Sicologia Como Bondad
ivetterojaskuhn6 de Mayo de 2013
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El modo más frecuente de ablandar los corazones de aquellos a quienes hemos
ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y estamos bajo su dominio, es
conmoverlos por sumisión a conmiseración y piedad; a veces la bravura, resolución y
firmeza, medios en todo contrarios, sirvieron para el logro del mismo fin.
Eduardo, príncipe de Gales, el que durante tanto tiempo gobernó nuestra Guiena,
personaje cuya condición y fortuna tienen tantas partes de grandeza, habiendo sido
duramente ofendido por los lemosines y apoderádose luego de su ciudad por medio de
las armas, no le detuvieron en su empresa los gritos del pueblo, mujeres y niños,
entregados a la carnicería, que le pedían favor arrojándose a sus pies, y su cólera fue
implacable hasta el momento en que, penetrando más adentro en la ciudad, vio tres
franceses nobles que con un valor heroico querían contrarrestar los esfuerzos de los
vencedores. La consideración y respeto de virtud tan noble detuvo primeramente su
cólera, y merced a los tres caballeros comenzó a mirar misericordiosamente a todos los
demás moradores de la ciudad.
Scanderberg, príncipe del Epiro, que seguía a uno de sus soldados para matarlo,
habiendo la víctima intentado apaciguar la cólera del soberano con toda suerte de
humillaciones y de súplicas, resolvió de pronto hacerle frente con la espada en la mano;
tal resolución detuvo la furia de su dueño, quien habiéndole visto tomar determinación
tan digna le concedió su gracia. Este ejemplo podrá ser interpretado de distinto modo
por aquellos que no tengan noticia de la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe.
El emperador Conrado III, que tenía cercado a Guelfo, -2- duque de Baviera, no
quiso condescender a condiciones más suaves por más satisfacciones cobardes y viles
que se le ofrecieron, que consentir solamente en que las damas nobles sitiadas que
acompañaban al duque, salieran a pie con su honor salvo y con lo que pudieran llevar
consigo. Estas, que tenían un corazón magnánimo quisieron echar sobre sus hombros a
sus maridos, a sus hijos y al duque mismo; el emperador experimentó placer tanto de tal
valentía que lloró de satisfacción y se amortiguó en él toda la terrible enemistad que
había profesado al duque: De entonces en adelante trató con humanidad a su enemigo y
a sus tropas. Ambos medios arrastraríanme fácilmente, pues, yo me inclino en extremo a la
misericordia y a la mansedumbre. De tal modo, que a mi entender, mejor me dejaría
llevar a la compasión que al peso del delito. Si bien la piedad es una pasión viciosa a los
ojos de los estoicos, quieren estos que se socorra, a los afligidos, pero no que se transija
con sus debilidades. Esos ejemplos me parecen más adecuados, con tanta más razón
cuanto que se ven aquellas almas (asediadas y probadas por los dos medios) doblegarse
ante el uno permaneciendo inalterables ante el otro.
Puede decirse que el conmoverse y apiadarse es efecto de la dulzura, bondad y
blandura de alma, de donde proviene que las naturalezas más débiles, como son las de
las mujeres, los niños y el vulgo, estén más sujetas a aquella virtud; mas el desdeñar las
lágrimas y lloros como indignos de la santa imagen de la fortaleza, es prueba de un
alma, valiente e implacable que tiene en estima y en honor un vigor resistente y
obstinado. De todas suertes, hasta en las almas menos generosas la sorpresa y la
admiración pueden dar margen a tan efecto parecido; tal atestigua el pueblo de Tebas,
que habiendo condenado a muerte a sus capitanes por haber continuado su marido un
tiempo más largo que el prescrito y ordenado de antemano, absolvió a duras penas de
todo castigo a Pelópidas, que no protestó contra la acusación; Epaminondas, por el
contrario, alabó su propia conducta, censuró al pueblo de una manera arrogante y
orgullosa, y los ciudadanos no osaron siquiera tomar las bolas para votar; lejos de
condenarle, la Asamblea se disolvió ensalzando grandemente las proezas de este
personaje.
Dionisio el Antiguo, que después de grandes y prolongados obstáculos consiguió
hacerse dueño de la ciudad de del capitán Fitón, hombre valiente y honrado que había
defendido heroicamente la plaza, quiso tomar un trágico ejemplo de venganza contra él.
Díjole primeramente que el día anterior había mandado ahogar a su hijo y a toda su
familia, a lo cual Fitón se limitó a responder que los suyos habían alcanzado la dicha un
día antes que él. Luego le despojó de sus vestiduras, le entregó a los verdugos y le
arrastró por la ciudad, flagelándole ignominiosa -3- y cruelmente y cargándole
además de injurias y denuestos. Pero Fitón mantuvo su serenidad y valor, y con el rostro
sereno pregonaba a voces la causa honrosa y gloriosa de su muerte, por no haber
querido entregar su país en las manos de un tirano, a quien amenazaba con el castigo
próximo de los dioses. Leyendo Dionisio en los ojos de la mayor parte de sus soldados
que éstos, en lugar de animarse con la bravura del enemigo vencido, daban claras
muestras que recaían en desprestigio del jefe y de su victoria y advirtiendo que iban
ablandándose ante la vista de una virtud tan rara que amenazaban insurreccionarse y aun
arrancar a Fitón de entre las manos de sus verdugos, el vencedor puso término al
martirio, y ocultamente arrojó al mar al vencido.
Preciso es reconocer que el hombre es cosa pasmosamente vana, variable y
ondeante, y que es bien difícil fundamentar sobre él juicio constante y uniforme.
Pompeyo perdonó a la ciudad entera de los mamertinos, contra la cual estaba muy
exasperado, en consideración a la virtud y magnanimidad del ciudadano Zenón, que
echó sobre sí las faltas públicas, y no pidió otra gracia sino recibir él solo todo castigo.
El huésped de Sila, habiendo practicado virtud semejante en la ciudad de Perusa, no
ganó nada con ello para sí ni para sus ciudadanos.
Por manera contraria a lo que pregonan mis primeros ejemplos, el más valeroso de
los hombres y tan humano para los vencidos como Alejandro, habiéndose hecho dueño después de muchos obstáculos de la ciudad de Gaza, encontró a Betis que la defendía
con un valor de que Alejandro había sentido los efectos; Betis solo, abandonado de los
suyos, con las armas hechas pedazos, cubierto todo de sangre y heridas, combatía aún
rodeado de macedonios que le asediaban por todas partes. Entonces Alejandro le dijo,
contrariado por el gran trabajo que le había costado la victoria (pues entre otros daños
había recibido dos heridas en su persona): «No alcanzarás la muerte que pretendes,
Betis; preciso es que sufras toda suerte de tormentos, todos los que puedan emplearse
contra un cautivo.» El héroe a quien tales palabras iban dirigidas, seguro de sí mismo y
con rostro arrogante y altivo, se mantuvo sin decir palabra ante tales amenazas; entonces
Alejandro, viendo su silencio altanero y obstinado, dijo: «¿Ha doblado siquiera la
rodilla? ¿Se le ha oído tan sólo una voz de súplica? Yo domaré ese silencio, y si no
puedo arrancarle una, palabra, haré que profiera gemidos y quejas.» Y convirtiendo su
cólera en rabia, mandó que se le oradasen los talones, y le hizo así arrastrar vivo,
desgarrarle y desmembrarle amarrado a la trasera de una carrera. ¿Aconteció que la
fuerza del valor fuese en el monarca tan natural que por no admirarla la respetó menos?
¿o que -4- la considerase sólo como patrimonio suyo, y que al rayar a tal altura no
pudo con calma contemplarla en otro sin el despecho de la envidia? ¿o que en la
impetuosidad natural de su cólera fuese incapaz de contenerse? Cierto que si esta pasión
hubiera podido dominarla el monarca, es de creer que la hubiera sujetado en la toma y
desolación de la ciudad de Tebas, al ver pasar a cuchillo cruelmente tantos hombres
valerosos desprovistos de defensa: seis mil recibieron la muerte, en ninguno de los
cuales se vio intento de huir; nadie pidió gracia ni misericordia; al contrario, todos se
hicieron fuertes ante el enemigo victorioso, provocándole a que les hiciera morir de una
manera honrosa. A ninguno abatieron tanto las heridas del combate, que lo intentara
vengarse, al exhalar el último suspiro, y con la ceguedad de la desesperación consolar su
muerte con la de algún enemigo El espectáculo de aquel dolor no encontró piedad
alguna: y no bastó todo el espacio de un día para saciar la sed de venganza: esta
carnicería duró hasta que fue derramada la última gota de sangre, y no se detuvo sino en
las personas indefensas, viejos, mujeres y niños, para hacer de todos ellos treinta mil
esclavos.
Capítulo II
De la tristeza
Yo soy de los más exentos de esta pasión y no siento hacia ella ninguna inclinación
ni amor, aunque la sociedad haya convenido como justa remuneración honrarla con su
favor especial; en el mundo se disfrazan con ella la sabiduría, la virtud, la conciencia;
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