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La Persona Del Terapeuta


Enviado por   •  3 de Diciembre de 2013  •  738 Palabras (3 Páginas)  •  334 Visitas

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LA PERSONA DEL TERAPEUTA…

La persona detrás del terapeuta

Hoy en día creo que todos estamos de acuerdo con la afirmación de que cualquier experiencia vivida previamente por el terapeuta, y luego correctamente elaborada, lo enriquece y hasta lo templa para trabajar con pacientes que tengan que pasar tiempo después por acontecimientos similares.

Pero otra probablemente sea la opinión si tales circunstancias se le plantean contemporáneamente a las del paciente. Sabemos por experiencia propia que estamos expuestos como cualquier ser humano a que nos sacudan acontecimientos personales dolorosos de tiempo en tiempo; sean naturales, como enfermedades o muertes de seres queridos; sean sociales o económicas o ya sean de naturaleza vincular. En verdad, sólo es cuestión de tiempo. Hacer crisis de vez en cuando es parte de la vida misma, el desarrollo humano no es concebible de otro modo; pero por más que estemos avisados, cuando éstas se presentan, la reacción es análoga a la generada por el incumplimiento de un contrato. O a veces incluso más; como ser víctimas de una estafa: “¿Por qué tenía que sucederme a mí?” Es decir que por la simple razón de ser humanos, a los terapeutas también nos cuesta más de lo deseable encontrar respuestas proactivas a las crisis, que nos permitan reencaminar nuestra existencia, y mucho más todavía, aprender de las mismas e inmunizarnos contra su reiteración.

Es que las buenas y malas cosas de nuestras vidas intervienen (y a veces también interfieren, admitámoslo) en nuestro desempeño cotidiano. Somos personas antes que terapeutas, y amén de responder emocionalmente a lo que nos trasmiten nuestros pacientes, estamos todo el tiempo trasmitiéndole también a ellos “ondas” o “energías” de nuestro ser personal. Es más, eso es lo que nos distingue, no sólo a unos de otros, sino esencialmente de lo que podría hacer cualquier computadora programada para hacer terapia. Lo que personaliza el vínculo terapéutico no deriva tanto de nuestra formación técnica, como de nuestra dotación humana; y si bien necesitamos saber encuadrar la persona en el rol, de modo que en lo posible no lo anule, debemos cuidar asimismo que éste no acabe desterrando a aquella. En consecuencia, en nuestra labor el terapeuta podrá ir delante y la persona detrás, pero a condición de que marchen juntos, y sobre todo en diálogo.

Ilustremos todo esto con un ejemplo frecuente. Supongamos un rompimiento sentimental (de pareja) del terapeuta. En tiempos como los que corren, en que el motivo de consulta más frecuente son los conflictos de pareja, cualquier terapeuta atiende más de un caso de esa clase. ¿Qué ocurrirá entonces en el tratamiento de alguien en dicho trance, cuando a la persona del terapeuta le sobreviene una situación similar? ¿Le es posible evitar la contaminación de la cura? No hay duda que de tratarse de una nueva consulta, esta debería ser derivada a otro colega. Pero resulta inevitable que a menudo tales hechos ocurran cuando ya estamos trabajando con un determinado paciente, que por nada quiere ir a contarle todo de nuevo a otro profesional, y al que además también nosotros solemos resistimos a dejarlo de asistir, porque en ese marco existencial toda separación adquiere el carácter de una nueva pérdida.

En tales circunstancias, al terapeuta probablemente se le vuelva muy difícil mantener su rol a buen resguardo de las emociones que le despierta el material de su paciente. Toda vez que intervenga deberá estar particularmente seguro de fundar la intervención en la situación de su paciente y no en la suya, lo que puede volver extenuante su labor.

Entonces, existen factores que son enteramente ajenos no sólo a la Teoría, sino además al paciente, e incluso a las vicisitudes propias de la interacción con él, puesto que provienen de manera exclusiva de la vida privada del terapeuta, independientemente de su condición de tal, y sólo se reflejan directa o indirectamente sobre su trabajo cuando su intensidad emocional desborda su capacidad de autocontrol, o excepcionalmente cuando las circunstancias propias de determinados tratamientos, facilitan su desencadenamiento. Es entonces cuando amenazan el curso del proceso, generando el desafío imperioso de instrumentar una respuesta específica a la nueva situación, que no siempre el terapeuta está en condiciones de conseguir articular.

Tradicionalmente se ha considerado que en tales casos, por obvias razones el terapeuta debería retomar su propia terapia, así como supervisar con mayor frecuencia su labor, lo que sin embargo como sabemos no siempre se cumple, acarreando el riesgo consecuente para la salud y los derechos de los pacientes.

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