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CANTO XVII


Enviado por   •  7 de Agosto de 2013  •  Informes  •  5.797 Palabras (24 Páginas)  •  224 Visitas

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CANTO XVII

Odiseo mendiga entre los pretendientes.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de los dedos de rosa, calzó Telémaco bajo sus pies hermosas sandalias, el querido hijo del divino Odiseo, tomó la fuerte lanza que se adaptaba bien a sus manos deseando marchar a la ciudad y dijo a su porquero:

Abuelo, yo me voy a la ciudad para que me vea mi madre, pues no creo que abandone los tristes lamentos y los sollozos acompañados de lágrimas, hasta que me vea en persona. Así que te voy a encomendar esto: lleva a la ciudad a este desdichado forastero para que mendigue allí su pan, el que quiera le dará un mendrugo y un vaso de vino, pues yo no puedo hacerme cargo de todos los hombres, afligido como estoy en mi corazón. Y si el forastero se encoleriza, peor para él, que a mí me place decir verdad.

Y contestándole dijo el astuto Odiseo:

Amigo, tampoco yo quiero que me retengan. Para un pobre es mejor mendigar por la ciudad que por los campos, y me dará el que quiera, pues ya no soy de edad para quedarme en las majadas y obedecer en todo a quien da las órdenes y los encargos. Conque, marcha, que a mí me llevará este hombre, a quien has ordenado, una vez que me haya calentado al fuego y haya solana. Tengo unas ropas que son terriblemente malas y temo que me haga daño la escarcha mañanera, pues decís que la ciudad está lejos.

Así dijo, y Telémaco cruzó la majada dando largas zancadas; iba sembrando la muerte para los pretendientes.

Cuando llegó al palacio, agradable para vivir, dejó la lanza que llevaba junto a una elevada columna y entró en el interior, traspasando el umbral de piedra.

La primera en verlo fue la nodriza Euriclea, que extendía cobertores sobre los bien trabajados sillones y se dirigió llorando hacia él. A su alrededor se congregaron las demás siervas del sufridor Odiseo y acariciándolo besaban su cabeza y hombros.

Salió del dormitorio la prudente Penélope, semejante a Artemis o a la dorada Afrodita, y echó llorando sus brazos a su querido hijo, le besó la cabeza y los dos hermosos ojos y, entre lamentos, decía aladas palabras:

Has llegado, Telémaco, como dulce luz. Ya no creía que volvería a verte desde que marchaste en la nave a Pilos, a ocultas y contra mi voluntad, en busca de noticias de tu padre. Vamos, cuéntame cómo has conseguido verlo.

Y Telémaco le contestó discretamente:

Madre mía, no despiertes mi llanto ni conmuevas mi corazón dentro del pecho, ya que he escapado de una muerte terrible. Conque, báñate, viste tu cuerpo con ropa limpia, sube al piso de arriba con tus esclavas y promete a todos los dioses realizar hecatombes perfectas, por si Zeus quiere llevar a cabo obras de represalia.

Yo marcharé al ágora para invitar a un forastero que me ha acompañado cuando volvía de allí. Lo he enviado por delante con mis divinos compañeros y he ordenado a Pireo que lo lleve a su casa y lo agasaje gentilmente y honre hasta que yo llegue.

Así habló, y a Penélope se le quedaron sin alas las palabras. Así que se bañó, vistió su cuerpo con ropa limpia y prometió a todos los dioses realizar hecatombes perfectas por si Zeus quería llevar a cabo obras de represalia.

Entonces Telémaco atravesó el mégaron portando su lanza y le acompañaban dos veloces lebreles. Atenea derramó sobre él la gracia y todo el pueblo se admiraba al verlo marchar. Y los arrogantes pretendientes le rodearon diciéndole buenas palabras, pero en su interior meditaban secretas maldades. Telémaco entonces evitó a la muchedumbre de éstos y fue a sentarse donde se sentaban Méntor, Antifo y Haliterses, quienes desde el principio eran compañeros de su padre. Y éstos le preguntaban por todo. Se les acercó Pireo, célebre por su lanza, llevando al forastero a través de la ciudad hasta la plaza. Entonces Telémaco ya no estuvo mucho tiempo lejos de su huésped, sino que se puso a su lado. Y Pireo le dirigió primero aladas palabras:

Telémaco, envía pronto unas mujeres a mi casa para que te devuelva los regalos que te hizo Menelao.

Y Telémaco le contestó discretamente:

Pireo, en verdad no sabemos cómo resultará todo esto. Si los pretendientes me matan ocultamente en palacio y se reparten todos los bienes de mi padre, prefiero que tú te quedes con los regalos y los goces antes que alguno de ellos. Pero si consigo sembrar para éstos la muerte y Ker, llévalos alegre a mi casa, que yo estaré alegre.

Así diciendo condujo a casa a su asendereado huésped. Cuando llegaron al palacio agradable para vivir, dejaron sus mantos sobre sillas y sillones y se bañaron en bien pulimentadas bañeras. Después que las esclavas les hubieron bañado, ungido con aceite y puesto mantos de lana y túnicas, salieron de las bañeras y fueron a sentarse en sillas. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro para que se lavaran, y a su lado extendió una mesa pulimentada. Y la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas, favoreciéndolas entre los que estaban presentes. Entonces la madre se sentó frente a él, junto a una columna del mégaron, se reclinó en un asiento y revolvía entre sus manos suaves copos de lana. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante.

Cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, comenzó a hablar entre ellos la prudente Penélope:

Telémaco, en verdad voy a subir al piso de arriba y acostarme en el lecho que tengo regado de lágrimas desde que Odiseo partió a Ilión con los Atridas. Y es que no has sido capaz, antes de que los arrogantes pretendientes llegaran a esta casa, de hablarme claramente del regreso de tu padre, si es que has oído algo.

Y Telémaco le contestó discretamente:

Madre, te voy a contar la verdad. Marchamos a Pilos junto a Néstor, pastor de su pueblo, quien me recibió en su elevado palacio y me agasajó gentilmente, como un padre a su hijo recién llegado de otras tierras después de largo tiempo. Así de amable me recibió junto con sus ilustres hijos. Me dijo que no había oído nunca a ningún humano hablar sobre Odiseo, vivo o muerto, pero me envió junto al Atrida Menelao, famoso por su lanza, con caballos y un carro bien ajustado. Allí vi a la argiva Helena, por quien troyanos y argivos sufrieron mucho por voluntad de los dioses. Enseguida me preguntó Menelao, de recia voz guerrera, qué necesidad me había llevado a la divina Lacedemonia y yo le conté toda la verdad.

Entonces, contestándome con su palabra, dijo: ¡Ay,

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