Esquizofrenia
vico20207 de Diciembre de 2013
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Sin embargo, desde principios del siglo XIV, buena parte del mundo habitado se vio devastada por una sucesión de brotes horrorosos de peste bubónica. Solo entre los años 1347 y 1350, eliminó como mínimo a una tercera parte de la población europea.
En épocas posteriores se lanzaron muchas acusaciones: los sobrevivientes culpaban a sus dirigentes espirituales por no haberles advertido de este castigo de Dios. Y como respuesta, el clero censuraba a las masas por atraer semejante castigo con su conducta pecaminosa.
Irónicamente resultaron más afectados en toda Europa las iglesias y los monasterios cristianos que la población civil; murió más de la mitad de los siervos de Dios, lo que lamentablemente llevó a otra calamidad mayor. Como indicaba un observador: «Los hombres que perdieron a sus esposas por la pestilencia e ingresaron a montones en las sagradas órdenes eran, muchos de ellos, analfabetos».
Atraídos por las grandes sumas de dinero que ofrecían los pueblos carentes de dirigente religioso, hubo cada vez más hombres que entraron en el sacerdocio por todo tipo de motivaciones equívocas. La mayoría de ellos eran «arrogantes y dados al fasto», según la amarga opinión del papa Clemente VI y malgastaban su mal adquirida riqueza «en alcahuetas y timadores, descuidando los caminos del Señor».
En esta situación de abandono y debilidad, la Iglesia católica fue golpeada por dos de sus miembros más desilusionados. En 1517 el sacerdote alemán Martín Lutero apadrinó una reforma religiosa histórica, suplicando a sus colegas que regresaran al cristianismo sustentado en una fe infantil y en las buenas acciones y no apoyado en las extravagancias del mundo temporal. Y en 1543 el teólogo polaco Nicolás Copérnico desencadenó una revolución cientí co-religiosa exhortando a un abandono de Aristóteles: pretendía que el centro del universo era el Sol y no la Tierra.
Copérnico era un astrónomo a cionado, pero no tenía pruebas materiales con las que defender sus opiniones. Sencillamente creía que la teoría geocéntrica era innecesariamente complicada, a la cual se había llegado por la suposición mal orientada de que mirábamos el mundo desde un mirador tan rme como una roca que se encontraba en el centro de toda actividad.
Copérnico conjeturaba que, por ejemplo, el movimiento de los errantes planetas parecía complicado solo porque nosotros nos movíamos por el espacio de una manera complicada, subidos a una Tierra que giraba sobre su eje como una bailarina que danzara en torno al Sol. Una vez que se tenían en cuenta estos movimientos terrestres, según demostraba, el movimiento de los planetas se convertía en sublimemente circular, como el de los demás cuerpos celestes.
Para un niño al que se cogiera de los brazos y se le hiciera dar vueltas todo el mundo parecería girar y temblar. ¿Se movían las cosas de ese modo? La respuesta del niño sería «no, por supuesto que no» solamente si admitiera ser el único que giraba, y no los demás. Ese era el argumento de Copérnico, sencillo pero agudo.
Este canónigo polaco de Frauenburg, en Prusia Oriental, no fue el primero en abanderar la teoría heliocéntrica; dos mil años antes unos cuantos lósofos griegos habían dado con versiones de esa misma idea. Ya entonces había demostrado ser una teoría controvertida y, por no pocos de los mismos motivos, resultó serlo otra vez.
Cientí camente hablando, señalaban sus críticos, no se sentía que la Tierra se moviera: si verdaderamente girara en torno a su eje y en torno al Sol, tendríamos que tener aquí alguna señal mani esta de que así era. Algunos astrónomos conjeturaban que todo se vería barrido de la super cie terrestre, como las gotas de agua que se desprenden de una rueda que gira estando mojada.
En cuanto a la religión, también
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