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Psicoanalisis


Enviado por   •  30 de Octubre de 2013  •  6.248 Palabras (25 Páginas)  •  274 Visitas

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El aparato psíquico

El psicoanálisis establece una premisa fundamental cuyo examen queda reservado al pensar filosófico y cuya justificación reside en sus resultados. De lo que llamamos nuestra psique (vida anímica), nos son consabidos dos términos: en primer lugar, el órgano corporal y escenario de ella' el encéfalo (sistema nervioso) y, por otra parte, nuestros actos de conciencia, que son dados inmediatamente y que ninguna descripción nos podría trasmitir. No nos es consabido, en cambio, lo que haya en medio; no nos es dada una referencia directa entre ambos puntos terminales de nuestro saber. Si ella existiera, a lo sumo brindaría una localización precisa de los procesos de conciencia, sin contribuir en nada a su inteligencia. Nuestros dos supuestos se articulan con estos dos cabos o comienzos de nuestro saber. El primer supuesto atañe a la localización(3). Suponemos que la vida anímica es la función de un aparato al que atribuimos ser extenso en el espacio y estar compuesto por varias piezas; nos lo representamos, pues, semejante a un telescopio, un microscopio, o algo así. Si dejamos de lado cierta aproximación ya ensayada, el despliegue consecuente de esa representación es una novedad científica. Hemos llegado a tomar noticia de este aparato psíquico por el estudio del desarrollo individual del ser humano. Llamamos ello a la más antigua de estas provincias o instancias psíquicas: su contenido es todo lo heredado, lo que se trae con el nacimiento, lo establecido constitucionalmente; en especial, entonces, las pulsiones que provienen de la organización corporal, que aquí [en el ello] encuentran una primera expresión psíquica, cuyas formas son desconocidas {no consabidas} para nosotros (ver nota(4)).

Bajo el influjo del mundo exterior real-objetivo que nos circunda, una parte del ello ha

experimentado un desarrollo particular; originaría m en te un estrato cortical dotado de los órganos para la recepción de estímulos y de los dispositivos para la protección frente a estos, se ha establecido una organización particular que en lo sucesivo media entre el ello y el mundo exterior. A este distrito de nuestra vida anímica le damos el nombre de yo. Los caracteres principales del yo. A consecuencia del vínculo preformado entre percepción sensorial y acción muscular, el yo dispone respecto de los movimientos voluntarios. Tiene la tarea de la autoconservación, y la cumple tomando hacia afuera noticia de los estímulos, almacenando experiencias sobre ellos (en la memoria), evitando estímulos hiperintensos (mediante la huida), enfrentando estímulos moderados (mediante la adaptación) y, por fin, aprendiendo a alterar el mundo exterior de una manera acorde a fines para su ventaja (actividad); y hacia adentro, hacia el ello, ganando imperio sobre las exigencias pulsionales, decidiendo si debe consentírseles la satisfacción, desplazando esta última a los tiempos y circunstancias favorables en el mundo exterior, o sofocando totalmente sus excitaciones. En su actividad es guiado por las noticias de las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. No obstante, es probable que lo sentido como placer y displacer no sean las alturas absolutas de esta tensión de estímulo, sino algo en el ritmo de su alteración. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. Un acrecentamiento esperado, previsto, de displacer es respondido con la señal de angustia; y su ocasión, amenace ella desde afuera o desde adentro, se llama peligro.

De tiempo en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. Y del estado del dormir cabe inferir que esa organización consiste en una particular distribución de la energía anímica. Como precipitado del largo período de infancia durante el cual el ser humano en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en cuenta.

Así las cosas, una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir, cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. Los detalles del vínculo entre yo y superyó se vuelven por completo inteligibles reconduciéndolos a la relación del niño con sus progenitores.

Naturalmente, en el influjo de los progenitores no sólo es eficiente la índole personal de estos, sino también el influjo, por ellos propagado, de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los requerimientos del medio social respectivo, que ellos subrogan. De igual modo, en el curso del desarrollo individual el superyó recoge aportes de posteriores continuadores y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos públicos, ideales venerados en la sociedad. Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto representan {repräsentieren} los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, en lo esencial, los del pasado asumido por otros. En tanto, el yo está comandado principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado, vale decir, lo accidental y actual. Este esquema general del aparato psíquico habrá de considerarse válido también para los animales superiores, semejantes al hombre en lo anímico. Cabe suponer un superyó siempre que exista un período prolongado de dependencia infantil, como en el ser humano. Y es inevitable suponer una separación de yo y ello. La psicología animal no ha abordado todavía la interesante tarea que esto le plantea.

Doctrina de las pulsiones

El poder del ello expresa el genuino propósito vital del individuo. Consiste en satisfacer sus necesidades congénitas. Un propósito de mantenerse con vida y protegerse de peligros mediante la angustia no se puede atribuir al ello. Esa es la tarea del yo, quien también tiene que hallar la manera más favorable y menos peligrosa de satisfacción con miramiento por el mundo exterior. Aunque el superyó pueda imponer necesidades nuevas, su principal operación sigue siendo limitar las satisfacciones. Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de necesidad del ello.

Representan {repräsentieren} los requerimientos que hace el cuerpo a la vida anímica. Aunque causa última de toda actividad, son de naturaleza conservadora; de todo estado alcanzado por un ser brota un afán por reproducir ese estado tan pronto se lo abandonó. Se puede, pues, distinguir un número indeterminado de pulsiones, y así se acostumbra hacer. Para nosotros es sustantiva la posibilidad de que todas esas múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas pocas pulsiones básicas. Hemos averiguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento); también, que pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una pulsión sobre otra. Tras larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar sólo dos pulsiones básicas: Eros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión de conservación de sí mismo y de conservación de la especie, así como la otra entre amor yoico y amor de objeto, se sitúan en el interior del Eros.) La meta de la primera es producir unidades cada vez más grandes y, así, conservarlas, o sea, una ligazón {Bindung}; la meta de la otra es, al contrario, disolver nexos y, así, destruir las cosas del mundo. Respecto de la pulsión de destrucción, podemos pensar que aparece como su meta última trasportar lo vivo al estado inorgánico; por eso también la llamamos pulsión de muerte.

Si suponemos que lo vivo advino más tarde que lo inerte y se generó desde esto, la pulsión de muerte responde a la fórmula consignada, a saber, que una pulsión aspira al regreso a un estado anterior. En cambio, no podemos aplicar a Eros (o pulsión de amor) esa fórmula. Ello presupondría que la sustancia viva fue otrora una unidad luego desgarrada y que ahora aspira a su reunificación.

En las funciones biológicas, las dos pulsiones básicas producen efectos una contra la otra o se combinan entre sí. Así, el acto de comer es una destrucción del objeto con la meta última de la incorporación; el acto sexual, una agresión con el propósito de la unión más íntima. Esta acción conjugada y contraria de las dos pulsiones básicas produce toda la variedad de las manifestaciones de la vida. Y más allá del reino de lo vivo, la analogía de nuestras dos pulsiones básicas lleva a la pareja de contrarios atracción y repulsión, que gobierna en lo inorgánico .

Alteraciones en la proporción de mezcla de las pulsiones tienen las más palpables consecuencias. Un fuerte suplemento de agresión sexual hace del amante un asesino con estupro; un intenso rebajamiento del factor agresivo lo vuelve timorato o impotente. Ni hablar de que se pueda circunscribir una u otra de las pulsiones básicas a una de las provincias anímicas. Se las tiene que topar por, doquier. Nos representamos un estado inicial de la siguiente manera: la íntegra energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido, está presente en el yo-ello todavía indiferenciado [cf. AE, 23, pág. 148n.] y sirve para neutralizar las inclinaciones de destrucción simultáneamente presentes. (Carecemos de un término análogo a «libido» para la energía de la pulsión de destrucción.) En posteriores estados nos resulta relativamente fácil perseguir los destinos de la libido; ello es más difícil respecto de la pulsión de destrucción. Mientras esta última produce efectos en lo interior como pulsión de muerte, permanece muda; sólo comparece ante nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Que esto acontezca parece una necesidad objetiva para la conservación del individuo. El sistema muscular sirve a esta derivación. Con la instalación del superyó, montos considerables de la pulsión de agresión son fijados en el interior del yo y allí ejercen efectos autodestructivos.

Es uno de los peligros para su salud que el ser humano toma sobre sí en su camino de

desarrollo cultural. Retener la agresión es en general insano, produce un efecto patógeno (mortificación) {Kränkung(7)}. El tránsito de una agresión impedida hacia una destrucción de sí mismo por vuelta de la agresión hacia la persona propia suele ilustrarlo una persona en el ataque de furia, cuando se mesa los cabellos y se golpea el rostro con los puños, en todo lo cual es evidente que ella habría preferido infligir a otro ese tratamiento. Una parte de destrucción de sí permanece en lo interior, sean cuales fueren las circunstancias, hasta que al fin consigue matar al individuo, quizá sólo cuando la libido de este se ha consumido o fijado de una manera desventajosa. Así, se puede conjeturar, en general, que el individuo muere a raíz de sus conflictos internos; la especie, en cambio, se extingue por su infructuosa lucha contra el mundo exterior, cuando este último ha cambiado de una manera tal que no son suficientes las

adaptaciones adquiridas por aquella. Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la libido dentro del ello y dentro del superyó. Todo cuanto sabemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo el monto disponible de libido.

Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objetos y al interior del cual se las vuelve a retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus seudópodos. Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la libido, el objeto se pone {setzen sich} en cierta medida en el lugar del yo. Un carácter de importancia vital es la movilidad de la libido, la presteza con que ella traspasa de un objeto a otro objeto. En oposición a esto se sitúa la fijación de la libido en determinados objetos, que a menudo dura la vida entera.

Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y partes del cuerpo. Esto se ve de la manera más nítida en aquel sector de la libido que de acuerdo con su meta pulsional, se designa «excitación sexual». Entre los lugares del cuerpo de los que parte esa libido, los más destacados se señalan con el nombre de zonas erógenas, pero en verdad el cuerpo íntegro es una zona erógena tal. Lo mejor que sabemos sobre Eros, o sea sobre su exponente, la libido, se adquirió por el estudio de la función sexual, la cual en la concepción corriente -aunque no en nuestra teoría- se superpone con Eros. Pudimos formarnos una imagen del modo en que la aspiración sexual, que está destinada a influir de manera decisiva sobre nuestra vida, se desarrolla poco a poco desde las alternantes contribuciones de varias pulsiones parciales, subrogantes de determinadas zonas erógenas.

El desarrollo de la función sexual

Según la concepción corriente, la vida sexual humana consistiría, en lo esencial, en el afán de poner en contacto los genitales propios con los de una persona del otro sexo. Besar, mirar y tocar ese cuerpo ajeno aparecen ahí como unos fenómenos concomitantes y unas acciones introductorias. Ese afán emergería con la pubertad -vale decir, a la edad de la madurez genésica- al servicio de la reproducción. No obstante, siempre fueron notorios ciertos hechos que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción:

1) Curiosamente, hay personas para quienes sólo individuos del propio sexo y sus genitales poseen atracción.

2) Es también curioso que ciertas personas, cuyas apetencias se comportan en un todo como si fueran sexuales, prescinden por completo de las partes genésicas o de su empleo normal; a tales seres humanos se los llama «perversos».

3) Es llamativo, para concluir, que muchos niños, considerados por esta razón degenerados, muestren muy tempranamente un interés por sus genitales y por los signos de excitación de estos.

Bien se comprende que el psicoanálisis provocara escándalo y contradicción cuando, retomando en parte estos tres menospreciados hechos, contradijo todas las opiniones populares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son los siguientes:

a. La vida sexual no comienza sólo con la pubertad, sino que se inicia enseguida después del nacimiento con nítidas exteriorizaciones.

b. Es necesario distinguir de manera tajante entre los conceptos de «sexual» y de «genital». El primero es el más extenso, e incluye muchas actividades que nada tienen que ver con los genitales.

e. La vida sexual incluye la función de la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo, función que es puesta con posterioridad {nachträglich} al servicio de la reproducción. Es frecuente que ambas funciones no lleguen a superponerse por completo.

El principal interés se dirige, desde luego, a la primera tesis, de todas la más inesperada. Se ha demostrado que, a temprana edad, el niño da señales de una actividad corporal a la que sólo un antiguo prejuicio pudo rehusar el nombre de sexual, y a la que se conectan fenómenos psíquicos que hallamos más tarde en la vida amorosa adulta; por ejemplo, la fijación a determinados objetos, los celos, etc. Pero se comprueba, además, que estos fenómenos que emergen en la primera infancia responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un acrecentamiento regular, alcanzando un punto culminante hacia el final del quinto año de vida, a lo que sigue un período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso, mucho es desaprendido e involuciona. Trascurrido este período, llamado «de latencia», la vida sexual prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a aflorar. Aquí tropezamos con el hecho de

una acometida en dos tiempos de la vida sexual, desconocida fuera del ser humano y que, evidentemente, es muy importante para la hominización (ver nota(10)). No es indiferente que los eventos de esta época temprana de la sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la amnesia infantil. Nuestras intuiciones sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de terapia analítica se anudan a estas concepciones. El estudio de los procesos de desarrollo de

esa época temprana también ha brindado pruebas para otras tesis.

El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma una exigencia libidinosa es, a partir del nacimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. Desde luego, ella sirve en primer término a la autoconservación por vía del alimento, pero no es lícito confundir fisiología con psicología. Muy temprano, en el chupeteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que -si bien tiene por punto de partida la recepción de

alimento y es incitada por esta- aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y debe ser llamada sexual.

Ya durante esta fase «oral» entran en escena, con la aparición de los dientes, unos impulsos sádicos aislados. Ello ocurre en medida mucho más vasta en la segunda fase, que llamamos «sádico-anal» porque aquí la satisfacción es buscada en la agresión y en la función excretoria.

Fundamos nuestro derecho a anotar bajo el rótulo de la libido las aspiraciones agresivas en la

concepción de que el sadismo es una mezcla pulsional de aspiraciones puramente libidinosas

con otras destructivas puras, una mezcla que desde entonces no se cancela más.

La tercera fase es la llamada «fálica», que, por así decir como precursora, se asemeja ya en un todo a la plasmación última de la vida sexual. Es digno de señalarse que no desempeñan un papel aquí los genitales de ambos sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permanecen por largo tiempo ignorados; el niño, en su intento de comprender los procesos sexuales, rinde tributo a la venerable teoría de la cloaca, que tiene su justificación genética.

Con la fase fálica, y en el trascurso de ella, la sexualidad de la primera infancia alcanza su apogeo y se aproxima al sepultamiento. Desde entonces, varoncito y niña tendrán destinos separados. Ambos empezaron por poner su actividad intelectual al servicio de la investigación sexual, y ambos parten de la premisa de la presencia universal del pene. Pero ahora los caminos de los sexos se divorcian. El varoncito entra en la fase edípica, inicia el quehacer manual con el pene, junto a unas fantasías simultáneas sobre algún quehacer sexual de este pene en relación con la madre, hasta que el efecto conjugado de una amenaza de castración y la visión de la falta de pene en la mujer le hacen experimentar el máximo trauma de su vida, iniciador del período de latencia con todas sus consecuencias. La niña, tras el infructuoso intento de emparejarse al varón, vivencia el discernimiento de su falta de pene o, mejor, de su inferioridad clitorídea, con duraderas consecuencias para el desarrollo del carácter; y a menudo, a raíz de este primer desengaño en la rivalidad, reacciona lisa y llanamente con un primer extrañamiento de la vida sexual.

Se caería en un malentendido si se creyera que estas tres fases se relevan unas a otras de manera neta; una viene a agregarse a la otra, se superponen entre sí, coexisten juntas. En las fases tempranas, las diversas pulsiones parciales parten con recíproca independencia a la consecución de placer; en la fase fálica se tienen los comienzos de una organización que subordina las otras aspiraciones al primado de los genitales y significa el principio del ordenamiento de la aspiración general de placer dentro de la función sexual. La organización plena sólo se alcanza en la pubertad, en una cuarta fase, «genital». Así queda establecido un estado en que: 1) se conservan muchas investiduras libidinales tempranas; 2) otras son acogidas dentro de la función sexual como unos actos preparatorios, de apoyo, cuya satisfacción da por resultado el llamado «placer previo», y 3) otras aspiraciones son excluidas de la organización y son por completo sofocadas (reprimidas) o bien experimentan una aplicación diversa dentro del yo, forman rasgos de carácter, padecen sublimaciones con desplazamiento de meta.

Este proceso no siempre se consuma de manera impecable. Las inhibiciones en su desarrollo se presentan como las múltiples perturbaciones de la vida sexual. En tales casos han preexistido fijaciones de la libido a estados de fases más tempranas, cuya aspiración, independiente de la meta sexual normal, es designada perversión. Una inhibición así del desarrollo es, por ejemplo, la homosexualidad cuando es manifiesta. El análisis demuestra que una ligazón de objeto homosexual preexistía en todos los casos y, en la mayoría, se conservó latente. Las constelaciones se complican por el hecho de que, en general, no es que los procesos requeridos para producir el desenlace normal se consumen o estén ausentes a secas, sino que se consuman de manera parcial, de suerte que la plasmación final depende de estas relaciones cuantitativas. En tal caso, se alcanza, sí, la organización genital, pero debilitada en los sectores de libido que no acompañaron ese desarrollo y permanecieron fijados a objetos y metas pregenitales. Ese debilitamiento se muestra en la inclinación de la libido a retroceder hasta las investiduras pregenitales anteriores (regresión) en caso de no satisfacción genital o de dificultades objetivas.

Durante el estudio de las funciones sexuales pudimos obtener una primera y provisional convicción o, mejor dicho, una vislumbre de dos íntelecciones que más tarde se revelarán importantes por todo este ámbito. La primera, que los fenómenos normales y anormales que observamos (es decir, la fenomenología) demandan ser descritos desde el punto de vista de la

dinámica y la economía (en nuestro caso, la distribución cuantitativa de la libido); y la segunda,

que la etiología de las perturbaciones por nosotros estudiadas se halla en la historia de desarrollo, o sea, en la primera infancia del individuo.

Cualidades psíquicas

Hemos descrito el edificio del aparato psíquico, las energías o fuerzas activas en su interior, y

con relación a un destacado ejemplo estudiamos el modo en que estas energías, principalmente la libido, se organizan en una función fisiológica al servicio de la conservación de la especie. Pero nada de ello subrogaba el carácter enteramente peculiar de lo psíquico, prescindiendo, desde luego, del hecho empírico de que ese aparato y esas energías están en la base de las funciones que llamamos nuestra vida anímica. Ahora pasamos a lo que es característico y único de eso psíquico, y aun, de acuerdo con una muy difundida opinión,

coincide con lo psíquico por exclusión de lo otro.

El punto de partida para esta indagación lo da el hecho de la conciencia, hecho sin parangón, que desafía todo intento de explicarlo y describirlo. Y, sin embargo, sí uno habla de conciencia, sabe de manera inmediata y por su experiencia personal más genuina lo que se mienta con ello .Muchos, situados tanto dentro de la ciencia como fuera de ella, se conforman con adoptar el supuesto de que la conciencia es, sólo ella, lo psíquico, y entonces en la psicología no resta por hacer más que distinguir en el interior de la fenomenología psíquica entre percepciones, sentimientos, procesos cognitivos y actos de voluntad. Ahora bien, hay general acuerdo en que estos procesos concientes no forman unas series sin lagunas, cerradas en sí mismas, de suerte que no habría otro expediente que adoptar el supuesto de unos procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, a los que parece preciso atribuir una perfección mayor que a las series psíquicas, pues algunos de ellos tienen procesos concientes paralelos y otros no. Esto sugiere de una manera natural poner el acento, en psicología, sobre estos procesos somáticos, reconocer en ellos lo psíquico genuino y buscar una apreciación diversa para los procesos concientes. Ahora bien, la mayoría de los filósofos, y muchos otros aún, se revuelven contra esto y declaran que algo psíquico inconciente sería un contrasentido. Sin embargo, tal es la argumentación que el psicoanálisis se ve obligado a adoptar, y este es su segundo supuesto fundamental [cf. AE, 23, pág. 143]. Declara que esos procesos concomitantes presuntamente somáticos son lo psíquico genuino, y para hacerlo prescinde al comienzo de la cualidad de la conciencia. Y no está solo en esto. Muchos pensadores, por ejemplo Theodor Lipps(14), han formulado lo mismo con iguales palabras, y el universal descontento con la concepción usual de lo psíquico ha traído por consecuencia que algún concepto de lo inconciente demandara, con urgencia cada vez mayor, ser acogido en el pensar psicológico, sí bien lo consiguió de un modo tan impreciso e inasible que no pudo cobrar influjo

alguno sobre la ciencia.

No obstante que en esta diferencia entre el psicoanálisis y la filosofía pareciera tratarse sólo de

un desdeñable problema de definición sobre si el nombre de «psíquico» ha de darse a esto o a estotro, en realidad ese paso ha cobrado una significatividad enorme. Mientras que la psicología de la conciencia nunca salió de aquellas series lagunosas, que evidentemente dependen de otra cosa, la concepción según la cual lo psíquico es en sí inconciente permite configurar la psicología como una ciencia natural entre las otras. Los procesos de que se ocupa son en sí tan indiscernibles como los de otras ciencias, químicas o físicas, pero es posible establecer las leyes a que obedecen, perseguir sus vínculos recíprocos y sus relaciones de dependencia sin dejar lagunas por largos trechos -o sea, lo que se designa como entendimiento del ámbito de fenómenos naturales en cuestión-. Para ello, no puede prescindir

de nuevos supuestos ni de la creación de conceptos nuevos, pero a estos no se los ha de menospreciar como testimonios de nuestra perplejidad, sino que ha de estimárselos como enriquecimientos de la ciencia; poseen títulos para que se les otorgue, en calidad de aproximaciones, el mismo valor que a las correspondientes construcciones intelectuales auxiliares de otras ciencias naturales, y esperan ser modificados, rectificados y recibir una definición más fina mediante una experiencia acumulada y tamizada. Por tanto, concuerda en un todo con nuestra expectativa que los conceptos fundamentales de la nueva ciencia, sus principios (pulsión, energía nerviosa, entre otros), permanezcan durante largo tiempo tan imprecisos como los de las ciencias más antiguas (fuerza, masa, atracción).

Todas las ciencias descansan en observaciones y experiencias mediadas por nuestro aparato psíquico; pero como nuestra ciencia tiene por objeto a ese aparato mismo, cesa la analogía. Hacemos nuestras observaciones por medio de ese mismo aparato de percepción, justamente con ayuda de las lagunas en el interior de lo psíquico, en la medida en que completamos lo faltante a través de unas inferencias evidentes y lo traducimos a material conciente. De tal suerte, establecemos, por así decir, una serie complementaria conciente de lo psíquico inconciente. Sobre el carácter forzoso de estas inferencias reposa la certeza relativa denuestra ciencia psíquica. Quien profundice en este trabajo hallará que nuestra técnica resiste cualquier crítica.

En el curso de ese trabajo se nos imponen los distingos que designamos como cualidades psíquicas. En cuanto a lo que llamamos «conciente», no hace falta que lo caractericemos; es lo mismo que la conciencia de los filósofos y de la opinión popular. Todo lo otro psíquico es para nosotros lo «inconciente». Enseguida nos vemos llevados a suponer dentro de eso inconciente una importante separación. Muchos procesos nos devienen con facilidad concientes, y si luego no lo son más, pueden devenirlo de nuevo sin dificultad; como se suele decir, pueden ser reproducidos o recordados. Esto nos avisa que la conciencia en general no es sino un estado en extremo pasajero. Lo que es conciente, lo es sólo por un momento. Si nuestras percepciones no corroboran esto, no es más que una contradicción aparente; se debe a que los estímulos de la percepción pueden durar un tiempo más largo, siendo así posible repetir la percepción de ellos. Todo este estado de cosas se vuelve más nítido en torno de la percepción conciente de nuestros procesos cognitivos, que por cierto también perduran, pero de igual modo pueden discurrir en un instante. Entonces, preferimos llamar «susceptible de conciencia» o preconciente a todo lo inconciente que se comporta de esa manera -o sea, que puede trocar con facilidad el estado inconciente por el estado conciente-. La experiencia nos ha enseñado que difícilmente exista un proceso psíquico, por compleja que sea su naturaleza, que no pueda permanecer en ocasiones preconciente aunque por regla general se adelante hasta la conciencia, como lo decimos en nuestra terminología. Otros procesos psíquicos, otros contenidos, no tienen un acceso tan fácil al devenir-conciente, sino que es preciso inferirlos de la manera descrita, colegirlos y traducirlos a expresión conciente. Para estos reservamos el nombre de «lo inconciente genuino».

Así pues, hemos atribuido a los procesos psíquicos tres cualidades: ellos son concientes, preconcientes o inconcientes. La separación entre las tres clases de contenidos que llevan esas cualidades no es absoluta ni permanente. Lo que es preconciente deviene conciente, según vemos, sin nuestra colaboración; lo inconciente puede ser hecho conciente en virtud de nuestro empeño, a raíz de lo cual es posible que tengamos a menudo la sensación de haber vencido unas resistencias intensísimas. Cuando emprendemos este intento en otro individuo, no debemos olvidar que el llenado conciente de sus lagunas perceptivas, la construcción que le proporcionamos, no significa todavía que hayamos hecho conciente en él mismo el contenido inconciente en cuestión. Es que este contenido al comienzo está presente en él en una fijación(16) doble: una vez, dentro de la reconstrucción conciente que ha escuchado, y, además, en su estado inconciente originario. Luego, nuestro continuado empeño consigue las

más de las veces que eso inconciente le devenga conciente a él mismo, por obra de lo cual las dos fijaciones pasan a coincidir. La medida de nuestro empeño, según la cual estimamos nosotros la resistencia al devenir-conciente, es de magnitud variable en cada caso. Por ejemplo, lo que en el tratamiento analítico es el resultado de nuestro empeño puede acontecer también de una manera espontánea, un contenido de ordinario inconciente puede mudarse en uno preconciente y luego devenir conciente, como en vasta escala sucede en estados psicóticos. De esto inferimos que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una condición de la normalidad. Un relajamiento así de las resistencias, con el consecuente avance de un contenido inconciente, se produce de manera regular en el estado del dormir, con lo cual queda establecida la condición para que se formen sueños. A la inversa, un contenido preconciente puede ser temporariamente inaccesible, estar bloqueado por resistencias, como

ocurre en el olvido pasajero (escaparse algo de la memoria), o aun cierto pensamiento preconciente puede ser trasladado temporariamente al estado inconciente, lo que parece ser la

condición del chiste. Veremos que una mudanza hacia atrás como esta, de contenidos (o procesos) preconcientes al estado inconciente, desempeña un gran papel en la causación de

perturbaciones neuróticas. Expuesta así, con esa generalidad y simplificación, la doctrina de las tres cualidades de lo psíquico más parece una fuente de interminables confusiones que un aporte al esclarecimiento. Pero no se olvide que en verdad no es una teoría, sino una primera rendición de cuentas sobre los hechos de nuestras observaciones; ella se atiene con la mayor cercanía posible a esos hechos, y no intenta explicarlos. Y acaso las complicaciones que pone en descubierto permitan aprehender las particulares dificultades con que tiene que luchar nuestra investigación. Pero cabe conjeturar que esta doctrina se nos hará más familiar cuando

estudiemos los vínculos que se averiguan entre las cualidades psíquicas y las provincias o

instancias del aparato psíquico, por nosotros supuestas. Es cierto que tampoco estos vínculos

tienen nada de simples.

El devenir-conciente se anuda, sobre todo, a las percepciones que nuestros órganos sensoriales obtienen del mundo exterior. Para el abordaje tópico, por tanto, es un fenómeno que sucede en el estrato cortical más exterior del yo. Es cierto que también recibirnos noticias concientes del interior del cuerpo, los sentimientos, y aun ejercen estos un influjo más imperioso sobre nuestra vida anímica que las percepciones externas; además, bajo ciertas circunstancias, también los órganos de los sentidos brindan sentimientos, sensaciones de dolor, diversas de sus percepciones específicas. Pero dado que estas sensaciones, como se las llama para distinguirlas de las percepciones concientes, parten también de los órganos terminales, y a todos estos los concebimos como prolongación, como unos emisarios del estrato cortical, podemos mantener la afirmación anterior. La única diferencia sería que para los órganos terminales, en el caso de las sensaciones y sentimientos, el cuerpo mismo sustituiría al mundo exterior.

Unos procesos concientes en la periferia del yo, e inconciente todo lo otro en el interior del yo:

ese sería el más simple estado de cosas que deberíamos adoptar como supuesto. Acaso sea la relación que efectivamente exista entre los animales; en el hombre se agrega una complicación en virtud de la cual también procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad

de la conciencia. Esto es obra de la función del lenguaje, que conecta con firmeza los contenidos del yo con restos mnémicos de las percepciones visuales, pero, en particular, de las acústicas. A partir de ahí, la periferia percipiente del estrato cortical puede ser excitada desde

adentro en un radio mucho mayor, pueden devenir concientes procesos internos, así como decursos de representación y procesos cognitivos, y es menester un dispositivo particular que

diferencie entre ambas posibilidades, el llamado examen de realidad: La equiparación percepción = realidad objetiva (mundo exterior) se ha vuelto cuestionable. Errores que ahora se producen con facilidad, y de manera regular en el sueño, reciben el nombre de alucinaciones.

El interior del yo, que abarca sobre todo los procesos cognitivos, tiene la cualidad de lo preconciente. Esta cualidad es característica del yo, le corresponde sólo a él. Sin embargo, no

sería correcto hacer de la conexión con los restos mnémicos del lenguaje la condición del estado preconciente; antes bien, este es independiente de aquella, aunque la presencia de esa

conexión permite inferir con certeza la naturaleza preconciente del proceso. No obstante, el estado preconciente, singularizado por una parte en virtud de su acceso a la conciencia y, por

la otra, merced a su enlace con los restos de lenguaje, es algo particular, cuya naturaleza estos dos caracteres no agotan. La prueba de ello es que grandes sectores del yo, sobre todo del superyó -al cual no se le puede cuestionar el carácter de lo preconciente-, las más de las veces permanecen inconcientes en el sentido fenomenológico. No sabemos por qué es preciso que sea así. Más adelante intentaremos abordar el problema de averiguar la efectiva naturaleza de lo preconciente.

Lo inconciente es la cualidad que gobierna de manera exclusiva en el interior del ello. Ello e inconciente se co-pertenecen de manera tan íntima como yo y preconciente, y aun la relación es en el primer caso más excluyente aún. Una visión retrospectiva sobre la historia de desarrollo de la persona y su aparato psíquico nos permite comprobar un sustantivo distingo en el interior del ello. Sin duda que en el origen todo era ello; el yo se ha desarrollado por el continuado influjo del mundo exterior sobre el ello. Durante ese largo desarrollo, ciertos contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así fueron recogidos en el yo. Otros permanecieron inmutados dentro del ello como su núcleo, de difícil acceso. Pero en el curso de ese desarrollo, el yo joven y endeble devuelve hacia atrás, hacia el estado inconciente, ciertos contenidos que ya había acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nuevas que habría podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas, sólo podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del ello lo llamamos, pormiramiento a su génesis, lo reprimido (esforzado al desalojo}. Importa poco que no siempre podamos distinguir de manera tajante entre estas dos categorías en el interior del ello.

Coinciden, aproximadamente, con la separación entre lo congénito originario y lo adquirido en

el curso del desarrollo yoico. Ahora bien, si nos hemos decidido a la descomposición tópica del aparato psíquico en yo y ello, con la cual corre paralelo el distingo de la cualidad de preconciente e inconciente, y hemos considerado esta cualidad sólo como un indicio del distingo, no como su esencia, ¿en qué consiste la naturaleza genuina del estado que se denuncia en el interior del ello por la cualidad de lo inconciente, y en el interior del yo por la de lo preconciente, y en qué consiste el distingo entre ambos? Pues bien; sobre eso nada sabemos, y desde el trasfondo de esta ignorancia, envuelto en profundas tinieblas, nuestras escasas intelecciones se recortan harto mezquinas. Nos hemos aproximado aquí al secreto de lo psíquico, en verdad todavía no revelado. Suponemos, según estamos habituados a hacerlo por otras ciencias naturales, que en la vida anímica actúa una clase de energía, pero nos falta cualquier asidero para acercarnos a su conocimiento por analogía con otras formas de energía. Creemos discernir que la energía nerviosa o psíquica se presenta en dos formas, una livianamente móvil y una más bien ligada; hablamos de investiduras y sobreinvestiduras de los contenidos, y aun aventuramos la conjetura de que una «sobreinvestidura» establece una suerte de síntesis de diversos procesos, en virtud de la cual la energía libre es traspuesta en energía ligada. Si bien no hemos avanzado más allá de ese punto, sostenemos la opinión de que el distingo entre estado inconciente y preconciente se sitúa en constelaciones dinámicas de esa índole, lo cual permitiría entender que uno de ellos pueda ser trasportado al otro de manera espontánea o mediante nuestra colaboración.Tras todas estas incertidumbres se asienta, empero, un hecho nuevo cuyo descubrimiento debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos averiguado que los procesos de lo inconciente o del ello obedecen a leyes diversas que los producidos en el interior del yo preconciente. A esas leyes, en su totalidad, las llamamos proceso primario, por oposición al proceso secundario que regula los decursos en lo preconciente, en el yo. De este modo, pues,el estudio de las cualidades psíquicas no se habría revelado infecundo a la postre.

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