasta hace algunos años, pubertad, por lo que mis contemporáneos – y quizás ahora tus abuelos o tus padres si son mayores- pasaron de la niñez a la adultez en un lapso imperceptible en el cual no había grandes diferencias, atención, ni cambios sustanciales que constituyeran una preocupación familiar, paterna o social. Incluso te reto a buscar libros de medicina o sobre la conducta de épocas anteriores a la que acabo de mencionarte y te sorprenderá no hallar algo escrito sobre la adolescencia.

Biológicamente, los niños después de nacer pasan por el periodo de lactancia, la primera infancia y lo que todavía llamamos el periodo escolar primario, que se termina alrededor de los doce o trece años. Después, se enfrentan a los cambios que la naturaleza les proporciona por medio del desarrollo de los órganos sexuales, entre ellos la aparición del vello púbico, y precisamente de la palabra pubis proviene el término pubertad. Algunas personas con conocimientos sobre la biología o la reproducción, o incluso estudiantes de medicina, ya sabían hace cincuenta años que de niño se pasaba a puberto y de puberto a adulto joven. No existió durante siglos eses periodo que tú vives el día de hoy, que tanto trabajo cuesta entender y que denominan adolescencia.

Es curioso ¿verdad? Miles de generaciones de muchachos como tú jamás sufrieron la persecución, ni preocuparon a nadie con sus cambios emocionales, sexuales o de conducta. Era simple y sencillamente un paso más, un paso deseado o anhelado para ser adulto; incluso, en las ceremonias de iniciación, tanto para las mujeres como para los varones jóvenes el permiso oficial del grupo, clan o de la sociedad para ser adulto puede enunciarse de la siguiente manera “A partir de ahora eres responsable, puedes casarte y puedes cazar. También puedes hacer uso de tu sexualidad porque ya eres fértil, pero eso implica que eres capaz de hacerte cargo de tu vida”.

Entonces, la época de la juventud no aparentaba ser un castigo o la entrada a una zona desconocida o a un lugar ignoto en el que existían muchos peligros y no pocos placeres. Los padres ya habían vivido esa transición entre la niñez y la adultez, y como fueron padres siendo jóvenes adultos contemplaban a sus hijos, a partir de la iniciación, como seres en quien confiar y en quien derivar o delegar responsabilidades.

El joven adulto era alguien a quien se envidiaba por ser más joven, tener más vigor, más intereses, más capacidades y mucho más placer. Si se era hombre, se estaba en la plenitud del vigor viril y sexual, y si se era mujer se encontraba en la plenitud de su belleza, atractivo y su capacidad fértil. Todo parecía ser envidiable o añorable en la pubertad. Por eso nos empezó a llamar mucho la atención a quienes empezábamos a ser profesionales de la medicina y después de la ciencia de la conducta, que se comenzara a hablar de problemas de los jóvenes, de cómo algunos padres enfrentaban dificultades para comprender el paso de los hijos de niños a jóvenes adultos.

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Material distribuido gratuitamente con fines didáctico-terapéuticos para pacientes y miembros del foro VivirLibre.org, por el Centro de Atención y Servicios Psicológicos “VivirLibre.org” | Av. Petróleos Mexicanos 40, Col. Petrolera Taxqueña, Delegación Coyoacán, Ciudad de México, C.P. 04410. | Teléfonos 01 (55) 55.44.50.97 y 55.44.84.09 | e-mail: centrovivirlibre@hotmail.com | Web: http://www.vivirlibre.org | Diciembre 2006.

Te puedo asegurar que yo llegué a los 18 años sin tener la menor idea del porqué de la inquietud de los padres por descifrar el misterio de la adolescencia, pues era un periodo natural y en consecuencia no tenía nada que ver con la experiencia de vida de lo que eran adultos. A mí jamás me preocupó ni me ocupé en imaginar que mis padres pudiesen estar pendientes de mis cambios. Creo que, en mi caso, más bien asumieron la misma cálida indiferencia que para muchas otras cosas que viví.

Si acaso había preocupación, era entre otros jóvenes iguales que yo, que se hacían cientos de preguntas sin respuesta, consistentes en cuestionamientos que la angustia existencial hace que surjan en nuestras mentes como: por qué nací, qué es Dios, cuál es el futuro, qué es el mundo, qué es la sociedad, qué es la vida, qué es la muerte; preguntas sin fin que, por supuesto, compartimos con otros tan ignorantes o tan inquisitivos como yo. Aprendí después de muchos años que unirse a un grupo de contemporáneos es una necesidad de muchos seres vivos, el llamado sentimiento gregario: la tendencia natural que tenemos a agruparnos por clase, familia, orden, filum y subfilum.

Tenía que estar con mis pares, aquellos que eran iguales que yo, con las mismas carencias y con las mismas virtudes. El instinto gregario es una de las primeras manifestaciones en el comportamiento de los jóvenes, por lo que es necesario para su seguridad e identidad compartir con otros sus dudas, experiencias, carencias y búsqueda de placer.

Con los años también aprendí que en esa época estábamos preocupados por los cambios que sentíamos dentro y fuera de nosotros, que ese temor junto con las dudas o esa inconsistencia en lo que veíamos, pensábamos, sentíamos o hacíamos nos llevaba a tener un sentimiento constante de inestabilidad, y que eso era precisamente una característica de los jóvenes que buscábamos una identidad tanto de grupo como personal. Todavía nos tocó acostumbrarnos, como parte de la identidad de grupo, a ser clasificados como buenos o malos siguiendo la idea de la dicotomía entre el bien y el mal, entre lo que debía ser y no debía ser, entre lo que estaba bien o mal hecho, entre el deber ser y no ser.

Asimismo, buscábamos con afán nuestro lugar en el mundo. Aún en mi época teníamos en la búsqueda de nuestra identidad como mexicanos una gran tarea; hurgábamos

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