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Enviado por   •  26 de Marzo de 2015  •  Tesis  •  2.480 Palabras (10 Páginas)  •  207 Visitas

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=Ovidio en el iPod=

Por José Emilio Pacheco

Hace poco se reunieron en el Zócalo de la capital veinte mil ajedrecistas. Si convocáramos a una reunión semejante de lectores de poesía acaso lograríamos juntar apenas mil. En cambio, un llamado a todas las personas personas que la escriben en México tal vez duplicaría o triplicaría la cantidad de quienes practican el ajedrez.

Es sólo una entre las muchas paradojas de la poesía. Nadie puede explicarnos cómo se sostiene una actividad en que la oferta sobrepasa por cien o por mil la demanda, ni cómo es posible una separación de esta naturaleza entre lectura y escritura.

Sin embargo la poesía florece en México de un modo que nadie se imagina. No hay estado, no existe ciudad en que no funcionen talleres de poesía, revistas y sobre todo libros, a menudo de gran calidad que rara vez o nunca salen de su lugar de origen.

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Celebro todas las formas electrónicas, escénicas o gráficas en que se difunde, pero aquí hablo de la poesía como de un arte íntimo, algo que se escribe en la soledad y se lee en el silencio para lograr así la comunicación honda que pueda establecerse entre dos seres humanos. Leo, es decir, le doy a dos versos de Job mi voz interior, la que nadie podrá escuchar nunca,

Pues nosotros somos de ayer y nada sabemos y nuestros días en la Tierra son como sombra.

En ese instante todo se actualiza y se vuelve real. El texto está hablando sólo para mí. No pienso que esas palabras me llegan desde el fondo de los milenios y mediante muchas traducciones de traducciones que desembocaron hacia 1600 en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Otra gran paradoja de la poesía es ser, como dijo George Orwell, un arte de familia que sólo pueden disfrutar y entender a cabalidad los hablantes nativos de una lengua, los únicos capaces de apreciar cada matiz de sonido y sentido. La tercera paradoja es constituir una expresión transnacional e interlingüística, diríamos hoy, en que la mayoría de nuestras lecturas son traducciones de otros idiomas, otras culturas, otras épocas a menudo muy remotas.

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Hace cincuenta años, por los días finales de 1957, apareció Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz. Se preguntaba:

¿La vida, cuándo fue de veras nuestra?,

¿Cuándo somos de veras lo que somos?,

Nunca la vida es nuestra, es de los otros,

La vida no es de nadie, todos somos

La vida –pan de sol para los otros,

Los otros todos que nosotros somos

Allí alcanzaba su punto más alto algo iniciado en el convento de Tlatelolco, durante el siglo XVI, cuando se fundió la poesía náhuatl con la tradición grecolatina y las novedades importadas de Italia para renovar la lírica española. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl tradujo en liras como las de Garcilaso y fray Luis de León los poemas de Nezahualcóyotl y estableció una línea que dará a sor Juana, a los modernistas y los “Contemporáneos”. Todo eso culmina en Muerte sin fin (1939) y dieciocho años más tarde en Piedra de sol.

Pareció claro entonces que la poesía mexicana fue excelente, lástima que nadie se enorgulleciera de ella y no saliese casi nunca de las fronteras nacionales. En adelante sólo quedaban la oscuridad y el vacío. Después de 1957 nadie se interesaría por leerla, nadie se arriesgaría a escribirla, se creyó. El mundo moderno, la era posterior a Auschwitz e Hiroshima, ya la había convertido en una actividad anacrónica.

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Gabriel García Márquez y Carlos Monsiváis han insistido en que la poesía fue derrocada, perdió el sitio central que tuvo en nuestras sociedades y por lo tanto en nuestras vidas. No estoy seguro de esta afirmación. Hallo por todas partes datos contradictorios. De un lado está, por ejemplo, el fenómeno de masas que fue en 1919 el entierro apoteósico de Amado Nervo. Del otro, el hecho incontrovertible de que libros tan influyentes como Cantos de vida y esperanza (1905) de Rubén Darío no alcanzaron tiradas de más de quinientos ejemplares.

Puede ser que el libro era, como lo es hoy, la base pero no el medio esencial de difusión. Los periódicos reproducían poemas en sitios que poco a poco fue llenando la publicidad. A falta de discos, radio, televisión e internet, en las reuniones se tocaba el piano y se declamaba. En las ceremonias se leían poemas alusivos. En las escuelas se practicaba la declamación.

Aquí me declaro culpable de haber contribuido desde mi insignificancia a su destierro. Como todos, hice de mis ineptitudes mi dogma y mi doctrina. No tuve talento para declamar, por tanto la juzgué una actividad pomposa y cursi. Puede ser, pero lo cierto es que la declamación nos enseñaba a hablar y a pronunciar bien, daba el gusto por la lengua materna y el placer por su sentido rítmico y nos proporcionaba un vocabulario no tan restringido como el de nuestro “Basic Spanish”, las doscientas o trescientas palabras con que hoy todos nos comunicamos.

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A fines de siglo la aparición de la computadora personal suscitó la esperanza: al fin nos libraríamos de la hojarasca que destruye los bosques y congestiona los archivos. Ahora vemos que la multiplicó al infinito. La otra gran ilusión fue ver en la pantalla escrita el sitio en que se reconciliarían Gutenberg y Edison.

Es cierto que hoy se escribe más que nunca, pero con toda honradez hay que preguntarse si el correo electrónico y el surgimiento democrático de un inmenso bloguetariado, en que las estrellas del blog se aprestan a sustituir a las estrellas del rock, han hecho que por la simple práctica intensiva mejoren nuestra prosa y nuestro sentido del idioma. Por otra parte, cada día es mayor el influjo del newspeak de los teléfonos celulares en la redacción de nuestros mensajes.

Otra pregunta es si de verdad el progreso mediático hizo desaparecer a los declamadores o nada más los actualizó. Por cada diez mil personas dispuestas a escuchar poemas acompañados por música y espectáculos, sólo hay veinte con la voluntad de comprar los libros donde se hallan los textos que tanto aplaudieron esa noche.

La poesía –tal vez haya que añadir desde ahora:

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